GILLES DUCRAY
Lo sabes desde el principio, si eres inteligente. Conoces de antemano los futuros posibles, potenciales, el final de las lides; si has medido los riesgos del oficio. Cuando te dedicas a robar obras de arte, a pesar de la excepcionalidad de mis falsificaciones –francamente indetectables– asumes que tarde o temprano, si no abandonas a tiempo, te verás abocado a afrontar uno de estos dos trances: o bien logras dar el gran golpe, el que te otorgue garantías para otra vida; o bien terminas capturado o muerto.
Es una cuestión de probabilidad; más usual, seguro, la fatal que la airosa. Había estado cerca de que se cumpliera la primera premisa cuando, atento como estaba a cualquier factor que alterase la coyuntura en Roma, a las casualidades surgentes, atraje con el Caravaggio copiado a Lord Cunningham. Con su marcha no se desvaneció el dinero sino la oportunidad para emprender otro negocio: las joyas, comerciar con gemas y oro, tal vez; o convertirme realmente en gestor de colecciones privadas, ser un verdadero marchante de arte. Viajar descubriendo y vendiendo talentos por todo el mundo. ¿Pintar? Perdí el momento propicio para abandonar.
Los robos de escaso valor se encadenan siempre, uno impone el siguiente. Mis beneficios se agotan en brevísimos plazos; pagar los alquileres, el material para trabajar, los víveres y la ropa, y, sobre todo, los deberes sociales que mantengo –a los que no puedo renunciar para que nadie jamás dude de mí y destape la farsa–, todo ello consume cada lira que ingreso. En el último mes visité cafés a diario, los del gremio de anticuarios y los de los pintores, para trabar relación. Cumplía con el protocolo del visitante en Roma, me dejaba ver. Comí en restaurantes con tres posibles clientes y, a uno, lo invité al teatro. No es suficiente. Reincidir, establecer una periodicidad para que se sucedan los robos, o incluso vender estudios de paisajes romanos en pequeño formato a forestieri haciéndoles creer que son de otro pintor de más renombre –acción que me disgusta profundamente– no hace sino prolongar una ruta que lleva a lo inevitable. Necesito encontrar el escape. Un golpe definitivo. Y cavilaba si no se me estaría ofreciendo subrepticia esa ocasión que sólo arrancando los remilgos, siendo audaz, podría aprovechar; la que no regresaría, si dejara pasar. Pensaba, mientras seguía esperando a Enrico, en las palabras de Peppino. Infundadas, muy probablemente. ¿Poussin? Una ráfaga de viento recorrió la orilla del Tevere y al pasar entre los pilares del puente Sisto dejó tras de sí un eco. Habíamos quedado en este lugar para el intercambio. Desearía haber prescindido de Enrico, no depender de nadie, no haber tenido que acudir a él. Se trata de la alternativa última, la medida desesperada por la que optas cuando las demás han fallado a sabiendas de que, aunque tendrá un elevado coste para ti, ésta no lo hará. Miré el reloj de bolsillo: las once de la mañana, y cuando volví a guardarlo asomó apartando la maleza con el bastón. Silbaba, caminaba hacia mí con trancos lánguidos y silbando. Enrico tenía una malformación en los fémures, en todos los huesos, tenía las extremidades cortas. Los brazos y las piernas, pero también la columna, lo cual al menos lo aliviaba de asemejarse a uno de esos enanos con la cabeza desproporcionaba: él era un grado más armónico. Rozaba el metro cincuenta y el bombín lo elevaba otro palmo, naturalizaba la perspectiva desde la que poder mirarnos, a cierta distancia, a la cara. Él, demostrando su suficiencia, con su semblante burlón; yo, reprimiendo la aversión irracional que me producen su monóculo y su bajeza, su astucia y chabacanería.
–Los encuentros furtivos no tienen tanto encanto, Gilles. ¿No habría sido mejor que me invitaras a café?
