Raffaele Marcenaro
–Si Cavour no hubiese muerto probablemente las cosas serían distintas y no estaríamos teniendo esta conversación. Ese cabrón sabía salirse con la suya.
–Discúlpeme que discrepe, pero no creo que la actual situación se deba achacar a nuestra incapacidad, si me permite. Roma es la única capital posible del reino de Italia, eso lo sabemos todos, seguro que también el Papa Pío. Pero es precisamente por ello por lo que tantísimos intereses se conjugan aquí, el asunto es pura complejidad, caballeros.
El paje que se había procurado Esteve Balagueró resultó ser un entregado patriota por la unificación y discutía con vehemencia. Cerramos el trato tan pronto hubo pasado al recibidor, no hizo falta más que un brindis.
–¡Qué va a decir usted como sucesor, Ricasoli! Muchas contemplaciones tuvo con el Vaticano, demasiada tolerancia. Si hubiese más hombres de verdad, no quiero sacar a relucir aquí a Mazzini, otro gallo cantaría. Yo, como buen piamontés, estuve en la batalla de Solferino, señores.
Estábamos todos sentados a la mesa en el salón de la Loba, en la planta principal. Coloqué a mi lado a Constanze, por lo que, siendo seis comensales, Antonio Marchese quedó enfrente. Dejamos que ocuparan las posiciones de honor, en los extremos, Balagueró y Bettino Ricasoli, que se había sumado de forma inesperada. Más allá del cambio de localización –me produjo cierto regodeo pedírselo a Emanuele– y sus consecuencias: sacar una mantelería más grande a juego con la decoración, mover de nuevo la vajilla y la cubertería; los imprevistos de última hora no supusieron un trastorno notorio y el banquete pudo admitir con dignidad la presencia extra. El rape estaba exquisito.
Pero me habría gustado que Antonio, precisamente hoy, hubiera podido escaparse con una antelación mayor, haber rascado unos minutos mientras Constanze estuviera preparándose, ultimando algún detalle de su peinado, para reunirnos a solas en el despacho. Lo mandé llamar temprano, en cuanto volví adentro del jardín, pero no llegó. Le había estado dando vueltas, pensándolo de una manera racional –todo lo racional que sabía ser con alguien que me resultaba escalofriante– y también impostando una seguridad que me era ajena. Pero no se me ocurría qué hacer, qué responderle. No sé cómo –eso no importa, era relativamente predecible– Vittorio Schivasi me había seguido la pista y estaba al tanto de los progresos de mis negocios y también de mi influencia política allende la frontera. Más aún, sabía que estaba involucrado en las obras de reforma del Barón Haussman en París, e intuía beneficios en el porqué. Había vuelto de mi pasado, me había rastreado y, sabiendo lo que él sabía que yo querría ocultar a todos, esconder especialmente de Constanze; amenazándome con la ruina, me exigía ahora una suculenta porción del pastel. Un cuarto de mi fortuna.
–Iba en el frente, por el centro, justo detrás de la artillería. Desde los flancos no habían podido hacer retroceder a ese hijo de puta de Benedek, que sostenía toda la línea para los bastardos de Francisco José. Fuimos nosotros los que tuvimos que cargar para entrar en la ciudad y expulsarlos más allá del río Mincio. ¿Sabéis? Cuando explotó uno de nuestros cañones vi morir a mi primo, por la metralla. il mio cugino… A mí sólo me dejó algunas marcas pero, miren, aún las tengo. ¿Qué hacía usted mientras, señor Marcenaro?
–Le rogaría en primera instancia, señor Guzzon, que se comidiese y fuese más amable con mi invitado, el señor Ricasoli. Al fin y al cabo él ya ni siquiera ejerce en cargo público y, desde luego, no viene más que en calidad de amigo de mi familia, como el señor Balagueró, que además es su patrón y su aval en esta mesa, y no creo que esté muy de acuerdo con esa actitud.
Marchese me miraba sonriéndose. Estaba disfrutando. Adivinaba que la irritación que empujaba mis palabras contra aquel pobre hombre y ante la presencia –siquiera deseada– de un mal político, provenía en realidad de otra parte.
–Ya os avisé de que Filippo era un auténtico partisano –apuntó con una carcajada Balagueró–. Ningú millor per defensar-me’n de les vostres contínues cardades d’italians. No hizo falta que nadie tradujera.
–En segundo lugar –seguí– le responderé a su pregunta. Entonces, durante el verano del 59, y espero que no me pida más precisión porque no sabría decirle qué hacía ese día de junio ni creo que se mereciese ninguna explicación, estaba aquí en Roma, como desde hace ya muchos años, cuidando de mi ahora difunta esposa y de mi preciosa hija Constanze; que seguramente se sienta aburrida e incómoda entre unos cuantos hombres que ni comiendo saben hablar de otra cosa que de política.
–Tranquilo, papá. Si en parte estoy de acuerdo con el señor Guzzon. No sé mucho del Conde de Cavour, pero es bien cierto lo que dice: No debe haber muchos hombres de verdad, si los que les están ganando la partida visten faldas largas y se arrodillan para rezar. Con todos mis respetos hacia Su Santidad, no me malinterpreten.
Me reí, todos lo hicieron, incluido Filippo Guzzon, que demostró saber encajar una derrota con nobleza. Fue una de esas carcajadas límpidas. Desde luego el comentario había sido descarado, irreverente, del tipo que en una situación distinta y sin esa mordacidad, no podría haberle consentido a una hija delante de los amigos de su padre. Pero había que tener arrestos para zanjar así una conversación. Cada vez se parecía más a su madre.
