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Mientras tantoI Paseo Matritense: Donde la luz florece

I Paseo Matritense: Donde la luz florece


 

De los múltiples tesoros que encierra la capital de España, el más preciado de todos es su luz. Podría afirmarse que sus cielos son irrepetibles -como lo certifican los cuadros de Velázquez- aunque no sería del todo una verdad completa. La luz de Madrid tiene una hermana en la península ibérica, y es la luz de Granada. Ambas urbes proceden de emplazamientos árabes ubicados en atalaya, a los pies de sendas sierras nevadas, que ejercen como pantallas reflectoras de la luz solar diaria. Los crepúsculos madrileños y los granadinos son largos e interminables; más que morir el día, se diría que en ellos la luz se suicida, desangrándose durante toda la tarde.

 

Para percibir en toda su plenitud la luz poniente madrileña, conviene viajar con el sol a las espaldas. Por eso se recomienda que este Paseo por La Bombilla y la Florida, comience en la Avenida de Valladolid, bajo el puente del tren, para concluirlo en la antigua Estación del Norte.

 

La Florida fue un Real Sitio entre el Campo del Moro y la Montaña del Príncipe Pío. Territorios aledaños al antiguo Alcázar -actual Palacio- ocupados por grandes zonas de huertas, granjas, bosques, y jardines para el esparcimiento. La Florida era a su vez zona de ingreso en la villa -a través de la Puerta de San Vicente- y contaba con su propia Aduana para inspeccionar las mercancías que entraban en la Corte procedentes de Castilla.

 

Para esta pequeña población de funcionarios del arrabal, mandó Carlos IV construir una capilla, la de San Antonio de la Florida, cuya cúpula terminaría pintándo Francisco de Goya, quien retrató en su interior más que un milagro de San Antonio, al pueblo de Madrid contemplándolo. Goya se entregó fervientemente a esta obra, porque era consciente de que sería la única pintura suya que podría disfrutar el vulgo, ya que todos sus cuadros se exhibían en la privacidad de la monarquía o la nobleza. ¿Qué mejor pues, que pintar a los madrileños, para que pudieran verse retratados -como los aristócratas- en las humildes paredes de esa popular capilla?

 

También comparte La Florida con Goya otra hazaña mucho más sombría. A los pies de la montaña del Príncipe Pío, los franceses perpetraron los fusilamientos del 3 de Mayo, que Goya retratara con tan patriótico patetismo, casi diez años más tarde. En este paseo por La Florida transitaremos por estas coordenadas históricas; nos encontraremos en el recorrido con sus huellas. 

 

El cazador de arco iris 

 

El primer edificio que se observa a la derecha de la Avenida de Valladolid, junto al puente ferroviario, es un moderno Hospital privado, que ocupa el terreno de lo que fue la piscina El Lago, una de las más alegres del Madrid reciente, y que debió subsistir hasta finales de los ochenta o primeros noventa. Se trataba de la piscina oficial del ambiente gay madrileño; aunque no sólo era alegre por la clientela que la frecuentaba. La piscina del lago estaba ubicada junto al río Manzanares, rodeada de árboles, bajo el puente que cruzaban en ambos sentidos los trenes que viajaban o venían del Norte. Aquellas jaranas festivas de mariquitas casi desnudas, se entretenían con el paso cíclico de los trenes, haciendo equilibrios sobre los arcos del puente. Jamás Madrid había sido tan playa como en este idílico rincón de maqueta ferroviaria.

 

Si nuestro paseante, antes de iniciar el trayecto, pega su oído al pie del arco del puente, quizá pueda escuchar -en espiral de caracola- algunos ecos de aquellos añejos bañistas de antaño. Y si no escucha nada, siempre le quedará la posibilidad de valerse de alguno de sus acompañantes, para intercambiar secretos en voz baja, hablando de cara a la pared, cada uno en un extremo del arco.