No necesitaba ser más listo de lo que era; mantenía contactos en todas las esferas y a mucha gente a su disposición, nadie le intimidaba. Cultivaba vicios diversos, ese era su talón de Aquiles; gastaba, como dicen algunos, “a la romana”: dilapidando en un segundo los ahorros de meses. Jugaba a la lotería, su superstición era tal que consultaba a quirománticos y videntes. Prefería los números impares, a excepción de algunos como el nueve, que le resultaba menos grato que pares como el ocho. Leía la biblia, tomaba del Levítico, de Jueces y de textos extraídos de los libros de los profetas, los números para sus apuestas. Atribuía a los sucesos que ocurrían en sus sueños distintas combinaciones numéricas: si aparecía algún mal que lo acuciara y se tornara en pesadilla, le daba el trece; si se alargaba la angustia pero se solventaba felizmente, añadía el siete. Y le encantaba hablar de ello. Me contó que en los últimos carnavales, en febrero, intentó amañar la carrera de caballos sin jinete que se celebra cada año en el Corso. También era habitual su presencia en determinados lupanares de la ciudad.
–Llegas muy tarde, Enrico.
–Habrás esperado con gusto.
–¿Has vendido el Gentileschi?
–Ni recuerdo siquiera la última vez que bebimos juntos o me respondiste para vernos.
–Fue en la plaza de Trinità dei Monti: salíamos de una taberna, intentaste estafarme, te puse el cuchillo en el cuello, nos amenazamos, y después cada uno siguió su camino.
–Aquí tienes tu dinero –me dijo ofreciéndome una bolsita de terciopelo que abrí inmediatamente.
–¿Ves lo mismo que yo? –le pregunté irritado.
–¿No lo cuentas?
–Te pedí que me pagaras en francos, no en liras. Y las monedas son de nuevo cuño: “rey Vittorio Emanuele II, año de 1863”.
–Entrégame la pintura –me exigió y yo se la tendí–. No ha podido ser de otra manera, esta vez. Además no creo que estés en posición de exigir nada.
–Son de este mismo año, Enrico. De paso, ¿por qué no pagarme con escudos vaticanos? ¿Te acuerdas? La plaza Maub, por ejemplo; yo sabría aconsejarte hasta qué hora pasear, cuándo se vuelve peligrosa; podría recomendarte que cenaras en el restaurante de la Église de Saint-Merri los jueves y no durante el fin de semana, para compartir mesa con el mismísimo Víctor Hugo. Soy un buen parisino, debo serlo. Comportarme como tal.
–Sin embargo esa cuestión no es de mi incumbencia, elige entre lo que tienes y nada.
–¿Esta miseria me das por el cuadro? –le repliqué, deseando haber incurrido en un error en el recuento.
–Sería más, si hubiera dispuesto de días para confrontar las ofertas de un par de postores de confianza que inflaran la puja. Con tan poco margen, actué con precaución y esto es cuanto pude sacar.
–Trescientas liras por un Gentileschi de este formato es una ofensa, ¿cuánto te has quedado? Apenas nos cubrirá otro par de meses a Ludovico y a mí. Tres, a lo sumo.
–Te diré algo: si habitualmente colaboraras conmigo, ahora tendrías un círculo mayor de posibles destinatarios para tus pinturas; sin ver el lienzo ni fiarse de ti, en el tiempo que me diste, ¿qué esperabas realmente? En mi negocio es primordial ser paciente, Gilles, controlar el tiempo. Las cosas valen lo que alguien esté dispuesto a pagar por ellas, y no aparece el dinero cuando tú deseas.
–¿Es una lección? ¿Me das lecciones? Pues yo digo que el tiempo es una invención. Te contaré una historia que oí de un viajero. Sucede en un archipiélago del Pacífico, en una isla poblada por una tribu indígena bastante nutrida; cientos de hombres negros viviendo bajo tejados de palma entretejida. No se trata de un reducto virgen ni salvaje, ni de hábitos particularmente selváticos. Han mantenido contacto con occidentales, como prueba que aceptaran la presencia de este conocido mío. Los indígenas, según me contaba, eran ajenos a la noción del paso del tiempo. La cohesión de la comunidad se basaba en rutinas: repetían cada día acciones del mismo tipo que perseguían, por un lado, la supervivencia, y por otro el placer colectivo. Tenía ese pueblo mucho de libidinoso. Sólo distinguían entre el día y la noche, entre la juventud y la madurez; las etapas avanzaban como binomios indivisibles y para cada una tenían sus canciones, sus toques de percusión; y ritos iniciáticos para los tránsitos de la una a la otra. En las horas de luz todo giraba en torno a la comida, que cazaban, cocinaban y comían todos juntos. Durante la tarde preparaban un brebaje con raíces y tubérculos que fermentaban con azúcar y saliva. La noche, la dedicaban por entero a consumirlo; les incitaba a bailar, lo hacían alrededor del fuego. Y más tarde copulaban. Ninguno sabía exactamente cuántos años tenía ni se preocupaba por almacenar una memoria sobre el pasado o por resolver la incertidumbre futura. Era una constante: siempre así. ¿Sabes cómo entendió mi amigo francés que pensaban de esa manera, que eran felices? Su lengua; para saludar, preguntar qué tal, despedirse, desearse buen apetito e incluso decirse te quiero; para expresar la profunda emoción de todas esas acciones, empleaban una sola palabra cuya raíz significaba “vida”. No existía el tiempo, todo era vida. Con ligeras variaciones, gritaban “Ga’uyah” para el saludo o como sintonía recurrente, y “La’uyat” para expresar el sentido de “amar”. ¿Entiendes lo que intento transmitirte, Enrico? Todas nuestras costumbres son una construcción artificial, social; lo único real debajo de todo esto es nuestro egoísmo: tú defiendes tus intereses y yo los míos; yo reclamo lo que considero que me pertenece, el valor del Gentileschi que robé, y tú te aferras a tu ambición; y en un punto que supongamos intermedio, cerramos el acuerdo. ¿Estás intentando engañarme, otra vez, Enrico?
