Subsisten todavía dos tipos de imágenes. De un lado, los iconos publicitarios que nos rodean, mayoritarios y funcionales, remitiéndose unos a otros, envolviéndonos con una pared protectora que se engarza al tiempo lineal y a sus metas. Estas imágenes, que inundan a veces al arte, aparecen «colgadas» en la cronología social y crean cobertura porque su teleología nos permite seguir con la velocidad de la comunicación. Nos permiten interactuar, deslizarnos, consumir: ser salvados, por la religión de la circulación, del demonio de lo real, este espectro de lo inmóvil que recorre los bajos de este capitalismo cultural en el que convergen derecha e izquierda El referente de todas estas imágenes es la seguridad del desplazamiento continuo, que se ha convertido en nuestra idea fija. Individualismo y comunicación trenzan con esas imágenes una dialéctica sin fin.
De otro lado, creando una comunidad momentánea, existen algunas imágenes que nos detienen con una lentitud fulminante. Coagulan la fluidez en una relación formal y poética con la muerte, una “mala salud de hierro” que interrumpe el régimen de la circulación. Tales imágenes detienen el reemplazo incesante de lo social, que es el del aislamiento conectado, para sumergirnos en un tiempo distinto, sin contabilidad posible.
En este caso la imagen no aparece inserta en la cronología pactada socialmente, sino que tiembla con el tiempo dentro, acumulado en el misterio de una escena. Escenas que abren otro tiempo dentro del tiempo, el aura de una lejanía que palpita ahí, en una eternidad que coexiste con la más breve duración. Zona ártica, le llamaba Deleuze a esta vacuola de no comunicación que divide el tiempo en dos y desde la que todavía se puede vivir algo distinto, pensar de otro modo.
No se trata -en Deleuze, en Barthes- de otro dualismo maniqueo, pues las imágenes publicitarias caben en las otras, las poéticas. Mientras lo contrario no es cierto en absoluto. Igual que ocurre en la relación entre los dos tipos de tiempo: la cronología cabe en el instante -el Jeztzeit de Benjamin- mientras lo contrario no es posible.
Estos momentos de la percepción o del arte no reproducen espectacularmente lo visible, a lo que ya estamos habituados, sino más bien hacen visible lo invisible. Es como si destruyeran la nitidez con la nitidez. Descubren el Tiempo mismo en estado puro, su espectral ambigüedad, más acá de la simplicidad binaria de la cultura informativa. Cuando el cineasta ruso Aleksandr Sokurov -autor de declaraciones “tristemente antimodernas”, según la queja de Rancière- dice entender sus imágenes como “una preparación para la muerte” está tomando la senda de esta teología inmanente, una inmediatez ética con la cual nuestra tecnología cultural algún día tendrá que medirse.
Liberando a la sensación de la opinión, tal inmediatez despierta un sobresalto remoto en nosotros. Impactando directamente en el sistema nervioso, estas formas poéticas o audiovisuales nos ahorran el tedio de una historia que escuchar, la seguridad de una información que clasificar. Interrumpen la realidad subtitulada que nos protege y nos enferma para introducirnos en una visita “no guiada” por lo real, curándonos con el mal de su desnudez. Estableciendo un diálogo con lo mortal, una relación infinita con la finitud, tales creaciones nos curan con la misma intemperie de la cual la sociedad quiere librarnos, aunque para convertirnos en público cautivo, sujetos del índice de audiencia.
Así pues, sin que nadie sea capaz de establecer en cada momento dónde está la línea divisoria, se sigue librando en nuestro imaginario, de la música a la fotografía, la batalla entre un studium mayoritario, informativo y publicitario, y un punctum minoritario, más oscuro y difícil, pero de cuyo valor depende la relación de Occidente con la existencia mortal. Por añadidura, acaso también con la tierra y las culturas antropológicas externas.
En cuanto a la publicidad, el único problema es, pues, el moralismo de su encadenamiento a un fin, que aburre infinitamente. No porque estemos o no contra el capitalismo, sino por la vulgaridad infinita, la ausencia de sorpresa, y la evidencia pauloviana propias del anuncio y su tiempo encadenado. El moralismo de la publicidad es evidente si mantenemos un compromiso poético y fisiológico con lo sensible, con un absoluto sensible que no es traducible a ninguna imagen… excepto a aquéllas -Egon Schiele, Viola, Loznitsa- que reproducen el misterio de lo real.
Tal esplendor mortal no admite reproducción a distancia, plana y sin riesgo, pues al tener una herida en su núcleo, exige que esa herida sea reproducida… lo cual borra la ilusión de distancia con la que nos gratifica la imagen media. Cuando hay arte, trata a lo real como a un animal que puede pisarnos. Se atreve a una cercanía con los objetos que destituye por un momento el narcisismo del sujeto y el universo antropocéntrico en que nos refugiamos.
Ocurre como en el mesianismo del aura en Benjamin, el carácter oracular de las apariencias en Berger. Tal compromiso con ese plano de inmanencia real, nos permite ser muy exigentes con respecto a los libros que se deben leer y las imágenes que se deben ver. Recordemos otra vez En la ciudad de Sylvia. Aunque seamos partidarios de una infiltración en todo tipo de campos, es preciso hacer una distinción ontológica entre el arte cinematográfico y la publicidad, tome la forme que ésta tome y aún reconociendo que la línea divisoria entre arte y publicidad siempre es ambigua. En un anuncio puede haber momentos de fascinación poética absolutos; en una buena película, puede no haberlos.
En cuanto a la imagen, todo se decide por la fidelidad ético-estética con el enigma real, eso que hace que una imagen que lo captura -recordemos aquella escena en American beauty de unas simples hojas girando con el viento- se borre como imagen para dejar lugar a una vivencia. Se trata de una punzada que se hace vida, experiencia inolvidable. No existe en todo caso arte sin “trauma” -eso que el espectáculo intenta imitar con el impacto-, sin la experiencia de una temporalidad, interior a la historia, que divide nuestro tiempo en dos.
No obstante, en cuanto la palabra “muerte” los equívocos suelen ser letales. En general, el arte cinematográfico o pictórico no trabaja la muerte como un hecho empírico, terminal o espectacular. Se trata más bien del sentido de la condición mortal, ese espectro real que invita a una relación infinita. Un poco ajenos al resto del mundo, y en paralelo a la cultura japonesa, es posible que los rusos -no sólo Sokurov, también Loznitsa y su maravillosa Polustanok– sean maestros en esa experiencia mortal que es reprimida con la proliferación espectacular, gore o informativa, de los cadáveres.
Así pues, Baudrillard sabe de lo que habla cuando dice («La comedia del arte», Lápiz, febrero de 1997), en contra del sistema de tránsito y desplazamiento de la media audiovisual, «Todo lo malo que le pueda pasar a la cultura me parece bien». La «imagen absoluta» del arte no es simplemente una imagen, sino el retorno material de lo invisible, una experiencia inmanente de lo extático. De ahí, incluso sólo por razones meramente estéticas, que el arte tenga mala relación con esa imperial pared de una separación espectacular que preocupa a Debord, a Deleuze y Agamben. Aunque también en ella, es cierto, haya que hacer distinciones: no es lo mismo un anuncio que otro, no es lo mismo Tarantino que Almodóvar.