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Imágenes de la revelación y la vergüenza

 

Lo poético es el único modo de acercarse a aquello que roza la violencia del subsuelo, en este caso, el de nuestro presente. Y ése es el método de Europa. Desde el primer plano la maestría de Lars von Trier nos introduce en una trama hechizante. La voz hipnótica de Max von Sidow, el rápido pasar de unos raíles enfocados en lo nocturno, la combinación de blanco y negro más color, nos preparan a una revelación preocupante.

 

¿Todo lo real, abajo, donde toca la turbiedad de la marisma, no produce esta convulsión? Definitivamente, ésta es una película más metafísica que política, pues nos conmueve desde el comienzo con las imágenes de una Alemania arrasada. Una nación que precisamente por el lado de la ruina implica a cualquier rincón europeo, situándose inmediatamente en el corazón de nuestro recuerdo y de nuestro afecto. Niños escuálidos arrastrando vagones, ancianos hacinados, frío, lluvia y penumbra, escombros por todas partes… Pero también una inmediata falta de inocencia en los vencidos, o de sentimiento de culpa. Por el contrario, la guerra aparece enraizada en la voluntad titánica de un pueblo –no sólo un grupo de fanáticos- por el orden y el dominio, también por la pasión de un horizonte ideal. Es más, la pasión sigue, esa voluntad romántica y temible no está en absoluto arruinada -de hecho, provoca el desconcierto continuo del amigo americano– y sigue arrastrando aún una cadena de muertes. El fanatismo revanchista de los Werwolfe, una secta espectral de iluminados, golpea mortalmente a aquellos que, por oportunismo o por convicción, se atreven a colaborar con el orden estadounidense.

 

He aquí pues el escenario del drama: el pulmón herido de Europa humea bajo una lluvia oscura que cae sin cesar sobre caras, máquinas, ruinas, haciendo rebrillar la noche. Un aire grave –la voz del narrador, el rostro atormentado de los protagonistas, el expresionismo del blanco y negro- nos sobrecoge desde el principio con una intensidad peculiar. Hasta el amor, cuando aparezca, vendrá marcado por algo extraño, casi sublime, que roza lo peor.

 

Frente a este mundo, la fuerza norteamericana de ocupación aparece hostilmente ajena, vulgar, tiránica. Incluso sus ejemplares más cálidos, el que encarna Eddie Constantine, muestran continuamente su desconcierto y hostilidad frente una cultura que no comprenden. Frente a una estirpe a la vez heroica y miserable, apasionada y fría, sabia, estúpidamente jerárquica… La perplejidad yanqui, en primer lugar la del propio protagonista, acercado a Europa en un afán de ingenua colaboración, subraya que nosotros estamos entregados al laberinto de un destino viejo. Incluso se puede decir que el personaje central de Leopold –acusado enseguida de necio– encarna el choque de una voluntad simple de progreso con lo infernal de la condición europea. Así como Alemania representaría la pasión por la raíz de esa condición.

 

Una de las figuras centrales, Katharina (loba de noche, ángel de día), más que fuerte, se hace gélidamente magnética dándole voz al fondo del horror, mostrándolo como algo parlante, espantosamente razonable. Entre estos cascotes y el vaho, un tren fantasmal recorre incansable sus vías. Una máquina negra, humeante bajo la lluvia, parece simbolizar todo lo que de fatal, de inhumano, de inescrutable tiene la voluntad alemana de movimiento, de viaje y lejanía. Algo que sólo se remansará en la calma final de una muerte marina, un viaje subacuático que nos recuerda alguna escena de La noche del cazador, incluso algún pasaje de Solaris.

 

La estructura de toda la película (un color tibio mezclado con la crudeza del blanco y negro, imágenes superpuestas, agigantadas, cambios bruscos de escenario) acentúa lo que de onírico, de fantástico tiene la acción, como en algunas cintas de Welles. Efectivamente, la trama es tan intensa que roza lo irreal, un aire de pesadilla. De ahí el ritmo hipnótico en los momentos claves: Max von Sidow ha de contar –one, two, three…– como único modo de adentrarnos en una trama donde lo real y lo increíble se mezclan.

 

En esta historia vale cualquier cosa menos un fácil maniqueísmo. Hay muy pocos inocentes, y los que hay –Larry, Leo- resultan arroyados por la espiral de acontecimientos. En uno de los momentos clave, Katharina acusa a Leopold Kessler de ser el peor de todos precisamente porque no se ha manchado con esa locura de la sangre, no ha luchado, no ha traicionado. Su voluntad ingenua de ayuda choca con una red laberíntica de violencia que le llevará finalmente a ingresar en la locura colectiva a través del crimen.

 

A partir de aquí se desencadena el desenlace, no muy alegre. La poética y angustiosa escena de la muerte lenta por inmersión –como antes el suicidio del Sr. Hartman-, el recorrido final del cadáver pálido por el fondo del río, donde unas hierbas ondulan en silencio mientras afuera sigue cayendo una lluvia eterna, parecen sugerir que sólo a través del límite de la muerte es posible escapar de la pesadilla.

 

Europa, como las películas de Resnais o Syberberg, es difícilmente «política». De ella se pueden extraer, en ese orden, lecciones escandalosamente distintas… o bien ninguna, como corresponde a la ambigüedad de todo lo que palpita en la belleza. Parece, en cualquier caso, suscitar una pregunta: ¿Puede hoy en día la racionalidad europea, después de la sangre de ese siglo, pretender librarse de aquella bestia que se nos vino -y aún se nos puede venir- encima sin tomar en serio esa dimensión temible de lo real en la que se alimentó? Hay además otra cosa segura: esta película, a la fuerza, ha de resultar muy incómoda en la Alemania actual, casi incomprensible.

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