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Mientras tantoHusmeando en el cuaderno de apuntes

Husmeando en el cuaderno de apuntes


Confieso que alguna vez he curioseado en el diario íntimo de una persona. Pocas veces, pero lo he hecho. Resulta tentador descubrir lo que piensa y en quién piensa. Por lo general nunca he sacado nada provechoso de esa debilidad, de ese acto reprobable. Al contrario. Sólo me ha generado problemas. Bien distinto es, sin embargo, cuando casualmente me encuentro con anotaciones o documentos que ayudan a comprender mejor una situación. Allí emerge mi olfato de sabueso reportero.

Eso es lo que me sucedió esta mañana, cuando entré en el salón y me encaminé a la terraza a regar las plantas. Reparé sobre la mesa frente al televisor que había una abultada agenda de tapas negras. Me sorprendió su minúsculo tamaño. Desde luego no era mía. Jamás podría ser capaz de escribir en un cuaderno de tales dimensiones. ¿Entonces, de quién era? Sobre la cubierta estaba grabado en amarillo el nombre de la Columbia University de Nueva York. Vaya, me dije, debe de ser de las tres ratas, de Freddy, Teby y Abigail, que se olvidaron de llevársela anoche a su guarida en la cocina después de trabajar un rato.

La tentación fue tan fuerte que comencé a husmearla. Tuve que recurrir a una lupa que un buen amigo me regaló las pasadas navidades. La caligrafía era diminuta, pero ordenada y limpia. ¿Cómo lo harían? ¿Con pluma o bolígrafo? ¿Se ayudarían de las extremidades delanteras o de su propia boca?, me pregunté. Concluí que era prudente no ser racional en esto ni en nada de lo que me sucedía desde hace dos meses, puesto que tampoco era explicable que unos roedores pudieran hablar o trabajar como investigadores seniors en una prestigiosa universidad o que figuras políticas aparecieran y desaparecieran en mis sueños de madrugada. Pero al tratarse de una realidad irreal la que vivo y represento me dije que todo me estaba permitido, que todo era posible, incluso que estuviera muerto sin yo saberlo.

Supuse que si me sorprendían tendría dificultades para justificarme. Además, podría acarrearme incluso problemas penales, más si cabe en la sociedad norteamericana. Me imaginé que conforme a los acuerdos de extradición entre España y Estados Unidos, la justicia de mi país me entregaba a la del otro para ser juzgado y condenado. Veía ya el titular de la prensa: «Escritor español condenado a dos años de cárcel en Nueva York por husmear en la agenda privada de tres ratas». El lado positivo sería que durante ese tiempo escribiría en la celda unas memorias para venderlas luego con gran éxito a una potente editorial norteamericana. Y eso me serviría para comprar un apartamento en Park Avenue y poder financiarme un tratamiento con el psicoanalista de Woody Allen. Ya se vería cómo quedaba la relación con Joseph-Marie McFarlane, el loquero jamaicano, a quien había empezado a coger afecto. Quizás le invitaría a pasar unos días en mi coqueto piso en la Gran Manzana y asistir a una representación de ópera en el Metropolitan.

El texto estaba en inglés y parecía haber sido escrito siempre por la misma rata. Tal vez, por Freddy, que destacaba por sus dotes de líder, aunque, quién sabe, a lo mejor el cerebro en la sombra era Taby o Abigail, que preferían que su colega se expusiera delante de mí y asumiera los presuntos fallos. Incluso en el mundo roedor hay maquiavelismo, pensé.

La lectura exigía bastante tiempo y eso era lo que yo carecía pues en cualquier momento podrían entrar en el lugar. Las ratas tienen el sentido auditivo muy desarrollado. ¿Cómo reaccionarían? ¿Saltarían contra mis ojos en un acto para ellas de legítima defensa, dado que yo había violado su intimidad y podía vender la agenda  al Gobierno de mi país, a cualquier universidad o a un instituto de investigación de una entidad financiera?

