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Novela por entregasHumo rojo, Capítulo 6

Humo rojo, Capítulo 6

GILLES DUCRAY

 

La propiedad privada surge de la debilidad. La vida tiene lugar en las sensaciones inconclusas: un sueño, uno del que no guardas un recuerdo definido, del que permanece sólo una impresión –normalmente turbadora, sugestión pura–; el hormigueo de la barba al apoyar la cuchilla, o el pensamiento que sobreviene alcanzando lo más recóndito de uno mismo, siempre en soledad. Las que ocurren siendo los únicos conscientes de ellas, y ni siquiera llegamos a entender. El Colosseo se alzaba delante y al rodearlo, dejándolo a la izquierda, seguí mi ruta por Labicana.

Igual sucede con el hecho del espacio físico, el que ocupamos. El mundo es una geografía indómita, una realidad susceptible de aludir pero imposible de amarrar a definición alguna. A mi paso el musgo crece, masca la piedra de templos y palacios, de sus ruinas, de lo que Roma fue y –esencialmente– no lo es más.

La verdadera vida es irreductible. No se puede representar, contar, imitar ni –en absoluto– pretender cercar. Si alguien anduviese persiguiéndome desde que salí temprano de mi habitación en el sótano del estudio podría haber anotado en su libreta que el pantalón que llevo, a rayas grises marengo, no combina con el chaleco ni la chaqueta de paño granate. Que he callejeado más de lo necesario para llegar al Colosseo, donde he girado y, por la vía más estrecha, me dirijo probablemente a San Giovanni in Laterano. Si fuera un observador excelso podría registrar la sucesión de aspavientos, visajes, gestos visibles, el momento exacto en que los realicé y las consecuencias que trajeron; podría especular con mis motivos. Y aún así nada de ello tendría que ver con mi vida, no podría yo mismo identificarlo como tal. Habría apuntado una sucesión, ordenada, de ideas inertes en el papel.

Pero las personas necesitamos concebirlo todo dentro de un perímetro comprensible. El individuo se abruma ante la inmensidad, carece de la capacidad para zambullirse en ella y nadar como en un mar sin orillas; necesita someter el entorno, darle una dimensión abarcable para sí mismo. Esa ilusión de dominio, de poder sobre una porción acotada, es la propiedad.

Y las vallas y los muros son el estigma de esa patología. Cuatro paredes, por distancia que transcurra de una a otra, están abocadas a convertirse en una cárcel. Nuestra propia cabeza opera la transfiguración: extingue la particularidad de cada espacio –de cada recoveco de él que exploremos– y provoca la insatisfacción, la asfixia.

Ahí reside la treta de la pintura, y también seguro de la música y de la literatura, pero sobre todo de la pintura. Hacemos los límites permeables: construimos ficciones por las que sigan pudiendo –como luz por una ventana– colarse esas sensaciones inconclusas; el pensamiento. La vida.

 

La punta del obelisco, con heridas de vejez abiertas, ocultaba tras de sí la circunferencia del sol. Según aceleraba caminando me daba cuenta de que el empedrado, en los alrededores del palacio y la plaza, era menos escabroso. Era un suelo más pisado. En una trattoria con la entrada angosta y el dintel de granito muy bajo, un hombre doblaba el espinazo para salir a gritar a dos mujeres, cargada la una con pimientos y berenjenas, y la otra con ramas de romero, tomillo y dios sabe qué más.

–Roberta, dai. Que hoy te tengo el dinero, cucciola.

Vaffanculo, bastardo.

Las dos transeúntes pasaban a la sombra de la gran fachada de San Giovanni, venían desde el mercadillo de hortalizas de extramuros y ninguna cruzó al otro lado. Pasando el bosque de acebos llegué a la muralla, el rojo confín de Roma. Con la altura de dos arcadas, la segunda ciega, esa mole de ladrillo desvaído aún resultaba imponente. Detenido en la puerta, me calé el sombrero que había llevado en la mano, recompuse la hechura de mis vestimentas –coloqué las solapas del cuello, los puños– y miré hacia atrás con las manos comprobando los bolsillos. Estaba todo en su sitio.

