La persona es la máscara. Empezó así. No en el teatro griego. En la existencia. Si el primer vestigio de civilización (Margaret Mead) sería la fractura de un miembro, reducida -alguien protegió y cuidó a esa persona con una pierna rota hasta su curación, en el mundo animal eso es la muerte-, el ser humano lo es con el primer visaje, para engañar, para seducir, para aterrorizar. Con timidez: no sabe si le va a salir bien. Los dientes que el animal muestra, feroz, son suyos; lo que exhibe el guerrero, su mueca, es un disfraz. Es una máscara. Fingir lo convierte en persona. El rostro está para eso: para que alguien nos tome por lo que igual queremos ser, pero no somos.
Bajo la mascarilla el juego es más difícil. La expresión está en los ojos. También y no del todo. Te tienes que saltar la mascarilla. Aunque es cierto que, con ella, empezamos ya a reconocernos: “¡Caramba! ¡Hola, Julita!”, no sabemos seguro si Julita sonríe, está enfadada, o finge que sonríe o que se enfada. Necesitamos la cara de Julita. La que lleva.
La mascarilla no es la máscara elegida: es la máscara impuesta. Para imponerle a alguien una máscara, los cirujanos, las enfermeras, maestros fumigadores, personal de serrería, pasteleros y otros las llevan hace mucho, para imponerle a alguien una máscara hacen falta razones, aparte de las obvias: contaminación del alimento, peligro de contagio, proteger tus pulmones ante agentes externos. Insolidaridad y estupidez (y normas laxas) las de quienes se nieguen a su uso. Pero, ¿y si nos ponen una máscara únicamente por taparnos la cara? “Por tu bien, que a mí me duele más”.
Máscaras raras en el cine de máscaras.
MÁSCARA IMPUESTA
La máscara de hierro. Henri Decoin. 1962
¿A quién quieren hurtarnos debajo de la máscara de hierro? ¿En qué molesta? Sabemos que a quien se quiere dominar o a quien estorba se le pone una máscara: es un negro, un amarillo, un indio, un gitano, un judío, un moro, una mujer -que no tiene cerebro-, un niño, una rebelde, un rojo y, sólo por nombrarlo, se le anula. El nombre es el más eficaz de los disfraces que se le hacen al otro. Matarlo y ya no sirve. Cosificarlo y puedes hacer con esa no-persona lo que quieras. Matarla, finalmente, si piensas que no sirve para nada. Negros, chinos, mujeres, los niños por supuesto, sirven siempre, excepciones aparte, que habrá que erradicar. O sirven mientras sirven y para lo que sirven. Los chinos, por ejemplo, hasta que se quiso descubrir que al obrero blanco del ferrocarril le quitaban el trabajo. ¿Y el indio americano, el judío de calle, el gitano, el moro de patera, el tonto, el invertido, la que no se acomoda, el insurrecto? Depende del lugar y del momento. Y de que no molesten. A quien pusieron la máscara de hierro, molestaba. Aunque no es lo mismo molestar desde una posición acomodada.
Para el Hombre de la Máscara de Hierro se han propuesto varias identidades, entre ellas un hermano de Luis XIV, el general Vivien de Bulonde (ahí parece que las fechas coinciden) y el propio D’Artagnan de Los tres mosqueteros, que lo fue, leo, en su existencia real, del Cardenal Mazarinos.
Henri Decoin, a D’Artagnan, que en Dumas lo detiene, lo llama en auxilio del Hombre de la Máscara de Hierro. Si fuese el D’Artaganan del tercer supuesto, D’Artagnan el Hombre de la Máscara de Hierro, vendría a liberarse a sí mismo. Lo que no es mala hazaña. Dice Voltaire, sobre El Hombre de la Máscara de Hierro, que le alojaban bien, el alcaide de la prisión iba de vez en cuando a verlo, vestía ropas finas y no se le negaba nada. En cualquier caso, siempre, para que te persiga la Justicia, mejor ser uno de ellos.
Perseguir la justicia es otra cosa.
MÁSCARA PARA EL BIEN
La cara no soporta vernos hacer el bien.
El signo del Zorro. Lewis R. Foster. 1958
Artículo de primera necesidad, un justiciero enmascarado. Que nos venga, que repara el mal que nos han hecho, que castiga a quienes nos lo hicieron. Si alcanzamos la madurez cuando aceptamos que no podemos gustar a todo el mundo, el paso a la sabiduría se da con el descubrimiento de que el bien no produce beneficios. Muy al contrario. El malo siempre gana. Siempre está ahí, encima de nosotros. Es más: el malo tonto, quien, por hacer el mal, es capaz de perjudicarse hasta a sí mismo (Carlo Maria Cipolla), es el que más y más deprisa sube y quien más tiempo permanece en el cargo. Perjudicarse a sí mismo no lo logra. Generalmente, no. Por tonto. Por lo mal que lo hace. Perjudicar a los demás, cada minuto. Y detener el curso de las cosas. Corromper, estorbar, arruinar, cuanto toca. España va despacio porque los tontos malos se meten en sus ruedas. Tu jefa. El encargado de tu planta. Tu vecino. La persona que viene a hacer la obra sin el conocimiento, sin la dedicación, sin la honestidad que se requiere. Te armaga el día a día. La cotidianeidad. Pero el mal está muy por encima de ellos. Es el magma en el que esa gente medra. Ese empezar siempre todo desde cero, porque el primer cuidado de quien llega a un puesto de responsabilidad es destruir todo lo que se encuentra, eliminar lo que logró quien le haya precedido. Ese nunca prever. Ese “después de mí, el diluvio. ¿Voy a empezar algo para que otro lo aproveche?” Contradicción: no pasa. Viene el nuevo a borrar. Nunca la cosa en sí, nunca el progreso, nunca lo que hay que hacer sencillamente porque hay que hacerlo bien. “Cuando llegué a la empresa, cada directivo elegía como segundo, para que no le hiciera sombra -eso es hacerlo bien-, otro más tonto que él. En la empresa llevo ya dieciséis años. Así que voy por la quinta generación de directivos”. La empresa es el país. Igual que en casa. ¿No es para sacarlos a la calle a bofetones? Eso lo hace el Justiciero Enmascarado.
