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Mientras tanto¡Hurra por Vizcaíno!

¡Hurra por Vizcaíno!


 

El Departamento de Escritura y Ciencias Teatrales de la Real Escuela Superior de Arte Dramático (RESAD) tuvo el pasado 28 de abril el buen tino de rendir homenaje a uno de los grandes profesores que en las últimas décadas han impartido clase en esa institución, Juan Antonio Vizcaíno, porque el hombre ha decidido jubilarse. He sido colega de Juan Antonio en el ejercicio de la crítica, él en La razón y yo en ABC. Me considero su amigo y conozco la amplitud de sus saberes y la variedad de sus dedicaciones, su inquietud, su inventiva inagotable, su buen gusto plástico y la elegancia de su carácter, desprendido y signado por una rara ironía que a veces puede parecer un punto displicente y no es sino muestra de su inteligencia y, a la postre, una forma de deferencia juguetona y cariñosa para quienes se relacionan con él.

Las personas que organizaron el homenaje, con Daniel Sarasola a la cabeza, tuvieron la ocurrencia de invitarme a participar en él para que hablara de Vizcaíno como crítico. Y esto es lo que dije en la sala de profesores de la RESAD, donde se celebró el emotivo y plural acto con múltiples participantes con más méritos que yo. Historia de una envidia inagotable es como decidí titular mi intervención, que reproduzco a continuación por si a alguien le interesara leerla: 

El aún recordado y muy peculiar crítico cinematográfico Alfonso Sánchez, de voz tan característica que, a causa de una enfermedad pulmonar, convirtió en seña personal, solía referirse a sus compañeros de profesión como “colegas y sin embargo amigos”, como si fuera muy extraño compatibilizar ambas categorías en según que sectores profesionales. Pues bien, yo me considero colega y sin embargo amigo de Juan Antonio Vizcaíno y les voy a contar la historia de una envidia inagotable.

Confieso que siento envidia sana, espero, por sus múltiples conocimientos y la singular eficacia y calidez con que los transmite. Por ejemplo, su especialización en el teatro de títeres y el gestual y, singularmente, el oriental, sobre el que ha escrito, y mucho, por ejemplo en el Manual de dramaturgia coordinado por Fernando Doménech en 2016, en el que su texto, sin hacer de menos a los escritos por José Cruz, Julio Escalada, Ana Fernández Valbuena, Ignacio García May, Nieves Martínez de Olcoz, Yolanda Mancebo, Itziar Pascual, Yolanda Pallín, Daniel Sarasola y el propio Doménech, tiene doble interés por lo poco habitual que resulta que voces tan autorizadas como la suya se ocupen de ese universo fascinante y lejano, aunque cada vez menos gracias a especialistas como él.

Envidio también que fundara en 1982 una publicación tan hermosa, singular y profunda como la revista teatra, en la que participaron queridos amigos como Alfonso Armada, Ignacio García May, Ernesto Caballero y Javier Vallejo, entre otros, gente que ama y practica el teatro y que quisieron hacer, como se subraya en la página web correspondiente, más que una revista, una puesta en escena impresa en la que todos los números pudieran ser, a su manera, representables. La aventura culminó en 2002 con un número dedicado precisamente al teatro oriental. No conozco hoy ninguna publicación ni remotamente parecida por su ambición, belleza, calidad y alcance. Cómo me habría gustado haberme sumado a la iniciativa.

Juan Antonio Vizcaíno en sus años jóvenes

Envidio también, y sobre todo, ustedes lo comprenderán, la forma elegante, precisa y documentada con que ha ejercido la crítica durante tantos años. En su momento, cuando leía sus textos en La razón, por ejemplo, siempre me sorprendían matices que yo no había sido capaz de singularizar en mis críticas en ABC, la profundidad y justificación de los juicios emitidos y su equilibrio, su estilo sin saña ni sarcasmos innecesarios, y la justicia que imperaba en esos escritos.

Más recientemente, por motivos profesionales, mientras preparaba las memorias del productor teatral Juanjo Seoane publicadas por Antígona hace unos meses, he revisado un buen puñado de críticas de Vizcaíno y, más allá del interés concreto sobre algunas de ellas, me he sorprendido engolfándome en esos textos tan sensatos y brillantes, recordando espectáculos, detalles, vida vivida. Y compartida.