–Te repito, Gilles, que si hubiera estado en tu mano habrías optado por vendérselo a algún Conde u obispo, o a uno de esos mercachifles con los que tratas. Oh tú, hombre de mundo. Les habrías abrumado, tirando de anécdotas y palabrería para confundirlos hasta que cedieran. Pero no tuviste tiempo para eso y acudiste a mí: conmigo no funciona. Acepta el dinero y ríndete.
La historia era una falacia, una que contaba distinta cada vez que intentaba desafiar a otra persona. Pero, como ya sabía, nada le intimida al enano y no conviene enemistarse con él. De hecho, tenía razón, con el tiempo del que había dispuesto apenas sí se habría guardado una comisión para cubrirse las espaldas: mi insistencia no estaba justificada. Me podía el ansia; desde que desapareciera Cunningham me sentía inusualmente irritable.
–Me voy –le dije girándome–. A la una he quedado con Mario Brancaglia.
El rojo era intenso pero plano, sin matices excepto por el reflejo que se desplazaba al lado contrario al que hacía pendular la base de la copa. Me había sentado en una mesa de la taberna cercana al umbral de la puerta, podía desde dentro contemplar el agitado movimiento de la plaza. Aquella mañana estaba repleta de transeúntes que, sin ser conscientes los unos de los otros, se cruzaban en sus travesías. Carretas de caballos de tiros majestuosos llegaban y se marchaban tras abrevar en la misma fuente donde se paró el borrico; de sus alforjas descargaba el frutero sacos enteros de manzanas que colocaba en su tenderete. Un grupo de niños correteaba detrás de algunos perros callejeros, que huían más asustados que divertidos. En todas las bocacalles de acceso había mujeres con ramilletes en ristre que trataban de venderle flores a cada pareja que pareciera pasear bajo una sombrilla, o a las damas que vagaban con su séquito de sirvientas. Un hombre, barril al hombro, doblado por el esfuerzo, atravesó entre un corro de ociosos que conversaba; le reprendieron sin que éste prestara oídos, simplemente avanzó y entró en la taberna pasando a mi lado. Les servía el vino, aduje. Bebí despacio, sorbo a sorbo. Recordé de pronto mi encuentro con Ludovico en el estudio, la otra tarde, después de haber visto a Peppe. Las salpicaduras de sangre me habían empapado la camisa, había restos por toda la ropa. Calenté agua para lavarme, froté en la cara y el cuello; tuve que insistir con denuedo en las manos: entre los dedos y en las muñecas, donde se me había formado costra. Dejé luego las prendas a remojo y, cuando aprovechaba para bajar a buscar algo de comida, apareció él. Ludovico venía con el torso descubierto y su camisa, también teñida de rojo, en la mano. No dijo nada, me miró un segundo y desapareció para asearse. Me turbó; no solíamos –no lo teníamos por costumbre– pedirnos explicaciones. No habría, en otra circunstancia, contemplado inmiscuirme. Pero había esperado que estuviera aún durmiendo o que, si se hubiera marchado, hubiera estado distrayéndose; no que volviera ensangrentado. Justo ese día. Quería saber dónde había estado y así se lo inquirí en voz alta, yendo tras sus pasos hacia la bañera. Se desnudó y se sumergió en el agua fría sin responder, su piel mantenía un aspecto vítreo. Vi cómo miraba la palangana donde había dejado yo mi camisa untada en jabón de aceite, los hilos rojos discontinuos que navegaban por ella sin romper la tensión superficial. Seguía impasible, refregándose los hombros, estirando la espalda y relajando los músculos, mientras se lavaba.
