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Hurtado de Mendoza y el Lazarillo

 

A raíz de la entrevista concedida por la paleógrafa Mercedes Agulló a El Cultural de El Mundo, vuelve a reabrirse una vez más el debate, nunca cerrado, sobre la autoría del Lazarillo de Tormes. Cuenta la investigadora que hace unos cinco años, mientras trabajaba en el inventario del humanista y cosmógrafo de la corona don Juan López de Velasco, se encontró con un impresionante lote de documentos pertenecientes a don Diego Hurtado de Mendoza y que, poco después, vio “al lado de una copia de Las guerras de Granada y otros papeles de la hacienda de Carmona”, dos líneas en las que se podía leer: “un legajo de correcciones hechas para la impresión de Lazarillo y Propaladia”.

       Debo aclarar que este legajo, de existir, sería de valor incalculable para futuras ediciones del Lazarillo -y quién sabe si también para la cuestión de la autoría-. Pero si, como es de presumir, lo más que tiene que ofrecernos la investigadora es el dato escueto de haber encontrado estas dos líneas “al lado de” los papeles de don Diego, me temo que la cosa no pasará de ser una mera curiosidad. Pues si Velasco era el albacea del aristócrata, además de editor del Lazarillo castigado, ¿qué tiene de extraño que su inventario testimonie uno y otro hecho? Desde luego no parece prueba suficiente para atribuirle el librito anónimo a nadie.

       La paleógrafa puede argüir que el legajo está “al lado de” los papeles de Mendoza, pero, según yo lo veo, la mayor o menor cercanía entre Mendoza y el Lazarillo debe medirse, no por esta coincidencia espacial de “cajones” y “serones” dentro de un mismo inventario, sino por el grado de coincidencia verbal existente entre su corpus y el texto anónimo.  Y aquí, la distancia es ciertamente sideral, como ya viera y dejara dicho, hace más de un siglo, el hispanista francés Morel-Fatio.

Diego Hurtado de Mendoza       La atribución a don Diego Hurtado de Mendoza no es precisamente novedosa. Se remonta nada menos que a principios del siglo XVII cuando dos bibliófilos belgas adujeron en sendos catálogos en latín que el Lazarillo lo podía haber escrito don Diego. Muy pronto otro erudito español, Tamayo de Vargas, se haría eco del dato -“comúnmente se atribuye este graciosísimo parto al ingenio de D. Diego de Mendoza”-. Y poco después, Nicolás Antonio, quizá el más grande bibliógrafo español, también daba cuenta de ello en su monumental catálogo, así como de la también posible autoría del padre Juan de Ortega, hecha también a principios de ese siglo (Biblioteca hispana nova, Madrid, 1783, t. I, p. 291).

       Nicolás Antonio no se pronunció a favor o en contra de ninguna de las dos atribuciones, pero durante buena parte del siglo XIX, por motivos seguramente comerciales y quizá por la fama que rodeaba a Mendoza como escritor de burlas, fue muy habitual publicar el Lazarillo con su nombre en la portada.

       Tras el estudio seminal de Morel-Fatio, el nombre de Mendoza se esfumó de futuras ediciones y el Lazarillo volvió al anonimato, sin que desde entonces hasta ahora las varias intentonas por buscarle progenitor al libro hayan prosperado ni poco ni mucho. 

       La primera atribución moderna, curiosamente, partió del propio hispanista francés que, como quien no quiere la cosa, había dejado caer el nombre de los hermanos Valdés al esbozar el posible círculo donde habría surgido el librito. Por los mismos años, otro erudito, don José María de Asensio, se encontró con un entremés del jurista toledano Sebastián de Horozco, en el cual aparecía el personaje de Lázaro como destrón de un ciego y, por ahí, vino a concluir que Horozco podía ser el autor del Lazarillo.

       Estas dos conjeturas, hechas a finales del siglo XIX, se fueron retomando a lo largo del siglo XX con fortuna variada. Márquez Villanueva desarrolló la hipótesis de Horozco con una batería de ejemplos y concomitancias nada despreciable, mientras que otros hicieron lo propio con uno u otro de los hermanos Valdés, hasta llegar a Rosa Navarro, quien defendió bizarramente, en el sentido clásico y en el anglosajón, la candidatura de Alfonso de Valdés.

 

 

       Hace unos ocho años yo, por mi parte, quise ver en Cervantes de Salazar al posible autor gracias a una serie de coincidencias verbales y temáticas que encontraba entre su corpus y el texto del Lazarillo. Otros datos externos también me habían llamado la atención. Su origen toledano, su humanismo cristiano, sus amistades… En especial, me impresionó, como ahora a Mercedes Agulló, el hecho de su estrecha relación con López de Velasco y, más aun, la existencia de varias cartas que Velasco le había mandado a Cervantes en 1573, precisamente el año de la publicación del Lazarillo castigado. Todavía recuerdo la emoción que sentí al leer, en una de las cartas, el ruego del cosmógrafo a su viejo amigo por terminar sus escritos, para que así su nombre no quedara “en tinieblas”. 