 

Para intentar evitar la sinfonía automovilística de la Avenida, lo mejor será ingresar cuanto antes en los jardines de la Bombilla. El nombre del actual parque, (construido hace menos de diez años), corresponde al que tuvo este barrio de trabajadores del ferrocarril a finales del S. XIX. Hay un chotis que así lo recuerda “…de la Bombilla, de Embajadores y Calatrava…”. La rica pinturera modistilla se jactaba –cantando- de pertenecer a este suculento enclave.

 

No en vano, junto a la Bombilla se celebra una de las verbenas más castizas de la Villa, (frecuentada por Buñuel y Lorca con sus amigos de la Residencia), la de San Antonio de la Florida, conocida como la de las modistillas. Existe la tradición de que las jóvenes casaderas que quieran pescar marido, deben pasar la mano por encima de una canastilla llena de alfileres, que se custodia en el interior de la capilla de San Antonio. El número de alfileres que puedan prenderse en su mano, coincidirá con el de pretendientes que le esperen en el próximo año.

 

Los primeros tramos de los paseos de este parque adolescente se encuentran salpicados de instalaciones deportivas, que siempre animan el ambiente con su estimulante presencia. «A los jóvenes hay que educarlos en el seno de la Naturaleza», fue la máxima que acuñó la Academia de Platón, y que siglos más tarde rescató Manuel Azaña, para ubicar la nueva Universidad madrileña en el Real Sitio de La Moncloa, con todo el escándalo que ocasionó semejante decisión entre los pioneros ecologistas de la 2ª República.

 

Sobre la banda sonora de pelotazos y gritos de deportistas, se superponen los zumbidos metálicos de los trenes modernos de cercanías, que circulan incesantemente como alegre telón de fondo. Al otro lado de las vías, se elevan como verde fortaleza, las cuidadas laderas y colinas del Parque del Oeste.  

 

 

La Senda del Rey es una calle en medio del campo. La vieja calzada por la que salía su majestad de la Villa, hoy se ha convertido en el paseo principal del Parque de la Bombilla. Babean sus blancas semillas en mayo, las dos hileras de viejas acacias que custodian desde hace siglos una vía tan monárquica. Aunque en sus flancos no dejan de crecer las nuevas especies arbóreas sobre extensas praderas de césped. Verde en el suelo, verde en las ramas, verde en las copas, verde en las laderas lejanas. Pecera verde de sombra, resulta el interior de este parque que -de haber existido en su tiempo- hubiera vuelto loco a Federico Gª Lorca.  

 

Tres jóvenes de piel tostada, (los nuevos madrileños, que son ya de todos los colores y pelajes), hacen equilibrios circenses sobre una cinta de plástico, tensada entre dos sólidos troncos. Con sus risas y aspavientos a pecho descubierto, bailan su danza al son de la primavera caliente. En los bancos cercanos reposan o toman el sol los paseantes, e incluso alguna lectora se confiesa con su libro junto al rugido del agua de un cercano estanque.  

 

Todos los parques con geiser son ballenas vocacionales. En el centro de un grupo de arces del Himalaya, se eleva el potente chorro de agua silbante, entreviéndose por sus ramas un arco iris que forma el sol al cruzarse con el agua disparada. Si la luz de Madrid se aparea con su proverbial agua de Lozoya, se producen estas auroras boreales de bolsillo, que pueden disfrutar en sus paseos, e incluso cazar con sus cámaras fotográficas, los paseantes madrileños del veintiunoavo siglo. Más allá de la majestuosa cola de caballo del agua alzada, el sol declinante comienza a salpicar sus luminosos encajes sobre los finos troncos y entre el oscuro follaje de los ciruelos amargos.  

 

A estas alturas de paseo, comienza a percibirse que a este parque con tren, y prodigiosamente iluminado, le falta algo. Ni una sola estatua, ni una encrucijada marcada con un bloque de piedra, ni una sola escultura que dé personalidad a cada uno de sus rincones, pueden en él encontrarse.

