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Ibraprufeno

Debe ser el cambio de estación, este sol de otoño, unas décimas de fiebre y ese maldito libro que me ha enganchado como una droga dura (El fuego secreto de los filósofos, Patrick Harpur, Atalanta), pero veo la realidad deportiva como un paciente enfermo, muy enfermo. Por todos lados se me aparece la terapia estajanovista del Doctor Mourinho, el ultracatólico entrenador portugués del Real Madrid que va haciendo adeptos con su antipatía de viejo teatro lisboeta y la nariz de aquelarre de Ibra metiendo el dedo en la llaga de su herida que todavía supura. Juntos van consiguiendo que nos preguntemos por la salud del Barça ahora que Sandro Rosell quiere sumarse al coro griego y manda a la hoguera a Laporta. Me temo que Sandro sabe muy poco de la realidad daimónica que rige los destinos del Barça y que como todos aquellos literalistas que en el mundo han sido (personajes muy justicieros y muy científicos, los listos, vaya) se van a dar de bruces contra ese alma en fuga, esa religión secreta, ese vicio absurdo que es el fútbol. No entiendo su afán en levantar la alfombra y la caza de brujas. Salvo que él mismo tenga mucho que ocultar en este ataque de sinrazón. Ya me pueden objetar muchos que las cuentas, que los desmanes, que las comisiones, pero soy de esos que pertenecen a los clubes de antes de la sociedad anónima, un forofo, si acaso filosófico, que sólo se rige por el capricho de los dioses y las mudanzas de la fortuna. De ahí mis parabienes para aquellos que han sufrido durante años a Gil en el Atlético o los que sufren todavía ahora a Lendoiro en el Deportivo. No entiendo a Sandro. Y sí entiendo a Mourinho. Su pararrayos es como el de Benjamín Franklin. Salvo que el de Setúbal cobra más de diez kilos al año libres de impuestos. Y cree en el milagro de Fátima.

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