–¿Cuánto le has sacado? –prorrumpió, para mi desconcierto.
¿Qué sabía? Y, más inquietante, ¿cómo lo había sabido? ¿Me habría seguido? Lo miré: estaba atento sólo a sus propios movimientos, a las gotas de agua al resbalar. Se giró y, antes de que abriera la boca yo otra vez, leyendo la incomprensión en mi rostro, me respondió:
–He estado donde Diana.
Esa fue toda su explicación, de ahí debí deducir que se había topado con Peppino cuando lo dejé herido. No estaba el capuchino, que había huido, para asistirle; y habría tratado de llegar hasta el burdel de Diana. Ludovico le habría atendido allí –¿lo habría hecho?, ¿era esa la causa de la sangre de la que se desprendía ahora?; no quise pensar en la otra posibilidad– y, al llegar a casa y verme, habría atado cabos y habría entendido cómo había ajustado cuentas. Le enseñé la pulsera de plata, de buen peso, y le conté que Peppe había estado al servicio de Lord Cunningham como cicerone; que había reconocido el marco que nos hizo. Que yo tenía razón.
–Te espero para que vayamos juntos a la buhardilla de Condotti, si te apresuras –le dije–. Aunque deberías acercarte primero a la casa de empeño, la que está entre la plaza de Spagna y la del Popolo. Con suerte, pagaremos hoy el plazo de nuestro alquiler en Franz antes del vencimiento.
El vino sabía amargo. Repasaba en silencio los cuadros en orden de la colección del banquero, musitando durante el ejercicio memorístico los versos de la Marsellesa: “Egorger nos fils, nos compagnes”. Pensaba al tiempo en quienes degüellan hijos y mujeres y en la retahíla de pinturas del XVI y el XVII de Mario Brancaglia. Di un último trago: había llegado la hora.
Golpeé la aldaba y un criado atento abrió el portón antes de que cesase la reverberación del último restallido. Dentro, la casa parecía tranquila, como si hubieran ya superado el nerviosismo del altercado, la incursión de Ludovico. Mario Brancaglia apareció por las escaleras y, sin bajarlas del todo, deteniéndose en el rellano, me invitó a seguirle. Anduve recatado, sin ahorrar en reverencias y manteniéndome siempre varios metros por detrás de él; actuando como si no tuviera grabados cada planta, cada pasillo, cada giro, desde el recibidor hasta la pinacoteca.
–Debería saber, Monsieur Brancaglia, que es un placer que me convoque, recibir notificaciones de su parte. Vendría de París solamente para atenderlas. Cada vez que entro en su palacio me impresiona, me parece más hermoso, sin que, como en Francia, esté su belleza sometida a las idas y venidas de la moda. Es, creo, una cuestión de luz, de la pervivencia de esta arquitectura atemporal.
–Muchas gracias, señor Ducray. También para nosotros es un privilegio poder contar con sus vastos conocimientos; en un momento tan difícil, su veredicto ayudará para calmarnos a todos.
Yo le alababa, señalaba a mi alrededor con un gesto amplio del brazo, con expresión declamatoria; y ya le había encandilado. En sus respuestas, la falsa modestia resultaba un pavoneo más soberbio que cualquier actitud natural que hubiera podido mostrar. Con un halago podía insertar a cualquiera de estos tipos en el anzuelo; más allá del tamaño del embuste, estaban siempre demasiado predispuestos a creérselo.
–Apresúrese, que nos espera arriba un compatriota de usted amigo mío y está solo.
–Vaya, ¿hay alguien más? ¿No seré el único representante de mi tierra? Menuda sorpresa –dije sintiéndolo de veras aunque intentando que no trasluciera cuánto me incomodaba.
No contaba con que hubiese otra persona con nosotros ni calibraba de inmediato en qué forma debía eso alterar mi interpretación. Un francés, uno auténtico.