 

Guillermo Pérez Villalta, pintor con vocación de arquitecto simbólico, me relató en una ocasión, que el Ayuntamiento de Madrid,( o el Consorcio para el Pasillo Verde Ferroviario), le había encargado -hacía años- el diseño de un monumento, que iba a ubicarse precisamente en este parque. Me parece rescatar del fondo de mi memoria velada, que se trataba de un Titán desnudo, erguido sobre una bola que remataba una colosal fuente. E intuyo que no fue el artista de Tarifa el único al que se le encargara un proyecto semejante. ¿En qué archivos de aquel consorcio quedarían olvidados estos monumentos planificados para el solaz deleite de los madrileños? 

 

En el adolescente Parque de la Bombilla sigue pendiente este reto: el de dotarlo de rincones significantes. La escultura moderna, (que tantas veces duerme en el fondo de unos almacenes de la periferia), podía ser invitada a habitar en este luminoso enclave, casi gratuitamente. Hubo una estatua monumental de Lenin, traída de la antigua U.R.S.S. para una exposición en el Reina Sofía, que no llegó a exhibirse -para evitar suspicacias- y que quedó arramblada por años en la trasera del Museo Nacional, ya que tampoco por Rusia era reclamada. ¿No sería casi arte conceptual, ubicar a un Lenin en bronce de ocho metros, en los antiguos Reales Sitios de la Monarquía borbónica española; mirando de frente al monumento de la Virgen María, que mandó construir el alcalde Álvarez del Manzano, en pleno parque del Oeste, para contrarrestar que Madrid fuera la única ciudad del mundo con un monumento dedicado al Diablo?

 

En territorio de Goya

 

La figura artística de Francisco de Goya resulta tan impactante, porque en su pintura y en sus grabados se concentran las dos facetas de la vida: el rostro alegre y mundano, y su cara oculta y terrorífica. Si entre el curso del río y la vía ferroviaria se celebra al Goya cortesano en sus dos capillas gemelas de la Florida; en el otro lado del camino de hierro se asienta la muerte y la miseria, entre el cementerio de La Florida y el espacio físico donde se realizaron los fatídicos fusilamientos. Desde lo alto de la pasarela peatonal que salva las vías, pueden contemplarse las dos orillas de la vida; presididas -allá en lo alto- por el amenazante Palacio Real madrileño, que reluce a estas horas como un pérfido Partenón autocrático.

 

Según se va nuestro paseo por la Bombilla acercando a las inmediaciones de la capilla goyesca, comienzan a surgir grafitis por todas partes. No queda columna, banco, papelera o fuente que no luzca el colorista tatuaje de esos frescos urbanos que dejan sobre su epidermis los grafiteros contemporáneos. Algunas pintadas con texto pronuncian amargas sentencias desde los muros que las soportan. “¿Vivir en el punto medio, o vivir en el punto miedo?” ¿Cuánto tiempo y desesperanza hay que poseer, para ir destilando estos agrios  pensamientos, hasta dejarlos en la esencia radiográfica de su significancia?

 

Por encima de las cúpulas de San Antonio, los mendigos de Goya han tomado la Florida, la Bombilla y las faldas del Parque del Oeste. Ebrios de pintura pulverizada, se han lanzado a marcar su territorio, y no hay pasarela, escalera, muro, tapia o garita de lata, que no luzca su furiosa pintada urbana.

 

 

La antigua pérgola cenador del parque se ha convertido en dormitorio comunal de los pobres que habitan la zona. Donde antaño lucían los músicos con sus partituras y brillantes instrumentos, ahora se amontonan tablas, cajas de cartón, bolsas de plástico y carritos con ruedas, donde guardan sus últimas pertenencias estos desheredados. Dormitorio furioso que disipa su fétido aliento en un templete donde corre el aire libremente. Un mendigo de guardia dormita en el centro, acompañado por un cartón de vino barato, como mejor amigo y aliado.