–Resistiéndome a dejar de lado sólo en parte a Napoleón, Vittorio Emanuele y sus asuntos, y aun temiendo lo que la inteligente señorita Marcenaro pueda aducir al respecto; permítame decirle, Raffaele, que no creo que ellos hayan probado un Chardonnay mejor.
–Es un halago viniendo de usted, Bettino, aunque yo no tengo ningún mérito. Mi mujer llenó la bodega. Según me ha comentado Antonio usted es un auténtico…
–Un experto –me interrumpió Antonio– ¿Cómo sería en francés? ¿Sommelier? No, ese es sólo el que cata, ¿no? Él puede hacerlo todo, en sus tierras plantan y envasan.
–Lamento decepcionarles pero creo que su amigo está exagerando por la consideración que me tiene. Yo sólo soy alguien que ha trabajado para sacar lo mejor de la uva Sangiovese, el secreto se lo guarda para sí, en realidad, la hermosa Toscana –chasqueó la lengua haciendo temblar su bigote tieso; era su primera muestra evidente de orgullo.
–Por cierto, supongo que la mayoría estaréis enterados, ¿sabéis que la otra noche entraron a robar en uno de los palacios propiedad de los Brancaglia?
–¡Es horrible! ¿Qué se llevaron? ¿Hubo algún incidente más grave, Antonio?
Yo habría jurado que mi hija ya conocía la noticia. Desde por la mañana había estado en boca del servicio, Emanuele era un chismoso y difícilmente podría haber escapado de escuchárselo a él mismo o a Elisabetta. Constanze estaba aprovechando para tomar parte en el cambio de tercio.
–Pues como siempre en estos casos, depende de la versión a la que uno atienda. Al parecer alguien se coló por la noche, un solo hombre, según dicen, aunque no hay ningún testimonio sólido que lo pueda corroborar. No estaba Mario Brancaglia en ese momento, sólo su mujer, que dormía, y un huésped francés. Le avistaron los chicos del servicio y titubean cada vez que lo cuentan. A mis oídos ha llegado de todo: desde los escandalosos que dicen que les expolió y sin embargo la familia se niega a reconocerlo públicamente para no mostrar vulnerabilidad; hasta los que dan al intruso por enterrado ya en el jardín, devorado por los gusanos, por haber cometido tamaña osadía; en cuyo caso la familia simplemente no querría dar cuentas de cómo solventan sus asuntos.
–Corren tiempos peligrosos –Ricasoli suspiró mirando al cielo, fingiendo gravedad.
–Lo más sensato, en mi humilde opinión, sería pensar que, quien fuera que entrase, anduviera buscando algo muy concreto. Hubo algunos destrozos, daños menores, y por lo que sé, apenas sí desaparecieron piezas de ínfimo valor que no justificarían per se la temeridad del ladrón. Pero lo preocupante es, ¿qué podrían tener guardado o escondido o custodiado cuyo valor alcanzara para intentar encontrarlo y desestimar llevarse nada más? Lo que fuera, no creo que lo lograse.
–Entonces ese malnacido tenía otra intención, no se coló para robar –indicó Guzzon–. Ese banquero es muy poderoso, algo oculto se traerá entre manos.
Me recordó su insinuación a la forma preferida con que muchas personas se excusan, personas que querrían verse eximidas de tener que asumir la responsabilidad de sus acciones: las confabulaciones, las grandes conspiraciones, nuestros designios regidos desde el exterior. El destino. Dentro de esos engaños, de esas maquinaciones, parece que la potestad sobre nuestras decisiones se diluyese; “No pasa nada”, no debemos sentir ninguna culpa, porque estamos subyugados por los que las idean. No digo que Guzzon fuese de esa clase de persona, no parecía un cobarde, al contrario. Sólo que cada hombre debe cargar su cruz, y yo de eso sí que sé, por más que quisiera dejarlo atrás.
¿Quién podría asegurarme que Schivasi no prepararía una celada semejante para entrar en mi casa y matarme, si no aceptaba su trato? ¿O a Constanze? Podría secuestrarla y luego exigirme más dinero. Podría hacer ambas cosas, incluso aunque lo aceptara. Sé que no tiene sentido, que le soy más útil vivo, pero ¿cómo confiar en una persona que sabes que ha asesinado y que, por la cantidad justa, volverá a hacerlo?
La mayoría de nuestro capital está a buen recaudo, confío en Antonio Marchese, él ha sabido siempre moverlo entre manos seguras; él eliminó las reticencias de Anne Marie –los aristócratas en ocasiones son como urracas– que prefería defenderlo en su feudo, tener cerca aunque fuera escondido lo que valoraba, antes que ponerlo en circulación. Si Vitto irrumpiese aquí, no habría nada que… salvo Constanze. Constanze, ella lo es todo. Me tenía, de cualquier manera, a su merced. Sólo cabía una solución, una definitiva. Lo haríamos entre Antonio y yo, cuanto antes.
–Disculpen la interrupción. Ricasoli, ¿sabe usted si en Roma disponemos de algún hospicio de gestión civil para huérfanos y esas pobres gentes de poca fortuna?
–No lo sé, aunque francamente, no lo creo. ¿A qué viene eso, Raffaele?
–Nada, estaba pensando que usted tiene razón, que ambos la tienen. El signore Guzzon también. Corren tiempos peligrosos y, con empeño, yo podría hacer de esta ciudad, de Roma, un lugar mejor.
–Eso sí merecería una copa del champán que traje. Más que un simple trato de negocios –sentenció Esteve Balagueró.