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Hugo Simberg, noche de primavera en Finlandia

Me gusta mirar ese cuadro de Hugo Simberg. Tiene toda la magia de los lagos del Norte. Parece que ha pillado el sol de medianoche, ese sol delirante e imposible en mitad de la noche, o tal vez un atardecer igualmente delirante. Se ven los árboles ennegrecidos e intensos en primer plano, los reflejos enloquecidos del sol en el agua, las negruras de los montes al otro lado.

Parece un sol para despertar todo lo que está dormido, para liberarlo todo. Uno se puede pasar horas mirando ese cuadro y enloqueciendo con él. Y se siente más vivo que nunca, enloquecidamente vivo, vivo sin fronteras. Aquí se ve como la pintura simbolista capta lo más secreto, los delirios escondidos, la pasión que duerme incesante, y los lagos del norte son ideales para ello. Es una tierra donde duermen las leyendas, donde todo es música.

En otro cuadro, que está reproducido en la catedral de Tampere, Simberg nos muestra el jardín de la muerte. Unos esqueletos tranquilos y sin dramatismo se ponen a regar sus flores con toda naturalidad y cuidan sus bellezas secretas, esas flores que nadie sospecha que pudieran existir. Se puede mirar como un enfoque humorístico, pero también tiene un lirismo asombroso, aunque las dos cosas no son incompatibles. La muerte sugiere el secreto, lo invisible, esa intensidad inalcanzable que buscaba Rilke, esa vida que se esconde indestructible, ese latido como el de Lázaro cuando duerme en el corazón de la tierra.

Y así Finlandia, que parece dormida, que no presenta grandes conmociones en la historia moderna, que no llama la atención ni nos sacude con retóricas, se muestra secretamente viva sin cesar, millones de veces viva en todos los reflejos en los miles de lagos, en todas las cabañas en los atardeceres en las orillas de los lagos. Los muertos están más vivos que nosotros, sugiere otro creador báltico simbolista, el conde lituano Oscar de Lubic Milosz en el poema ‘Los muertos de Lofoten’. Habla de unos muertos borrachos por la lluvia, que vibran en la isla sin que nos demos cuenta. Así serán los fineses, callados melancólicos que cuidan sus flores sin que nos demos cuenta, que guardan sus secretos, que cultivan sus jardines privados en las orillas de los lagos.

En un poema de Última Thule el español Vicente Gaos dice que el universo no dice nada, que va más allá de las palabras. Y eso han descubierto los finlandeses. Por eso los personajes de Kaurismaki no hablan mucho. La vida está mucho más allá de las palabras y de las limitaciones que se consiguen con ellas. La vida es lo innombrable y la infinidad de bosques solitarios del Norte que no pueden clasificarse. Así Gaos se imagina el Norte mágico como un lugar de puro silencio, de sola música, donde han callado todos los coñazos y han dejado de dar la lata.

Tal vez lo mejor sea tomar cervezas cerca del fin sin hablar demasiado, o hablar en voz baja en una taberna histórica de Oulu. Los griegos llamaban Hiperborea (el país más allá del viento norte) a las tierras desconocidas al norte de Tracia, como el Mago de Oz estaba más allá del Arco Iris, y lo llenaban de maravillas y de perfecciones. Era una tierra de inmortales y Apolo se dirigía allí de vez en cuando para tomar provisiones de vida. La verdad es que Apolo es un usurpador, pero dejemos ahora ese tema.

Los hiperbóreos eran los seres irreales y maravillosos, los que estaban más allá del conocimiento, de los que en realidad no se sabía nada, pero a los cuales se referían todas las leyendas. Podían ser los habitantes de la Atlántida, eran los seres de más allá del mundo, los que los conceptos no pueden atrapar. Eran los serenos, los que guardaban su pasión profundamente, los que se hacían invisibles. De allí vendría Orfeo que era el Invisible por excelencia y trajo la música y bajó a los infiernos para buscar a su amada. También los héroes del Kalevala y del Kalevipoeg descendieron a los infiernos y volvieron transformados y solo ellos pudieron hacerlo.

Y si Gallen-Kallela puso en imágenes el Kalevala para deslumbrarnos , el joven Oskar Kallis de Estonia, que murió a los 26 años, maestro de la pintura simbolista en su país, puso en imágenes el Kalevi Poeg , y representa al gigante trasladando gigantescos tablones, o a su madre cargando una piedra gigantesca, o el jinete alborotado frente a las puertas del infierno, todo en la desmesura, en el sueño y en la leyenda. Uno de sus cuadros representa a Kalevi Poeg sonando la campana de alarma cuando vuelve del Norte en medio de vértigos azules para despertar a los estonios.