–Nos acompañará en la visita mientras usted realiza las comprobaciones, si no es demasiada molestia. Le gustará, es un cronista al que conocí en Grecia hace un par de años. Ha estado mientras residiendo en Estambul, pero se vuelve a finales de julio a Francia para ordenar sus escritos e investigaciones.
–¿Por qué no le cuentas exactamente cómo fue? Si no llega a ser por mí hubiese comprado como originales varias ménades, esa del descansillo y otra en miniatura. Lo siento, estuve deambulando un poco, no tolero bien quedarme quieto –surgió por un costado, súbitamente, elongando una boca enorme para sonreír sobre la que lucía, recortado muy fino, un bigote. Me llamó la atención su moreno tanto como que vistiese un traje claro de lino–. Me llamo Bertrand Godric, enchanté. Et vous devez être l’expert en peinture de que Mario m’a parlé.
–Je suis Gilles Ducray, c’est un plaisir, mais s’il vous plait, c’est mieux retourner au italien pour ne pas offenser notre hôte.
El primer envite, la primera dificultad, había llegado pronto.
–De veras lo siento, tiene usted razón Monsieur Ducray. Espero no haber sido descortés, Mario, tan sólo me presentaba a su invitado.
–En absoluto, Bertrand. Les podría seguir en una conversación.
Eran ambos igual de petulantes: uno detentaba una posición preeminente y era consciente de ello y otro parecía más estar necesitado de engatusar a los de esa clase para mantener su modo de vida.
–Pues debo decirle, señor Ducray, Gilles, si me permite llamarle así, que aunque no me resulte familiar su cara, tengo el honor de contar entre mis amigos con una familia que comparte su mismo apellido; parisina, todos dedicados a una compañía farmacéutica y de químicos bastante próspera. ¿Está usted emparentado con ellos?
Me miraba compulsivamente: de abajo arriba, dando varias repasadas a cada sección de mí en que se fijaba. Su sonrisa excesiva desamoldaba el resto de sus facciones, parecía desencajado, observándome.
–Mucho me temo que no, ni siquiera tengo el placer de conocerlos. Me crié con un tío mío, un abate jesuita que me enseñó cuanto sé y me pagó los estudios de arte, hasta que pude valerme por mí mismo –dije recurriendo a una verdad a medias, para recobrar el sosiego.
–¿En qué parte de París vive usted?
–Vivía –le corregí–, hace tiempo ya que me mudé a una pequeña propiedad en Fontainebleau, sólo me desplazo a la ciudad por asuntos de negocios.
–¡Qué precioso lugar! Es usted afortunado. Y dígame, ¿qué opina de Roma? ¿Es de aquellos que la aborrecen por caótica o de quienes la estiman?
–Roma es mi casa –contesté rotundo, olvidando utilizar una afirmación más comedida: mi “segunda” casa, “como” mi casa; mi casa, dije solamente–. Supongo que viviendo en Estambul será mucho más difícil entablar esa relación con la ciudad, llegar a considerarla su hogar.
Busqué contraatacar para subsanar mi metedura de pata.
–Bueno, sí, está en lo cierto, parcialmente. Es en lo cultural muy distinta, más abrupta, más feroz. Hasta que superas las diferencias o te habitúas a ellas. Pero ¿sabe qué? Hay ciudades que despliegan una sensación de protección sobre el ciudadano que las habita, son sus madres; podríamos verlo aquí en Roma, en el Cairo, y, desde luego, en París, madre de toda Francia y de lo francés. Pues también Estambul, en mi opinión, posee ese magnetismo; conocerá las palabras de Napoleón: “si la tierra fuese un solo Estado, Estambul sería su capital”. Yo las suscribo por completo.
–Disculpen caballeros, pero creo que deberíamos continuar o no completaremos antes de la tarde aquello para lo que lo habíamos hecho venir, Gilles. Supongo que no tendrá mucho tiempo que perder. ¿Se acuerda ya en qué parte de la segunda planta se encuentran las salas con la colección? –interrumpió Mario al verse desplazado.
–Francamente, debo reconocer que la orientación no es uno de mis fuertes –volví a mentir–. Supongo que si las escaleras quedan ahora a nuestra espalda, el atrio debe estar allí –dije señalando al interior– y la galería, del lado Oeste. ¿Me equivoco?
–Ligeramente –sonrió el banquero. Casi todo es como usted dice, pero al contrario.