En El signo del Zorro Tyronne Power le tira los tejos a Basil Rathbone. Antes, después, el Zorro se seguía batiendo. Para el cine, película a película, la máscara del Zorro ocultaba unos rasgos seductores. La belleza se ampara en el misterio.
Zorro. Ducio Tessari. 1975, con Alain Delon
La gira turística hecha a golpe de espada, tan frecuente en las escenas de duelos. Calle, habitación tras habitación, sobre una mesa, escalera, la torre del castillo… Algo más inusual, la panoplia de armas: antorcha -ésta es un clásico-, lanza, hacha. El entusiasmo del pueblo. Y el Zorro ubicuo, que tan pronto está allí arriba como fuera, a caballo.
El duelo final, enfrentándose al malo Stanley Baker, bastante larga y de no muy buena calidad la imagen, muestra, por ejemplo, que a Alain Delon la máscara no le sirve para nada. El antifaz lo deja como estaba. Igual que a Tyronne Power. El antifaz sirve a quien sabe que lo lleva: tu cara, que no soporta verte hacer el bien. De cara a los demás, al menos en el cine, el antifaz no engaña.
Para Fantomas, donde Jean Marais deja la espada, la máscara es mejor.
Fantomas. André Hunnebelle. 1964
La careta para hacer el mal es una afirmación.
MÁSCARA PARA EL MAL
En el mal estamos más a gusto. No nos avergüenza hacer el mal. El bien es para quien no se atreve a causar daño, por miedo a recibirlo. El bien es de cobardes, de tímidos, de tibios. No hay hombría en el bien. Con la femineidad, la cosa cambia. Pese al prestigio de la mujer fatal: para verla de lejos, para soñar con ella, para fantasear. El cine, que está hecho a la medida del macho de la especie, no nos casa con ella. Nos casa con la ingenua tontita. La mujer fuerte siempre paga su precio, es librada a la Justicia, ejecutada a veces, rechazada en el último momento. Como en la vida real, que está también hecha a la medida del macho de la especie.
Corazón loco. Antonio Machín
De desahogo extramatrimonial, la otra. Estos versos: “una es el amor sagrado, compañera de mi vida y esposa y madre a la vez” junto con “la honra de la mocita -ni más ni menos, ni más ni menos- se ensucia y no brilla más”, son la historia universal de la infamia. Es la mujer: haber nacido hombre. Por el contrario, el chico malo, en la vida real, tiene clientes. Nos casamos con él, dejamos que nos pegue porque ahí se demuestra que nos ama, celebramos sus desaires, sus miserias, incluso sus traiciones. Con frecuencia, hasta que la muerte nos separe. En la calle, el canalla sí vende. En el cine le alcanza la condena. Hecho, el cine, a la medida del macho de la especie pero tal vez a la medida de como él quiere verse: seductor y, sin embargo, íntegro. O a lo mejor es el miedo a una competencia desigual: nada asusta al marido, al novio, al pretendiente, tanto como que en la calle su pareja se tropiece al canalla. Así que, en la pantalla, (Richard Widmark en Noche en la ciudad, Jean-Paul Belmondo en À bout de soufle, Ryan O’Neal en Barry Lindon, uno tras otro, el gremio de jovencitos seductores que, como la mujer fatal, pagan su precio), el hombre dominante neutraliza al rival.
Pero el macho fascina. Y más, si es malo.
Point Break (Le llaman Bodhi) Kathryn Bigelow. 1991
Las caretas con las que llevan a cabo sus asaltos ocultan los rostros de Bodhi y de sus chicos pero no es esa su principal función: es la de señalarlos. Una firma. “Lo hemos hecho nosotros”. El orgullo del mal. Del criminal que busca que lo atrapen para que todo el mundo le conozca. De Chapman disparando contra Lennon. De Eróstrato en el templo de Artemisa. El mal es cosa de hombres, no de blandos. El surf, un reto, no es sino sustituto. La adrenalina está en el mal. Que nos lleva, jinetes de las olas, al abismo que más se nos parece.
Surfin USA. Beach Boys. 1963
Zona de Avistamiento para HURTAR EL ROSTRO IV. Nosotros como Máscara y un disfraz de regalo.