Imágenes

Bien es cierto que una simple imagen vale más que mil palabras. No estoy seguro si la frase se le atribuye erróneamente a Herbert Marcuse o bien el filósofo marxista norteamericano la copió de otro. Y no me apetece en estos momentos comprobarlo en wikipedia. Ahora que parece que se acrecienta la esperanza de dejar atrás la pandemia gracias a la vacuna, me llaman la atención algunas imágenes que he observado en los últimos días y que a mi juicio subrayan más que nada la soledad de sus protagonistas por encima de la tragedia sanitaria que ha golpeado al mundo. Las hay a millares, cada instante, cada minuto, cada día, pero me han impactado dos.

La primera es la de la reina Isabel II, de riguroso luto, sola, cuyo rostro apenas se distingue, escondido bajo el sombrero y la mascarilla negros, mientras lee el libreto religioso, sentada en uno de los sitiales de la capilla de San Jorge, en el castillo de Windsor, durante el sobrio funeral de su esposo, el príncipe Felipe, duque de Edimburgo. Seré un sentimental, pero me causó una gran tristeza. Sin duda, obedecería a razones de protocolo, aprobado por la monarca británica.

La segunda, no menos impactante, es la de una fotografía del danés Mads Nissen, premiada este año con el famoso World Press Photo, tomada en una residencia de ancianos de São Paulo (Brasil) el pasado agosto. La instantánea plasma el abrazo que una señora de 85 años recibe de una enfermera, la primera caricia en cinco meses.

Estas dos imágenes me sirven para reflexionar una vez más sobre uno de los grandes, sino el que más, males de este siglo y de la segunda mitad del anterior: la soledad. Contra esa enfermedad no hay vacuna que valga. No hay internet, redes de contacto o partido de fútbol que la eliminen. Si acaso la pueden amortiguar.

El covid-19 no ha hecho más que acentuar lo solos que podemos sentirnos los seres humanos. Ya ha advertido el filósofo surcoreano Byung Chul Han, afincado en Alemania, que internet no es la panacea ni el remedio para aliviar la incomunicación que sufre el individuo en una sociedad fatigada como la actual. Ha habido en los pasados doce meses grandes tragedias, especialmente en residencias de ancianos, donde muchos de ellos murieron por falta de recursos sanitarios, mala gestión o negligencia sin haber sido despedidos por sus familiares. Por eso irrita un poco escuchar las palabras de protesta de los negacionistas, algunos con gancho de personas admiradas popularmente por sus éxitos artísticos como Miguel Bosé, que sostienen que todo el drama ha sido fabricado por las multinacionales farmacéuticas, Bill Gates y la conspiración de grupos económicos poderosos. Me pregunto con qué fin. No pienso que se necesite un virus para dominar, controlar y vigilar a la sociedad.

A la crisis sanitaria, económica y social hay que agregar la emocional, la de la incomunicación y soledad forzadas, cuyas consecuencias están por ver.

Hace una semanas leí en la prensa una noticia que me resultó interesante. Realmente lo que más me impacta últimamente no es el espectáculo (no se puede definir de otro modo) de los políticos de uno y otro bando, tirándose los trastos a la cabeza, un comportamiento tan poco constructivo. ¿Se darán cuenta del daño inmenso que están causándose a sí mismos y, lo que es peor, del riesgo enorme que acarrea su conducta para la confianza social en los valores democráticos? Por contra, presto más atención a sucesos individuales de la vida cotidiana, acaecidos aquí o en el resto del mundo.

La noticia que me suscitó curiosidad fue el anuncio de la creación de un Ministerio de la Soledad en Japón. Así, como suena. El departamento lo dirigirá un político, que, además, coordinará una estrategia para afrontar un fenómeno agravado por el descenso de la natalidad y la masificación de las ciudades. Japón es el país más longevo del planeta. España es el segundo. No es casual, según la nota que leí en El País redactada por Gonzalo Robledo, un periodista colombiano gran conocedor de la sociedad nipona y afincado en Tokio desde hace mucho tiempo, que esa decisión esté motivada en parte por el hecho de que ha habido un repunte de suicidios el pasado año, así como un aumento inquietante de personas fallecidas que vivían solas y cuyo cadáver fue encontrado entre uno y tres meses después.

La escritora Junko Okamoto, autora de un libro con un título suficientemente revelador (Los más solitarios del mundo: los hombres japoneses de mediana edad) declara en una entrevista al periodista colombiano que muchas personas están solas pero se niegan a aceptarlo, porque lo consideran un estigma. La situación social ha servido para que algunos restaurantes tokiotas hayan decidido colocar en sus establecimientos mesas individuales con buenas vistas pero alejadas de las demás para no crear incomodidad al comensal solitario.

He leído que en España cerca de cinco millones de personas viven en hogares unipersonales. El número ha crecido en casi 100.000 de 2019 a 2020, sobre todo entre individuos mayores de 65 años y el fenómeno ha aumentado más entre hombres (11,4%) que entre mujeres (4%), aunque la soledad anciana sigue siendo una abrumadora mayoría cosa de féminas. Son cada vez más los casos de hombres forzados por las circunstancias a vivir sin compañía y a sentirse incómodos y agobiados para afrontar la soledad.

A este ritmo y considerando el descenso de la natalidad y el aumento de la esperanza de vida en España se podrá llegar a los niveles japoneses, donde se calcula que el 40% de los hogares serán unipersonales en 2040.

Al fenómeno de la España vaciada habrá que agregar entonces la España solitaria, en la que un Gobierno, sea de derechas o de izquierdas, se tenga que plantear la conveniencia de crear un Ministerio de Soledad. ¿A quién escoger como titular de ese hipotético departamento? La verdad, si se me permite la frivolidad, preferiría que lo dirigiera una mujer antes que un hombre. Como hombre me sentiría más arropado y hasta mejor comprendido por una ministra que por un ministro. Aunque eso no me impediría tener mi propio criterio de selección. En el Gobierno actual, por ejemplo, no contarían con mi apoyo para el cargo políticas como Irene Montero o María Jesús Montero, me exiliaría directamente si el propio Sánchez o Ábalos lo dirigieran, no me sentiría cómodo con Nadia Calviño, Teresa Ribero, González Laya, Darias o Robles, pero aceptaría con agrado que la nueva responsable de la cartera de Soledad fuera la vicepresidenta Yolanda Díaz, incluso aun cuando apenas comparto su ideología. Pero sentiría que por fin alguien de voz suave escucharía mis cuitas. Tal vez me equivocara por fiarme de las apariencias de una persona dialogante, sonriente y de verbo musical. Algún colega entonces me diría en un bar con una cerveza en la mano: «No aprendes, amigo. Te lo advertí. Baja del cielo y arremángate para vivir en el infierno de adultos».

 

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