–Ligeramente –repetí–. Muy amable con su juicio, le sigo entonces.
Bertrand no se despegaba de mí, si se dirigía a Mario lo hacía escuetamente, y persistía fijándose en cualquier detalle de mi ropa o atendiendo a mis gestos. Nada más entrar en la primera sala tomé las riendas con desenvoltura. Agrupé la colección cronológicamente y por autores, tratando de mostrarme didáctico pero no cercano, buscando la iniciativa pero con equilibrio para no exponerme demasiado. A ambos les complació que me detuviera primero en un paisaje con molinos de viento de Brueghel; resalté un detalle escondido en el plano del fondo: antes del punto de fuga, en un cielo muy azul había una figura –más bien media, una cabeza con cuello y un brazo, sin atar a ningún cuerpo– superpuesta a un carro, como si tirara de él. Comenté una anécdota jocosa al respecto de sus superpobladas pinturas y seguimos adelante. Colocaba la mano izquierda con el dorso extendido y el pulgar hacia fuera, encuadrando la pintura antes de acercarme hasta que percibía el olor del barniz. Asentía, como única aprobación, y pasábamos al siguiente.
Era costumbre –una convención arraigada en los palacios romanos, una influencia de París que no acababa de compartir– amontonar los cuadros en cuatro salones, aunque para ello tuvieran que subir los de menores dimensiones a alturas en las que resultaban inapreciables. Cubrían todo el espacio de las paredes con ellos como si fueran simples teselas de un mosaico, deshaciendo el hechizo de la unicidad de cada composición. Mi Gentileschi –el que Ludovico colocó en detrimento del original de Orazio, que acababa de cambiar de manos– estaba en el siguiente salón, me recordé. Antes de llegar habíamos estado ya ante un par de Caravaggios, un Tiziano y el episodio de la Eneida con la muerte de Dido de el Guercino, probablemente uno de mis favoritos, a pesar del mal estado de los pigmentos. Bertrand llevaba consigo un cuaderno pequeño, una libreta con las tapas de piel endurecida que sacaba en cada ocasión en que yo amagaba con detenerme; retiraba la cinta elástica y arrimaba la punta de grafito al papel. Tomaba buenas notas –las leí de reojo–, no perdía detalle. La abría y cerraba a intervalos cortos, no habría merecido la pena taparla ni buscar el hueco del bolsillo para guardarla por esos nimios lapsos, pero así lo repetía cada vez. Era una colección deliciosa, ciertamente bien escogida; el banquero Mario Brancaglia nos acompañaba henchido, como si nuestra presencia ante esos muros fuera una celebración de sí mismo.
Cuando lo vi colgado mi primera intención fue asentir y continuar, acelerar los trámites, ahorrar segundos y mirar teniendo cuidado de pensar en otra cosa. El reconocimiento altera la percepción, –no podía observarlo como otro objeto más de análisis, sin que influyera haber sido el autor– y temía que si me quedaba mucho delante, los otros pudieran ver lo que yo veía: mi entresuelo con pinceles, los dos caballetes, todo el proceso desde el bosquejo y los primeros trazos hasta que Ludovico lo colgó en su pinacoteca. Pero, si quería pasar desapercibido, ese cambio habría sido lo sospechoso. Repetí el ritual con Bertrand pegado a mí, con su cabeza tras mi nuca, escociéndome su aliento.
–Sé que voy a poner de manifiesto mi propia ignorancia pero, ¿de quién es ese cuadro? Tiene algo que me llama poderosamente la atención.
La voz del francés, a mi espalda, me produjo un escalofrío que pude disimular.
–Mirad –continuó diciendo–, el cuerpo de David tiene una luz muy blanca, la anatomía bien definida. Es una imagen compuesta de manera meticulosa: la piel de borrego, la túnica remangada por el codo; muy armónica. Definitivamente clásica. Pero luego el fondo es difuso, más oscuro. Diría que todo parece en su sitio, pero encuentro algo, no sé el qué, sobresaliente. Como si los colores se conservasen aún recientes. ¿Veis la expresión de su cara? No creo que esté reflexionando sobre lo que acaba de hacer, sobre lo que significa haber matado a Goliat. Más bien pareciera padecer un profundo hastío. ¿De cuándo es?
–Yo no sé mucho más que usted, Bertrand. ¿Qué puede decirnos al respecto, Gilles?
