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Ilusionismo

 

La falta de perspectivas laborales, la conveniencia de sumar un máster al currículum, la oportunidad de descubrir insospechados horizontes y la imperiosa necesidad de huir de la realidad circundante se han conjurado para el nacimiento del primer Título Superior de Ilusionismo, que ofrece el Real Centro Universitario María Cristina de El Escorial. El máster tiene una duración de tres años (2.250 euros por curso) y un total de 72 materias: cartomagia, numismagia, mentalismo y escapismo, entre ellas. Hace unos días el aula magna de la universidad abrió sus puertas a un público entregado que aplaudió con ganas el espectáculo ofrecido por tres profesores: Luis Boyano, Fernando Arribas y Riversson, tres estilos diferentes –de la aparición de palomas en un pañuelo a la gestualidad al estilo Tricicle–, una lección magistral con la que se clausuraba el primer año de clases, a las que han asistido 32 alumnos. El pasado sábado se despidieron los alumnos presentando sus trabajos de fin de curso.

 

Nada es casual en la magia y tampoco la elección de este vetusto centro universitario para impartir el primer máster superior de la materia conocido en el mundo entero. El centro está dirigido por los padres agustinos –que habitan y custodian también el Monasterio– y agustino era el padre Wenceslao Ciuró, figura señera y singular en el mundo del ilusionismo y también –justo es señalarlo– en el seno de la Iglesia.

 

Nacido en Castellterul (Barcelona) en 1895, se ordenó sacerdote en 1917 –previa dispensa papal por su corta edad–, pero su verdadera vocación se remonta a sus tiernos catorce años, cuando vio a un hermano lego entretener a los novicios con unos juegos de manos. Consagrado al ilusionismo, su existencia fue un remanso de paz entre guiños al misterio (terrenal en su caso), y la Guerra Civil le cogió en Francia, donde se quedó leyendo y aprendiendo magia. A su regreso, en plena posguerra, se convirtió en un incansable divulgador y sus tratados sobre la materia constituyen un hito de nuestro acervo bibliográfico. Cerca de una treintena de ediciones y reediciones de sus libros –algunos, los más antiguos, superan los 200 euros en Iberlibro– mediante los cuales podemos indagar en su pensamiento y obra pastoral.

 

“Durante mis largos años de práctica en el Arte de la Prestidigitación”, señala en la primera de sus publicaciones (La Prestidigitación al alcance de todos, Madrid, 1948), “he proporcionado horas de franca y sana diversión a un sinnúmero de niños de Catequesis y de familias cristianas, y siempre he podido comprobar corrientes de mutua simpatía”. Mediante la magia, las familias cristianas “gustan pasar los domingos entre los suyos”, huyendo de la ociosidad, “que es la madre de todos los vicios”. Este primer manual presenta una parte teórica y varias técnicas, en las que se trata desde el escamoteo y la manipulación hasta los juegos de cartas, sin olvidar el hipnotismo, magnetismo, faquirismo, espiritismo y la trasmisión del pensamiento.

 

Desmiente el padre Ciuró en su definición del ilusionismo que el prestidigitador engañe, “pues explícita o implícitamente previene de su engaño”, y concluye: “El prestidigitador no engaña, ilusiona”. No resulta fácil imaginar su traslación al milagro de la multiplicación de los panes y los peces sin que algún catecúmeno de la última fila le guiñara el ojo. En Ilusionismo elemental (Madrid, 1954) se plantea el ensamblaje de lo que denomina “magia blanca” en la tradición cristiana (otrora tendente a conducir estos casos a la hoguera) y señala a San Juan Bosco como patrono celestial en los países católicos. Huérfano de padre y analfabeto en su infancia, el santo venció todas las dificultades hasta que consiguió ser ordenado sacerdote en 1841 y se entregó al apostolado en los barrios más pobres de su Turín natal. Vio que el arte de los escamoteadores suscitaba la atención de los desfavorecidos y les alejaba del pecado y aprendió por su cuenta equilibrios y saltos mortales. Amplió su repertorio con prestidigitación y cartomagia hasta manejar a sus fieles a su antojo: “El que quiera ver cómo resucita este pollo al que hemos cortado la cabeza, que rece conmigo el rosario”.

 

“El padre Ciuró tiene un rostro muy serio y un acento suave y persuasivo. Su condición de catalán le ayuda mucho en la composición de la grave y hasta pudiéramos decir solemne presentación de sus juegos”, escribe Alfredo Malquerie en el prólogo a Ilusionismo elemental. En alguna ocasión chocó con la curia de la Iglesia. Comenzó su ministerio sacerdotal en Madrid adscrito a una parroquia en la que se repartía las misas con un clérigo, catalán también, que ostentaba un cargo importante en Acción Católica. Un día, Ciuró le pidió que diera la misa en su lugar porque tenía una sesión matinal de ilusionismo, a lo que el colega accedió de mala gana diciendo que no estaba dispuesto a cambiar el turno por esas tonterías. El sacerdote mago le respondió que eran precisamente los jóvenes de Acción Católica los que habían solicitado la actuación, que tendría lugar además en el Colegio del Pilar. “Los que conocen Madrid saben la importancia de este Colegio”, apostilla, y en efecto es el semillero de grandes próceres de la patria. Cabe figurarse, esa misma matiné, a José María Aznar, Javier Solana, Alfredo Pérez Rubalcaba, Luis María Anson y Juan Luis Cebrián con la boca abierta.