Eran muchas las páginas que había ya llenado presuntamente Freddy con su pata o su boca. Eso nunca lo sabría. Se trataba de anotaciones, de comentarios, de juicios y opiniones sobre lo que estaban viendo en la sociedad española a raíz de la pandemia. Abundaban las interrogaciones, las perplejidades, las contradicciones que observaban en las declaraciones de los políticos, de un signo o de otro; de la relevancia que los medios daban a una noticia según fueran afines o cercanos a un partido o una ideología; y también del comportamiento de la sociedad española en general, tan pronto disciplinada en el confinamiento de ocho semanas como descuidada en sus nuevos hábitos de desconfinamiento, pese a que los expertos pronosticaban un próximo rebrote vírico y las gravísimas consecuencias que acarrearía. Juzgaban prepotente que una cuña publicitaria de la cadena de radio más oída del país proclamara que si lo decía ella era verdad. ¿Y las demás, lo que dicen entonces no lo es?, inquiría la pluma roedora.

«Los españoles se fustigan sin piedad, se critican por incumplir las normas y censuran a sus gobernantes por actuar tarde y mal, por tener el mayor número de médicos y personal sanitario contagiado, por descuidar los centros de ancianos, por comprar material de protección deficiente, etc. Desconfían entre sí los partidos. Nadie cree a nadie. Hablan de unidad, pero luego no la practican. Piensan en mañana cuando el problema está a medio y largo plazo. La oposición pretende derribar al Gobierno sin tener fuerza para ello, mientras que el primer ministro lo que busca es mantenerse en el poder a costa de pactar con los nacionalistas. Creen que el dinero vendrá del Cielo». Ése era uno de los párrafos que alcancé a leer con la ayuda de la lupa.

Pormenorizaban luego sobre algunos episodios puntuales como el de la presidenta madrileña Díaz Ayuso y su estancia en un apartotel lujoso durante la cuarentena. Les llamaba la atención el ruido que el hecho había causado. El primer diario nacional y la radio del grupo dedicaban mucho espacio a ello mientras que otros no la valoraban tanto y sospechaban que escondía un intento socialista para derribarla del cargo. El vicepresidente Iglesias había manifestado que era un presunto caso de corrupción financiera. Recogían muchas manifestaciones de Díaz Ayuso e Iglesias , que calificaban de muy imprudentes, así como la obsesión de los conservadores con los podemitas, que buscaban la caída de la monarquía y la implantación de una república bolivariana comunista. Las ratas opinaban que eso era ir demasiado lejos y pronosticaban, que tarde o temprano Iglesias abandonaría el barco forzado por las circunstancias cuando la situación económica se agravara y exigiera ajustes que él no respaldaría. Auguraban, por tanto, nuevas elecciones el año próximo pero sin mayorías claras.

Comentaban también el episodio que estaba ocurriendo en una calle de un barrio acomodado madrileño en donde un centenar de personas se agrupaban desde hacía tres noches gritando «libertad» y «abajo el Gobierno», violando las medidas de distanciamiento social y poniendo en peligro sus propia vidas. La presidenta madrileña había anunciado en el Parlamento regional que esas acciones serían una broma con lo que vendría en el futuro y alentaba a continuar con la protesta. También se mostraban sorprendidos por la iniciativa de la extrema derecha de convocar antes de fin de mes una manifestación de protesta en coche en diversas ciudades. Una caravana fascista, la había definido Iglesias.

Me topé con un breve comentario sobre mí, no del todo elogioso. Agradecían la hospitalidad mostrada y la comprensión por tratar de convivir con ratas, aunque ellas fueran pulcras e ilustradas. Sin embargo, me definían como un desequilibrado confundido y desorientado, un solitario sin rumbo a quien alguien debería ponerle las bridas a fin de evitar males mayores. Qué se podía pensar de un tipo que se psicoanalizaba por videoconferencia entre Málaga y Kingston con un tal McFarlane, se preguntaban con ironía.

Cerré el minúsculo breviario un tanto amargado por los juicios vertidos hacia el país y hacia mí. Estuve a punto de recurrir a la escoba, como amenazó hace días Vicedós, y aplastar la arrogancia de estos sabelotodos roedores de fuera, que pontifican en 48 horas lo que España necesita desde hace un siglo: amarse más e identificarse como nación federal. Pero luego recapacité y concluí que siempre es bueno escuchar y respetar la opinión del otro. Seguro que se aprende algo, aun cuando sólo sea a no interrumpir.

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