Tal vez les pida que despierten su cultura por debajo de las opresiones, o que desplieguen su ímpetu creativo entre las barbaridades de la Historia, o que vivan en la paz y la poesía cuando todo es violencia. Las campanas son un símbolo de paz y libertad en todas partes, de ponerse por encima de la rutina, de meditar y recuperar los sueños. Yo escribí una novela que se titula Las campanas y no quise simplificar los múltiples sentidos que pudiera tener. Las religiones sugieren con las campanas una interiorización, pero también la campanilla avisa al comerciante de que entra alguien en la tienda o dice que un forastero ha llegado a la casa.

El héroe de Kallis tiene una actitud de alarma, hay que dejar de apoltronarse, dice, hay que volver a uno mismo, hay que recuperarse. Hay que escuchar lo que llama desde la intimidad.

Los mediterráneos, y los griegos especialmente, soñaron con el Norte. Del Norte venía el ámbar que resultaba tan mágico. En el ámbar, esa resina viva de los árboles, perviven las formas de vida de hace millones de años. Son los susurros de la vida y la imaginación que persisten durante eras, son el símbolo de la persistencia, son esas campanillas que no se oyen, pero se ven. Insectos, ramas de árboles, todas las formas de vida se han quedado ahí, escondidas por los fríos del Norte, tapadas por todas las oleadas de nieve, para recordarnos la vida que no se acaba. Son el símbolo de todo lo secreto y lo persistente, un sueño escrito por el sudor de los árboles.

El ámbar tiene un valor mítico desde milenios, una fascinación que no se acaba. Ella y yo lo mirábamos en las cristaleras de Tallin, y alucinábamos con algunas formas desmesuradas y oníricas, escarabajos gigantes o caprichosos, hojas de abetos con todas las nervaduras, tallos con colores imposibles, mariposas galácticas, todos los secretos más íntimos de la tierra preservados para nosotros. La naturaleza del Norte dice: “te he guardado esto”, y tenemos que quedarnos como niños asombrados. Entramos en una tienda y nos pusimos a escoger. Yo quería que ella tuviera en el cuello un collar modesto con cuentas de ámbar, que llevara siempre encima un poco de la magia del Norte.

Desde antes de nuestra civilización había rutas que bajaban desde el Báltico hasta Grecia o hasta las Galias, afrontando todos los peligros, que bajaban por Rusia o por los pueblos germánicos o que atravesaban los Alpes sin dejarse amedrentar. Podríamos ver a los fineses así. Seres metidos en su resina que parecen callados, pero no dejan de contar historias en secreto para quien quiera escucharlas y vivir sus leyendas calladamente. Y es también una forma de estar preservados para siempre, de que no venga la gente con sus clasificaciones y sus negaciones. Allí en el Norte se rompieron tantos prejuicios, se abrieron tantas palabras, se ensayaron otras morales, se intuyeron libertades. Tal vez más que en la Grecia clásica.

Por eso se asustó Ganivet cuando vio aquellas cosas insólitas, las mujeres estudiando como los hombres, escuelas por todas partes, infinidad de bibliotecas, una vida espiritual que tuviera cualquier persona, los altos cargos al nivel de la gente. Él los veía poco menos que como chalados. Pero lo hiperbóreo es el mundo de los bosques donde los elfos son libres, como señala Tolkien en El señor de los anillos.

Nietzsche dice que es hiperbóreo porque se ha puesto más allá de la moral corriente, de los prejuicios y los tópicos, porque se ha metido en el corazón de la vida. Por eso Nietzsche influyó tanto en el Norte, palpita en las obras hormigueantes de Sillanpaa   en las liberaciones de Edith Sodergran. Y todo eso sin bombos ni platillos, sin querer imponerlo a otros países del mundo, sin usar bocinas y trombazos. Más bien con la campanilla de  Kalevipoeg pintada por Oskar Kallis, con señales entre barca y barca en los lagos, con pináculos en las iglesias de madera.