 

A decir verdad, en ese instante había notado una punzada en la nuca. No me habría gustado que nadie, voluntariamente o por una infame casualidad, me hubiera estado siguiendo esa mañana. Hay momentos, acciones propias de nuestro día a día, que no por considerarlas yo nada consustanciales a quién soy, aceptaría que quedaran registradas en la memoria de un testigo. Sería peligroso, si sucediera.

Esta zona al sur de la ciudad recuerdo que hace años, siendo niño, mostraba un paisaje distinto: casitas dispersas entre huertas y campos de cultivo; por esta linde se agotaba la ciudad, salvo por alguna vivienda que conservaba una cierta dignidad patricia. El panorama ahora estaba cambiando; el aumento de la población había comenzado a modificar la fisionomía del emplazamiento, a lo largo de la vía Appia.

Delante de la antigua carpintería Matera pastaba un rebaño de una decena de cabras lanudas, de vello negro y tan largo que rozaba los cascos de las pezuñas. Bordeé la cerca sin aproximarme aún a la mujer que, en el medio, tenía sujeta a una mientras la ordeñaba. Antes de que Adelina me viese quería husmear un poco. Había tablones tirados; una pila de madera aún sin desbastar húmeda tras la tormenta, agrietada por la intemperie. Vi también hierro oxidado, ¿herramientas? Dentro estaba muy oscuro. No sobresalía ninguna forma, ningún mueble se apreciaba, como si no quedase más que el hueco vacío y la luz no pudiera incidir en ninguna superficie. Así pintaría la ausencia, la nada.

Deben haber regresado hace muy poco, supuse, pero ¿y las cabras? Puede –me pareció plausible en el contexto– que no vivan realmente en esa casa, que se hayan trasladado a un edificio de viviendas, un portal cualquiera entre las callejuelas del Este.

–Peppe no está.

–Hola, Adelina. Cuánto tiempo.

–Oí los ruidos.

Aunque había adelgazado y se había cargado de pequeñas arrugas en las comisuras, seguía siendo una mujer rolliza y con una expresión afable. Se levantó entre balidos.

–¿Dónde se ha metido Peppino?

–Ya no nos dedicamos a la madera, él ya no es carpintero.

Tenía la falda remendada con hilo negro. Se secó en ella la leche de las manos, frotando sobre la cadera; y, cuando las soltó para colocarse el moño, algo brilló bajo el puño de la manga.

–Lo supuse cuando cerrasteis.

–Sí bueno, mi marido creyó que podríamos hacer mejor fortuna en Nápoles.

–Pero habéis vuelto.

–Se equivocó, terminé recolectando bergamota en el Aspromonte.

–Y ahora se ha largado. ¿Compró cabras y te abandonó?

Fue una provocación, me aproximé intimidando. No se trataba de una visita amistosa y ella lo sabía. Tenía que presionar para que no se sintiera cómoda y no fuera capaz de mentirme cuando le preguntara lo que quería saber.

–¡Macchè! Pastan en nuestra finca y las ordeño, no son nuestras. Me quedo con una parte de los cuartos de la venta de leche, me la dan  –dijo agitando la mano sin ocultar ahora la pulsera de plata.

–Eso es todo, así os ganáis la vida, ¿no? –no respondió, no emitió ningún sonido mientras me abalanzaba sobre ella. La había bloqueado con mi cuerpo y tenía la cabeza pegada a su oído. Podría haberle clavado los dientes y tirado hasta arrancarle la oreja, podría haberle susurrado que olía su miedo, por quieta que aguantase.

–¿Cómo llegó Peppe hasta Lord Cunningham, qué dijo del cuadro?

–No sé quién es ese sior. Peppe solía hacer de recadero para algunos extranjeros, les hacía favores, pero fueron varios señoritos y yo nunca supe nada, lo juro.

–¿Solía? ¿Ya no se dedica a eso? ¿Planea retirarse a mi costa?

–Ahora está con un capuchino, son socios.

Aflojé poco a poco hasta quedar a su frente, percibía en ella restos de orgullo dolido, así que le sonreí.

–¿Alguna clase de timo lucrativo?

–El fraile ha encontrado a una santa, Peppe ha montado con él un negocio. Ella cura con sus manos.