 

Desde lo alto de la pasarela, (completamente grafiteada, como una Capilla Sixtina suburbana), se divisa una poderosa panorámica. Sobre las laderas del Parque del Oeste y la Rosaleda, emerge -como un magnífico tótem- el horno de la Escuela de Cerámica. A su prominente figura barriguda le acompaña una esbelta chimenea de ladrillo, que sobresale por encima de los cipreses del vecino camposanto.

 

Como acaba de ser Dos de mayo, el Cementerio de la Florida luce repulido como un San Luis Gonzaga. Cementerio recoleto poblado de gatos, donde reposan sus restos las víctimas de los históricos fusilamientos. Bajo sus muros encalados, asoma el estrafalario monumento a Goya, que erigieron -no hace más de 15 años-sobre unas falsas colinas de piedra volcánica. Grabar en planchas rectangulares de hormigón las cuatro letras capitulares del nombre del pintor, no puede decirse que sea un recurso muy goyesco ni afortunado. 

 

Las Misericordias madrileñas (o Casas de Caridad) siempre estuvieron ubicadas por estas laderas cercanas al río Manzanares. Comedores para pobres y albergues del sueño se concentran actualmente en el Paseo del Rey, auténtica Gran Vía de este otro lado ferroviario, a las faldas de la principesca montaña. En realidad son barracones y edificios prefabricados, pintados en colores pasteles: naranja, marfil y rosa palo. Colores de tarta infantil, (como si estuviéramos en Holanda), para llenar el estómago de los desheredados. A las ocho de la tarde, con la luz poniente más baja que sus puertas coloreadas, las instalaciones municipales de Beneficencia aparecen cerradas. Grupos de hombres, broncos y desaliñados, se reúnen en los cruces de los cercanos caminos de tierra que salen del parque.  

 

La luz de poniente se va colando por la garganta que abren las vías, hasta llegar a la ingle más deseada de este trayecto: la gran marquesina de hierro y cristal de la estación de ferrocarril más francesa de la capital de España.

 

 

A lo largo del Paseo del Rey, la vista va jugando a la pelota con la pareja de cúpulas plateadas, que rematan la fachada principal del edificio. Entre ambas, asoma su aguerrido perfil la neocateta Catedral de la Almudena. En este rincón tan feraz del transporte urbano, apenas queda presencia de Palacio. El templo bendito por el flamante Beato Juan Pablo II, sustituye en arrogancia al poder mundano. La velocidad, auténtica soberana de este tiempo, reina tanto en el subsuelo como en la superficie, por encima de cualquier prédica religiosa.

 

Cuando las escalerillas metálicas del apeadero de RENFE descienden al paseante hasta el intercambiador de Príncipe Pío, (como se denomina en la actualidad, a la anciana estación blanca), uno se encuentra como en una catedral del transporte, convertida en mercado, y horadada por tantos túneles y subsuelos como una catacumba.

 

Lo mejor de toda la reforma que se le hizo -hace unos siete años- a la Estación del Norte y aledaños, es que -llegado el momento- podrá desmantelarse fácilmente, y podrá recuperarse el majestuoso espacio vacío que mostró en su día la Estación del Norte originaria. El nefasto contubernio del dios transporte con el dios comercio, no tienen por qué resultar imponderables eternamente. En beneficio de la calidad de vida urbana, algún día se verán obligados a desvincularse.

 

Si se mira al cielo desde el interior de Príncipe Pío, puede contemplarse el espacio acristalado más solemne, que en Madrid pueda encontrarse. Los rayos del último sol multiplican sus improbables transparencias, como hacen con los colores de las vidrierdas de las iglesias. Monet y sus amigos impresionistas habrían acudido aquí en tropel, a capturar en sus cuadros los variopintos reflejos de la luz sobre sus muros y cubiertas de vidrio.

 

A estas horas, la luz de Madrid no es más que un gusano agonizante. No le quedan fuerzas ni altura, más que para penetrar unos metros más allá de las bocas de los túneles, que en la ciudad se sumergen.  

 

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