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Ignacio Carrión o la escritura sin red

 

Dos periodistas, compañeros de redacción, deciden mantener una relación epistolar para intercambiar experiencias y contar al otro lo que sucede a su alrededor. Uno es corresponsal en Estados Unidos del Grupo 16, Ignacio Carrión, y Lola trabaja en la redacción de Madrid del mismo grupo. Corre el año 1988 y ocurren “muchas cosas tremendas e increíbles tanto en un país como en el otro”. Es el año en el que George H. W. Bush sucede a Reagan en la presidencia, comienza a respirar la perestroika y Carrión cumple medio siglo. Ha elegido a Lola porque le gustan sus reportajes, crónicas y entrevistas. “Ágil e intuitiva”, escribe con “claridad y un gran sentido del humor”. Una buena definición también del estilo de Carrión, que no recibe respuesta a sus misivas, pero sigue escribiendo a una Lola cada vez más evanescente. 27 años después decide publicar las cartas, se encuentra con ella en Madrid y hacen un intento para que se respondan ahora, pero todo ha cambiado. “Se despiden dos ancianos que ni siquiera tuvieron en su día una aventura epistolar”.

 

Carrión reproduce en el prólogo de su libro Cartas a Lola desde USA (Renacimiento) la carta que recibe en marzo de 2015 del redactor-jefe y corresponsal de guerra del diario La Vanguardia Plàcid Garcia-Planas, que comienza así: “Perdona el retraso en contestar a tu carta del 22 de marzo de 1986”. Un joven periodista solicitó entonces a un corresponsal consagrado consejo para abordar una tesina sobre la influencia de la narrativa periodística en la novela, y viceversa. El periodismo, le contestó entonces Carrión, “naufraga entre oleajes de palabrería bajo un cielo negro”. En 2015, García- Planas apunta: “Tres décadas después te confirmo el naufragio”. En aquellas líneas que escribió al joven periodista, Carrión le trasmite sus inquietudes: “No hay buen periodismo gris, frío, impersonal, únicamente obsesionado con la objetividad. No sé qué es la objetividad. Ni cómo se come. Intento alguna vez comerme la objetividad y suponiendo que me la coma, que lo dudo, algo me sienta mal. Tal vez hay que cocer la objetividad”.

 

Como todo oficio subjetivo, el periodismo tiende a replantearse su sentido con obstinada insistencia. Carrión, entrevistado en este mismo blog en agosto del año pasado, reivindicó al periodista capaz de escuchar su propia voz y mirar con su propia mirada, “porque la mirada escribe”. Las Cartas a Lola desde USA son, en este sentido, una sucesión de anti-crónicas, anti-entrevistas y anti-reportajes que el autor dirige a ese lector ideal con el que sueña todo periodista. “Lola nunca contestó mis cartas. Pero yo las fui guardando en una carpeta. Dejé de enviarlas a su destinataria. Inventé a Lola. Perdí todas las cartas en el desorden de varias mudanzas a lo largo de mi vida. Las encontré cuando ya las daba por desaparecidas para siempre. Las releí. Pensé que podrían publicarse. No alteré nada”, escribe Carrión en su blog.

 

Los diarios de Ignacio Carrión (La hierba crece despacio, 2007; Modestia aparte I y Modestia aparte II, 2014) muestran a través de su escritura continua, obsesiva, las costuras de una época que vivió en primera línea, el compromiso de un periodista empeñado es deshacerse de lo trivial, de lo establecido, para llegar a la esencia de lo que ocurre a su alrededor. Los escribe, contó para fronterad, con una pluma estilográfica de émbolo que le permite acompasar su mano a la velocidad de su pensamiento. En el ordenador se puede alterar todo, cambiar frases enteras, quitar o añadir palabras para mejorar (o empeorar) un texto al que acabas prestando menos atención y para el que eres menos exigente, señala Carrión: “Mi escritura autógrafa es ágil pero nunca atolondrada. Me exige sosiego físico y mental. Estoy creando frases con palabras como el músico hace con sus notas en el pentagrama”.

 

En sus cartas a Lola, a diferencia del desgarramiento de muchas páginas de sus diarios, hay un interlocutor. “Inventando a Lola también me inventaba a mí mismo. Siempre necesitamos al otro. Sin el otro uno no es nada”. Recuerda en su libro que en su época de corresponsal en Londres visitó un selecto establecimiento cerca del Parlamento. Le dejaron echar un vistazo a los libros y descubrió las anotaciones del zapatero: “Desde las pezuñas de todo el palacio de Buckingham al muñocinto del emperador etíope Haily Selasy (ya he olvidado cómo se escribe)”. Nicolás Franco Pascual de Pobil “tiene pata de elefante”. Escribió una historia describiendo el contorno de la planta de los pies de la exquisita clientela a partir de las observaciones del zapatero: “Dice que le aprieta en el empeine, quiere más alto el tacón, le gusta muy flexible la lengüeta”.

 

Garcia-Planas cuenta a Carrión en su carta de respuesta, 29 años después, que estaba en Líbano el 30 de diciembre de 2006, cuando ahorcaron a Sadam Hussein. Le pidieron desde la redacción reacciones en Beirut. “Pero a nadie en Beirut le importaba una mierda ese ahorcamiento. Lo que yo quería, esa mañana, era hacer un reportaje de las pistas de esquí de Mzaar: inauguraban la temporada y se podía esquiar con Beirut bombardeado ahí abajo”. Mandó las reacciones –de indiferencia–, pero desde las pistas de esquí. “Ese día, alguien en la redacción me calificó de frívolo. Desde entonces, cuando alguien me llama frívolo sé que he reporteado con las palabras precisas”.

 

Hablé con Carrión hace unos días. Esperaba a un periodista que iba a hacerle una entrevista. Tengo una pecera en el despacho, me dijo, y no sé qué hacer con ella, nunca he tenido nada así, me inquieta mucho y no puedo dejar de mirar a ese pez enjaulado, pero me la regaló mi nieta. Así me siento yo, flotando en un charco. Esa es la entrevista, añadió, describir al pez y la pecera.

 

La mirada, la escritura, la verdad única de un oficio que naufraga.

 

(Hemos tenido que posponer, por problemas de salud de Carrión, su reencuentro con Lola (Díaz) previsto en la librería La fugitiva para el próximo viernes. Será una buena ocasión cuando se celebre para hablar de las hormas de los zapatos, del estado de la nieve y de los peces).

 

 

Ignacio Carrión escribiendo en el Hotel Algonquin de Nueva York. “Un mítico hotel de artistas, editores y escritores en el que me alojé muchas veces”.

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