–¿Me vas a decir dónde está exactamente Peppino, verdad?

Tenía mis propias sospechas al respecto, no se alejaría tanto del lugar donde a mí se me habría ocurrido situar semejante empresa clandestina. Ella asintió primero –junto al cementerio de la Pirámide– y poco a poco recompuso su semblante de mujer afanosa. La solté, y mientras daba un paso atrás tiré de la pulsera hasta que el eslabón del cierre cedió.

–¿Sabes, Adelina? No creo que podáis ser felices, precisamente por estas naderías. ¿Una joya? ¿De qué te sirve? Vives sola, entre animales o hincando las uñas en la tierra. ¿Has renunciado a cualquier otra cosa? ¿A volver a intentarlo? Tal vez pronto la suerte cambie, tal vez te quedes embarazada. Una familia, Adelina. ¿Has perdido la ilusión?

Pasó del susto al desconcierto y entre las cabras que merodeaban rozando sus pantorrillas, envistiéndola las más enérgicas, encontró el taburete en el que volvió a sentarse.

–Márchate, Gilles.

–Me llevo esto, aunque no compense la deuda con tu marido.

Guardé su pulsera en el bolsillo derecho, pero al soltarla sonó un tintineo. Tardé en reaccionar; poco, en realidad, lo que le tomó a la memoria avisarme de lo que había ahí. Decidí entonces que la llevaría sola en el otro lado o en el bolsillo del pantalón.

Au Revoir, mon bonne copaine.

 

 

Estaban peleando. Una pobre chica a medio vestir cruzó corriendo por el intersticio entre la camilla y una bambalina grotesca. Cubriendo un fondo habían colocado ese cortinón de colores chillones, muy primarios, amparados por la luz de cirios rojos. Las tallas extáticas de Peppino, difícilmente humanas siendo casi todo verga y senos, también estaban pintadas de rojo. Cuando pasé el cementerio de Pirámide –haciendo caso de las indicaciones de Adelina– torcí en dos ocasiones tomando cada vez veredas más estrechas; cansado de deambular, distinguí el lugar de cualquiera de los otros emplazados en los aledaños porque parecía recién adecentado –habían limpiado la pared de trepadoras– y porque la puerta estaba abierta. La atmósfera era, a la vez, pretenciosa y sórdida.

La sábana revuelta y los paños aún húmedos de sudor y vino especiado señalaban que no hacía mucho que se habían quedado solos. Tenían ya clientela. Había Peppino atrapado al fraile, lo había agarrado por el sayo, y éste se tapaba ahora la cara con los antebrazos y se agitaba intentando librarse. A Giuseppe Matera nadie le había llamado jamás por su nombre completo.

–Desde luego, sois todos unos truhanes, hermano. Suéltalo, Peppe.

–Pero Gilles, se lleva mi dinero.

A pesar de la objeción lo había liberado a mi orden, y el cura había salido corriendo sin dejar ni una moneda.

–Me preguntaba cuánto me costaría poner en la planta principal de la villa que estaba a punto de comprarme un techo de artesonado –le dije con sorna–. ¿Se te ocurre sino algún pintor que pudiera decorármelo con frescos?

–¿Qué quieres, Gilles?

–No tengo dinero. Alguien me privó de mis perspectivas de ganarlo. Pero quizás a ti se te ocurra cómo financiarla, confiaba en que estuvieras deseando avalarme. Con las donaciones de los sanados milagrosos. Esto es cuanto tengo.

Tuve que pensar durante un instante qué mano llevar a qué bolsillo, qué metal buscaba; hasta que del izquierdo extraje la pulsera.

–Esto no es el Vaticano, Gilles.

–Ya veo, tampoco hacéis servicios de caridad, ¿no?

–No nos hacemos ricos. Ayudamos a la gente y su buena voluntad nos mantiene. ¿Mi mujer está bien?

–No creo que te eche de menos, si preguntas mi opinión.

–Yo no hice nada, Gilles

Aparentaba calma, necesitaba demostrar la serenidad de un hombre acostumbrado a tesituras peligrosas. “No tengo miedo”, parecía querer gritar esa boca pequeña y tostada.

–¿Fue casualidad o entraste al servicio de Lord Cunnigham sabiéndolo de antemano?