Decimos que los fineses son lo máximo en educación, que son muy pacíficos, que no hay apenas delincuencia, nos maravillamos con muchas de sus cosas, aunque a veces nos parezcan tristones y aburridos. Pero es porque respetan a las personas, porque en el fondo lo respetan todo y lo aman todo, no solo a los niños, en los cuales piensan en tantos sitios, para los cuales han construido tantas cosas, la isla de los Mumin en Naantali, el pueblo de Santa Claus en Laponia, el Museo de las Invenciones Inútiles en Uusikauppunki. Lo suyo no es la cultura del desprecio, sino la de la resistencia, como diría Ernesto Sabato. Esa resistencia que muestra el limpiabotas de El Havre en la película de Kaurismaki, y la de todos los que ayudan al chico a escaparse en el barco.

Mientras íbamos de Helsinki a Tallin se me pasaban por la cabeza infinidad de cosas, como siempre me ocurre en el mar, repasaba toda mi vida, me sentía solo y reencontrado, conectaba con mi infancia, pero enseguida llegaba la otra ciudad, que parecía estar un poco en mi cabeza, formar parte de mis pensamientos. ¿Y que dirán esos hombres que pasan todos los días, que van a ver a la novia al otro lado o van a desahogarse un poco de las preocupaciones de la semana, a tomar un poco de vino y de travesura en Tallin, la ciudad de los demonios y de la seducción, del erotismo y de la invención?

Delante de nosotros iba un tipo que tenía aspecto de gánster. Llevaba una bolsa de viaje con aire negligente, pedía botellas de champán o de vodka, miraba con aires de suficiencia, como si el mar fuera suyo, como si pudiera hacer lo que quisiera con aquel barco. Noté que despreciaba el trayecto y las horas y lo que estaba viendo, como si no significaran nada para él, como si todo le fuera debido. Era esa pijería inflada que tanto me repele en algunas personas.

Pero me dije que ése no era su mundo, que no era el personaje adecuado para esa travesía, que lo era más la familia con hijos que comía todos sus comestibles desplegados en otra mesa, o los japoneses asombrados que contemplaban con respeto todo lo que veían y disfrutaban aquel mar interior. Porque no me imagino a los fineses como pijos y arrogantes, como triunfadores despectivos, aunque los haya en todas partes, en todo caso de los pijos no es el mundo del Kalevala. Porque el Kalevala es el mundo de un perdedor que no se resigna, de un sublime gilipollas que no desperdicia ni un segundo al lado de la doncella de Pohjola, que ha sentido el paso del tiempo en sus músculos, que no tiene fuerza sino música, y con ella seduce a todas las generaciones.

Por eso pensé: “puedes poner esa cara de arrogancia, actuar como si el mundo fuera el cuarto de baño de tu casa, colocarte como un contrabandista sin mirada de las Rías Bajas, pero estoy yo más aquí en mi mundo, porque yo he leído el Kalevala y me he reído con sus ocurrencias, y ya lo comentaba de joven con Corcón mientras íbamos por las tabernas de Compostela, y luego lo disfruté en las noches intensas con ella mientras esperábamos nuestro viaje a los lagos del norte”.

Por eso ahora miro el cuadro de Hugo Simberg, Anochecer de primavera,  y me siento muy lleno con esas salpicaduras de brasas sobre el lago, con ese silencio profundo y lleno de música sobre las aguas, con esas trepidaciones que no terminan nunca sobre la superficie vibrante. Y me conecto con ese mundo de noche que está en silencio, pero arde continuamente sin saberlo, ese fuego de leyenda, esa exaltación perdida en lo más remoto donde no alcanzan las palabras ni los prejuicios de los hombres. Igual que soy compañero de su ángel herido al que llevan dos niños torpes en unas angarillas, que mira hacia abajo vencido con su venda en la frente, que está abrumado por todo lo que le ha ocurrido, pero que tiene el recuerdo de todas las angelidades que ha conocido, de las leyendas celestes que ha protagonizado, de esa vida invisible y boreal en la que ha estado metido y que nadie puede quitarle. Haber sido terrestre no parece revocable, dice Rilke. Y tampoco haber sido ángel.

De modo que ese ángel torpe de Finlandia, ese ángel infantil que ha metido la pata de alguna manera, y los personajes de mirada desolada de Kaurismaki, están a mi lado a pesar de todo, puedo tomar cerveza con ellos en ese barco en el Báltico, o en una taberna gótica de Tallin,  o en una cabaña con sauna de Carelia.

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