–Segunda mitad del siglo XVI. Orazio Gentileschi, el autor, nació alrededor del año sesenta y murió en Inglaterra en el primer tercio del XVII. Fue otro más de los seguidores de Caravaggio, aunque mucho menos osado, más clásico, como bien ha apuntado nuestro compañero. Tuvo una hija, Artemisa, también pintora.
Los datos biográficos me servían para meditar qué aducir después. Su observación me resultó insólita. ¿Sería verdad? ¿Qué había visto en el cuadro? La copia era perfecta, no creo que hubiese podido distinguir el desgaste del óleo en el original de cómo lo había simulado yo con el rodillo; mantuve los matices hasta los límites de lo posible. Probablemente me habría notado vacilar e intentaba ponerme a prueba, pensé; formaría parte de ese juego suyo para medirme, el mismo al que me llevaba sometiendo desde que nos presentaron. Yo no podía dudar ahora.
–Y la verdad es que no hay mucho más que se me ocurra señalar –seguí–, nada interesante. Lo que usted recalca: la vivacidad, la juventud del color; se debe casi con toda seguridad al fijador del pigmento, usara el que usara, pormenor en el que no me aventuraré, y a un barniz excesivamente brillante. La psicología de las expresiones es uno de los fallos comunes, el reto de muchos genios de este arte. Probablemente se dejase llevar por la del modelo (si lo hubiere), se contaminase de la faz que retrató. En algunos casos ocurre también como resultado de copiar los ademanes de otros ejemplos de mismas representaciones iconográficas; de esta forma a veces fracasan, dado que no terminan de encajar ambas imágenes. Es un asunto complejo.
–Me parece mucho más moderno, me da esa impresión. Y lo digo como algo positivo.
Seguimos adelante, avanzaba dejándome llevar por la prisa –eso tenía que parecer–, aprovechando la incomodidad que empezaba a notar en Mario Brancaglia, que ya se había aburrido de la visita. Godric se quedó atrás, a un par de metros de nosotros, permaneció frente al cuadro. Lo escrutaba sin moverse hasta que se acercó y enderezó el marco. Estaba torcido, inclinado ligeramente a la derecha. Se percató, el muy bastardo, y lo colocó sonriéndome, prolongando mi alarma.
–Su colección es maravillosa, monsieur Torlonia, igual que hace unos días. No debe usted preocuparse por ella; no hay ningún daño, ninguna falta. No se ha devaluado un ápice.
Un criado había salido a recibirnos en la entrada con una bandeja de aperitivos y tres copas de vino –blanco, esta vez– y se había retirado tan pronto dimos cuenta de todo. No había almorzado y el estómago comenzó a rugir.
–Muchas gracias, es tranquilizador que usted lo certifique, un verdadero alivio. Aunque ya supusiéramos que no había corrido ningún riesgo. Pero ya sabe, cuando tienen lugar hechos así de desagradables, uno debe ser cauto; más aún si no conseguimos atrapar a los ladrones. No entiendo el sentido del robo, me preocupa la seguridad de mi familia. Seguro que me comprende: un hombre como yo no puede tolerar que vulneren la seguridad de su familia.
Salimos más tarde de las tres. Bertrand, que insistía en acompañarme, y yo. Pasé la plaza de Capo di Fierro, que continuaba igual de transitada, y Campo dei Fiori en dirección a Navona, con la única intención de dar un rodeo para que Godric no pudiera situarme, saber dónde vivo. No se separaba de mi lado, paré varias veces en algunos de los puestos que rodean el perímetro de la plaza a curiosear la bisutería y las especias a la venta; él no dijo nada. Finalmente, harto ya, tomé asiento entre la multitud de personas que descansaba bajo el obelisco de la fuente de Bernini, la de los Quattro fiumi. Allí me abordó:
–Supe que no eras francés desde el principio. Hablas muy bien, Gilles, pero no deberías exagerar tanto la fonética. Anótalo. ¿Te puse nervioso, verdad? Sobre todo con aquel cuadro de Gentileschi. Lo cierto es que no consigo entender aún qué es lo que te traes entre manos, cuál es tu negocio; podría hacerme una idea, pero no estoy seguro. ¿Sabes? Eres intrigante, Ducray; sí, un hombre intrigante. Tranquilo, yo no diré nada: en lo que a mí respecta, eres un amigo. De París, por supuesto –volvió a sonreír.
***