–Te digo que no hice nada. No fue premeditado, simplemente me lo enseñó y reconocí el marco que te había hecho.

Me decía la verdad, le creía. No porque hablara en un tono convincente, cualquiera puede aprender a mentir. La lógica lo dictaba. Me tomo mis molestias por no dejar rastros, y nadie podría haber dudado de la tela. Una casualidad, un mal azar me había condenado. El Caravaggio original desapareció de la iglesia de San Luigi dei Francesi hacía alrededor de dos meses, en marzo. No lo robó Ludovico, pero creí que podríamos aprovechar la coyuntura: conocía la pintura a fondo y la copié. Recibí al Lord inglés en Franz, en el ático de Condotti, mostrándoselo colgado sobre mi chimenea; es sensato pensar que Peppino aguardara entonces en el portal. Cunningham no conocía la historia de la sustracción –no había tenido tiempo desde que llegara a Roma para escuchar los rumores, ni oportunidad– y lo vio allí, enmarcado, como si me perteneciera. Mi más preciada posesión. “No tengo liquidez, no sabe cuánto me dolería pero no podré regresar a Francia si no lo vendo”, le dije, y la posibilidad de contemplar en soledad esa pintura, de ser el único que disfrutara de ella, le cautivó. Me fié de que regresara para pagarme –no habíamos siquiera acordado un precio– y se lo entregué. Debía, en mi posición, demostrar confianza en la palabra de un noble; con tal deferencia le habría tratado un marchante verdadero. Al día siguiente lo que apareció fue, custodiado por Gaspar el portero, un paquete envuelto en tela que contenía el cuadro. No lo soltaba: “aquel señor dijo que lo cuidara bien, que se lo devolviera a Gilles”. Tuve que arrebatárselo a ese bobalicón y destruirlo con inmediatez. Por precaución.

–Ni siquiera sabía cuánto valía –continuó declarando Peppino–. Vi la madera y le conté que la había tallado con mis propias manos. Con estas manos, las mías. Entonces él tuvo sospechas y yo le advertí. ¿Cómo iba a salir de Roma si era un cuadro robado? Se metería en líos. Fue él quien declinó el negocio. Y sí, en agradecimiento me dio una propina. No fue nada. Yo no tenía ni idea, Gilles. ¿Qué me vas a hacer? No fue tanto, ¿no ves en qué ando metido? Jamás contaré nada al respecto. Te juro que no me volveré a inmiscuir en… Con tus clientes.

No deseaba que sucediera pero traslució la ira que sentía, la contuve peor de lo que suponía.

–Tranquilo –le espeté, respirando yo mismo despacio–. Sé que fue un acto reflejo, que saltó tu lengua y que luego, simplemente, viste en bandeja de plata la oportunidad de tener una vida mejor, más cómoda para Adelina y para ti, una recompensa por el sacrificio y el esfuerzo que os cuesta, que a todos nos cuesta, salir adelante en esta ciudad. ¿Quién no la habría aprovechado?

–Así es, sólo fue eso. No tengo dinero que darte, Gilles, pero sé que puedo compensarte.

–Me había hecho a la idea de ganar una buena suma, Peppe.

–Lord Cunningham me habló, antes de largarse, de otro viaje que hizo anteriormente a Roma. Hablaba en alto, más que contármelo a mí. Me había pedido que le guiara a la casa de la Duquesa de Orval y su marido. La muerta. Íbamos por el Corso y me dijo que ella tenía un cuadro secreto de un pintor francés. ¿Poussin? ¿Pua-san? Venga, Gilles, seguro que sabes de quién hablo. El Lord había visto ese cuadro en una ocasión y lo deseaba. Andaba ensimismado, musitando. Lo deseaba. Seguro que es muy valioso, ¿verdad? ¿No te sirve eso? No volverá a pasar, Gilles. Te lo prometo.

 

Estaba frío. Presionaba con dos dedos a la vez sobre la punta y la unión con el diminuto arriaz. No cimbreaba, estaba frío y muy duro. Saqué por fin con la mano torpe la cuarta de acero del bolsillo derecho, cambié a la zurda, cerré los ojos y adopté la postura para dar las pinceladas finales.

***

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