       En los estudios de atribución, el dato externo tiene, todavía hoy, bastante más valor, por lo general, que las correspondencias internas que puedan detectarse entre el texto en cuestión y el corpus del autor propuesto. Un documento notarial, el testimonio de un familiar en un testamento o un acróstico que revele el nombre del autor suelen ser pruebas poderosas. Desde luego, si Mercedes Agulló hubiera leído, en esas dos líneas, la confesión de la autoría del Lazarillo de puño y letra de don Diego, o incluso de Velasco, creo que sí podríamos estar hablando de un descubrimiento importante…

       Importante, sí, aunque desde luego no decisivo, al menos para mí, pues en mis muchas horas dedicadas al cotejo de obras de un mismo autor he comprobado que existe una característica universal, casi una ley, que consiste en que todo texto dentro de un corpus individual, especialmente si está escrito en un mismo registro, ha de compartir con los otros textos todo un rimero de coincidencias verbales, lo cual no se da, ni por asomo, entre los escritos de Mendoza y las dieciocho mil y pico palabras del texto anónimo publicado en 1554.

       No es que con ello crea, ni mucho menos, en la existencia de un ADN del lenguaje. La lengua no es parte de nuestra biología, sino un sistema de comunicación de unidades discretas que cada individuo va archivando a lo largo de su curso vital en virtud del entorno lingüístico que le ha tocado en suerte. Hablamos y escribimos dentro de las coordenadas de nuestra comunidad hablante. Nadie genera el lenguaje por su cuenta ni crea palabras ex-nihilo. Ahora bien, tampoco hay nadie que memorice ni combine las palabras exactamente igual a otro. Estamos condicionados por nuestro entorno, pero también por la peculiar forma en que organizamos nuestra forma de expresión. De tal manera que es muy difícil, por no decir imposible, que dos textos de más de diez mil palabras originados por un mismo agente dejen de compartir entre sí un mismo repertorio de expresiones comunes y, aquí o allá, alguna combinación singular sin equivalente en otro sitio.

       Si yo rechazo de plano la atribución de Mendoza no es sólo por encontrar endebles las pruebas externas que se presentan, sino, sobre todo, porque los textos de Mendoza -sea La Guerra de Granada, sean sus poemas o la traducción a la Mecánica de Aristóteles- apenas ofrecen frases o expresiones comunes con el Lazarillo y, menos aun, combinaciones raras o únicas. El estilo o los temas bien pueden diferir, pero es impensable una falta total de correspondencias al nivel morfológico en textos de un mismo autor.

       Permítaseme terminar, pues, con un experimento parecido a alguno de los varios que echaron por tierra mi querida y trabajada atribución a Cervantes de Salazar. El experimento es muy sencillo. Si, como pienso, el repertorio verbal de un hablante tiene un número finito de expresiones que se repiten, bastará una lista de todos los adverbios terminados en –mente extraídos del Lazarillo para determinar el grado de cercanía existente con respecto al corpus de Mendoza.

       Así, contabilizo en total 24 adverbios, descartando los repetidos. En el corpus de la Real Academia (CORDE) Mendoza tiene, entre otras obras, su colección de poesías, La guerra de Granada y la traducción a la Mecánica de Aristóteles. En total, unas 125.000 palabras. Pues bien, al llevar a cabo el cotejo, rastreo solamente seis coincidencias. En comparación, Cervantes de Salazar obtiene más del doble, 15.

 

 

       Se podrá alegar que la Crónica de la Nueva España dobla en número el corpus de Mendoza, pero, así y todo, Mendoza obtiene un resultado muy pobre, especialmente si lo comparamos con otros autores. Así, por ejemplo, la traducción de El cortesano de Boscán, con el mismo número aproximadamente de palabras que el corpus de Mendoza, alcanza nada menos que diecinueve incidencias, mientras que Coloquios de Palatino y Pinciano de Arce de Otálora llega a dieciocho, si bien es verdad que con más del doble de palabras.

       El Lazarillo repite hasta cinco veces la palabra “mayormente”. Mendoza tiene sólo un caso en un poema aislado, mientras que falta en sus dos obras en prosa. Igual de sorprendentes son las ausencias de “verdaderamente”, “ciertamente”, “razonablemente” o “injustamente”. Más normal es que falten “desatentadamente” o “regladamente”, y otras como “ruinmente” o “limpiamente”, pero el hecho de que no haya un solo adverbio raro procedente del Lazarillo que esté presente en el corpus de Mendoza resulta sintomático. 

       Podría continuar, pero será mejor reenviar al lector al otro trabajo mío que se publica en esta misma revista. Entretanto, concluiré con la siguiente aseveración. El autor del Lazarillo no se encuentra escondido en ningún inventario, sino en el inmenso entramado de textos que forma la Web. Si alguien no me cree, escriba, sencillamente, la frase “a este propósito dice Tulio” en el campo de búsqueda del corpus de la Academia y empezará a tener algunas de las claves de quién puede ser su autor.

 


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