 

Existían muchas aristas por pulir en el inescrutable camino del señor elegido por el padre Wences –así le llamaban los próximos– y condena, por ejemplo, la utilización de la imagen del diablo en carteles, programas y otros impresos relacionados con el ilusionismo. Contesta también a la carta abierta dirigida por la Liga para la protección de los animales en 1953 en la que denuncia la utilización en los espectáculos de palomas, conejos y otras especies. “La Providencia”, afirma, “ha puesto los irracionales al servicio del hombre, y es lícito, por lo tanto, someterles al duro sufrimiento del trabajo para nuestra utilidad y sacrificarlos para nuestro sustento”. No piensa renunciar, añade, al pajarito vivo que forma parte de su programa, copartícipe de sus éxitos, al que le dice antes de empezar: “A trabajar, amiguito. Es preciso acostumbrarte al sacrificio, como tu maestro”.

 

Pero sin duda su batalla más encarnizada fue contra los propios ilusionistas, que criticaron con dureza que el padre Wences, en sus manuales, desvelaba el truco, con lo que se reventaba la sorpresa y el negocio. No eludió la respuesta. A pesar de que en Juegos de manos de sobremesa (Madrid, 1953) había enumerado diez postulados  –los diez mandamientos del ilusionista– y el primero era: “No debes revelar nunca a los profanos el secreto de los juegos”, se coloca –en una finta de diplomacia vaticana– fuera del problema que había provocado y presenta una disyuntiva en pro o en contra de la difusión del ilusionismo: “Los partidarios son la inmensa mayoría y los contrarios muy pocos, y disminuyen todos los días”. Los profanos “rarísimamente compran un libro relativamente caro por sólo enterarse de los trucos; y si lo compran, no se enteran de gran cosa”; sin embargo, “los que lo adquieren por afición, por interés de la magia, dejan de ser profanos y no interrumpirán nunca al artista diciendo: ‘Ya sé el truco’”.

 

Su maestro en el arte de la magia fue Robert Houdin, al que dedica encendidos elogios en varias publicaciones. Del mago francés de mediados del XIX (no confundir con Harry Houdini, que utilizó su apellido) destaca que “desterró los trajes estrafalarios y los sombreros de cucurucho con estrellas y presentó este arte en traje de mundo, con finura y elegancia”. No menos fina aunque tal vez estrafalaria era la sotana con la  que el padre Wences se presentaba ante el auditorio, sobre todo si tenemos en cuenta el nombre artístico que había adoptado: Ling-Kai-Fu, en recuerdo de otro de sus referentes, Fu Manchú. “El ilusionismo moderno debe ser patrimonio de los hombres cultos”, leemos en el paratexto de uno de sus libros.

 

Su ingente obra toca todos los palos y ha sido esencial y unánimemente reconocida por las generaciones posteriores. “Con sus enseñanzas han aprendido todos los magos españoles que alguna vez has podido contemplar en los teatros o en la televisión. Todos”, afirma Murphy en el prólogo a la reedición de Ilusionismo elemental (Madrid, 2007). “Los mejores libros jamás escritos, en cualquier lengua (me atrevo a asegurarlo) para quien se inicie en el Arte de la Magia (de los juegos de manos y la prestidigitación) son los del padre Ciuró”, escribe Juan Tamariz en el prólogo a una reedición de Juegos de manos de sobremesa (Madrid, 2010). 

 

A Juan Tamariz le vi hacer un número que está descrito en Más de doscientos juegos de manos de la baraja (Madrid, 1952), un mamotreto teórico-práctico del padre Wences de 886 páginas. Se convoca a un espectador, que se sienta de cara al auditorio. Se baraja y se le da a elegir una carta, que sólo el espectador ve. La devuelve al mazo y el ilusionista baraja de nuevo al tiempo que le anuncia: “Se la diré al oído”. Mientras se agacha y se acerca extiende el brazo por detrás del espectador, con una parte de la baraja que ha escamoteado en la otra mano, lo que le permite ver la elección. Tamariz añadía un componente más al juego y mostraba entonces un cartel grande con la carta. Explicaba que la adivinanza para él podía ser fácil porque era mago, pero que el público iba a señalar la carta, como así lo hacía, a coro, para perplejidad de la víctima.

 

El padre Wenceslao Ciuró despertó vocaciones, logró una legión de seguidores y nos legó múltiples enseñanzas. Fue nombrado Maître Magicien por la prestigiosa Asociación Francesa de Artistas Prestidigitadores de París. Falleció en 1978 y no en vano asciende a los altares universitarios dando nombre al primer máster de ilusionismo de la historia. Ya está abierta la preinscripción para el curso 2014-2015 (ver programa).

 

El padre Wenceslao Ciuró.

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