He escogido un fragmento del texto que dedicó, en su blog El meteorito del teatro, a una obra estrenada en el Teatro Alcázar el 22 de enero de 1999 por lo que tiene de raro de que un crítico alabe el trabajo de un productor teatral y por su prístina valoración de la escritura de Alejando Casona, gran autor cuya diáfana tensión poética está sin dura periclitada en estos tiempos. Y también por la actualidad de su visión del teatro privado, que hoy seguramente será más pesimista. Hélo aquí:

“Antes que nada, hay que agradecer al productor Juanjo Seoane su amor y su fe en el teatro, pues una producción de las características de Los árboles mueren de pie, (procedente del teatro privado que no institucional), es poco habitual en las fórmulas actuales de inversión teatral, donde el riesgo y la inversión económica en espectáculos suele ser cada vez más cicatera. Los diez actores que forman el elenco de este montaje ayudan con lo mejor de su oficio a que el público disfrute de una buena sesión de teatro, de las de siempre. Uno de los secretos del éxito teatral es tener en cuenta al público al que uno pretende dirigirse, y en este sentido el objetivo está ampliamente cumplido.

Alejandro Casona escribió un teatro para ser oído o leído, más que representado. Hay que subrayar la importancia que tiene la palabra en las obras del autor asturiano. Su verbo y su reflexión hechizan al público que se queda como hipnotizado, o concentrado en el discurso que desgranan con gran sencillez y profesionalidad los actores. Los bellos parlamentos que escribió Casona en sus obras, interesan, y hacen pensar al público, pero sobre todo le hacen sentir. El teatro de Casona ha sido minusvalorado por algún sector de la crítica, precisamente por su gran emotividad. Pero hay que reconocer que consigue transmitir diáfanamente al público lo que los personajes piensan o sienten.

Hay que destacar la bella escenografía de Alfonso Barajas que da un tono impecable a la representación. Escenarios como los suyos, se ven ya pocos en el teatro actual. Asistir a esta representación es como entrar en un reciente túnel del tiempo y conocer directamente el teatro como se ha hecho siempre».

Vizcaíno por partido doble, fotógrafo y fotografiado en una imagen reciente (Foto: Corina Arranz)

Recuerdo también que participamos en una mesa redonda sobre crítica teatral que tuvo lugar, creo, que me corrija si no es así, en la antigua Sala Olimpia, hoy Teatro Valle Inclán. No logro precisar el año. Fue hace bastante tiempo ya. Mientras los demás, con el ceño crítico fruncido, como corresponde a personas respetables y severas, nos enredábamos en abstrusas disquisiciones sobre el hecho teatral y su forma de abordarlo en un breve texto periodístico, Juan Antonio nos sorprendió a todos evocando lo molesto que resulta durante una representación que alguien desenvuelva un caramelo (los móviles no eran entonces tan omnipresentes como hoy). Fue una intervención deliciosa, detallista, oportuna, que ilustraba mucho más sobre los avatares de una representación y las reacciones del público que lo que habíamos dicho hasta ese momento los sentados en esa mesa redonda que, como suele suceder, era rectangular. 

Quiero terminar mi porción de homenaje a Juan Antonio subrayando su empeño de casi una vida, en el que logró aunar vocación pedagógica, conocimientos teatrales e históricos, capacidad de trabajo, claridad expositiva y una admiración irrestricta: su libro dedicado a la intérprete y profesora Adela Escartín (1913-2010), subtitulado Mito y rito de una actriz, publicado por Fundamentos en 2015. El que es posiblemente el más devoto de los alumnos que tuvo Adela, Vizcaíno, combina fervor y rigor para rescatar la huella de esta mujer irrepetible, recorriendo el itinerario fecundo que la llevó desde su Gran Canaria natal a Madrid, Nueva York (allí recibió clases de Erwin Piscator y Stella Adler), La Habana (donde dejó huella imborrable de su magisterio interpretativo y didáctico) y de nuevo Madrid, de cuya labor en la RESAD es fiel reflejo esta estupenda monografía, que es a la vez biografía y memorias. En ella se recuerda, tomen nota, que para la gran pedagoga escénica “actuar es como escribir en la arena y en el agua” y así lo transmitió a alumnos entre los que figuran los nombres de Blanca Portillo, Yolanda Ulloa, Rosa Savoini, Anne Serrano, Ione Irazábal, Pedro G. de las Heras, Daniel Sarasola, Sonia Grande, Pietro Olivera, Juan Antonio Vizcaíno y muchos más. 

Revelador su juicio sobre su profesora, que explica su propia trayectoria personal: “Adela no sólo enseñaba a ser mejor actor, sino, también, mejor persona; que es lo que distingue a los maestros de los profesores; aunque ella tampoco con eso tenía suficiente. Conseguía (como sólo puede hacerlo una madre) que sus alumnos fuesen más distinguidos, más cultos, más elegantes y –en definitiva– más interesantes; tanto sobre la escena como en su vida corriente”.

Yo creo que nuestro querido Juan Antonio también lo debe de haber conseguido aquí, en la RESAD, el mismo lugar donde aprendió de su gran maestra.

 

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