de Bajo la piel, los días.

Eduardo Moga

[HACÍA VEINTE AÑOS QUE NO VISITABA PARÍS...]

París, I

Hacía veinte años que no visitaba París. Mi último recuerdo de la ciudad era un crepúsculo de septiembre, con mi mochila, con hambre, junto al puente de Alejandro III. [Volví a Barcelona en tren, en un viaje de casi un día; agotado el dinero, mi único alimento fue un cucurucho de frambuesas comprado en los Campos Elíseos (la verdad es que no sé si fue ése el orden de los acontecimientos: contemplar el puente, comer frambuesas, tomar el tren; ni siquiera estoy seguro de que se produjeran en un mismo viaje. Sin embargo, así los ha dispuesto la memoria, o así los dispone para escribir este poema)]. Las luces del puente se imprimían en el gris creciente del anochecer, y enjambraban en los grupos escultóricos de hierro forjado, suspendidos sobre el agua indecisamente azul. Su fulgor se mezclaba con la humedad del río, cuyas vaharadas se extendían como una gasa oscura, y con la de la tarde, que llenaba el aire de lágrimas horizontales, de borrosidades endurecidas. La luz se derramaba, en fin, en el encerado de la niebla, y la noche la esculpía, mientras yo observaba el tránsito de lo real, y me decía que también yo cambiaba, que también yo me convertía en otro cuerpo, en otra forma destinada al olvido, como aquellas mitologías zaristas y sus panes de oro y los tratamientos antioxidantes que recibían con implacabilidad científica, y como la luz, clavada en el azabache móvil del Sena como una mariposa en el tablón de un entomólogo. [Aún no lo sabía, pero ya entonces vivían indigentes bajo los puentes de París. Hoy siguen acampando en emporios de cartón, perfumados de gasóleo y orina. Junto a algunos se levantan las tiendas rojas de los hijos de Don Quijote].

Esta vez hemos visto el puente de Alejandro III de día. El frío era helador, y los transeúntes que se dirigían a los Inválidos o, en sentido contrario, al Grand y al Petit Palais [que albergaba una exposición de arte egipcio; ¿o era sumerio?] pasaban con recogimiento claustral. Un grupo de turistas españoles inevitablemente bulliciosos [antes me gustaba encontrar a compatriotas en mis viajes, por lo exótico; ahora me hastía] saluda con palmas, vítores y gritos de «¡Vivan los novios!» a una pareja de recién casados asiáticos, probablemente vietnamitas, que se acerca al pretil del puente, con frac él y organdí ella, para la espeluznante sesión de fotos.

Caminamos. Siento las plantas encendidas, pese a la gelidez del suelo. Los adoquines penetran en el pie, y buscan las cavidades de los metatarsos, y lijan los rincones cartilaginosos. Luego trepan por las piernas y se acomodan en las ingles, a la sombra de criaturas indiferentes. Sólo se puede soportar el dolor abrazando el dolor. El dolor está en mí, intangible como el peso, mineral como el peso, habitante de las articulaciones, que son mandíbulas. Quiero poseerlo, pero huye como una pasta. Persigo sus máscaras, pero se transforman en rostro: el mío. Sumerjo las manos en su vinagre, pero, cuando las saco, sólo me extraigo a mí. El dolor causado por la fascitis concluye con la aceptación del dolor. Lo digo: lo palpo. Camino sobre cuchillas que acarician. Ardo, pero razono el ardor. Me duelo, pero geometrizo el dolor. [Toda operación poética es una operación cartográfica. Todo lenguaje, hasta el más inexacto, es álgebra].

Observo también los tejados, salpicados de mansardas. Son armadillos trapezoidales, recubiertos por escamas de pizarra, que se extienden por el cielo de París como un mar de zahúrdas. Las buhardillas ilustran la cubierta de Luz de invierno, la novela de M.-A. prologada por mí. Y esa luz azul que las envuelve, arañada por las antenas, desgarrada por los salientes de las azoteas y las gárgolas de las iglesias, es la misma que intuyo tras el tul del frío, la que alienta tras la pantalla de bruma que enmascara a las piedras. [Pese a mi prólogo y a mi participación en la presentación de su libro, nadie me invitó al acto que se le dedicó in memoriam; murió de un cáncer de páncreas, tras años de batallar contra lo que creía una fibromialgia aguda, o un síndrome de fatiga crónica]. La luz, escarchada, penetra en los pulmones como un estoque, y se instala con la ferocidad del vidrio, macerando las mucosas a lentas dentelladas. La luz profiere gemidos, dicta estalactitas, ancla en lo indefenso. Y los bronquios se astillan como la luz, y se desmoronan como la luz, y se reconstruyen retrayéndose, en un movimiento en el que convergen masticaciones y estrellas.

Saint-Julien-le-Pauvre, la iglesia más antigua de París, es de una rústica sencillez. Está encajonada en un rincón del Barrio Latino, junto a la isla de Francia, y consagrada al culto melquita, una modalidad del rito bizantino. Los iconos desgarran de color la piedra ahumada. El calor de las estufas se ve: escayola el aire. En la orquesta sólo hay cuerdas. Los músicos no hablan. Son archimandritas en chaqué. El más gordo dirige a la vez que toca. Detrás de mí, alguien cuchichea algo en neerlandés. He oído tantas veces Las cuatro estaciones, que advierto cada inflexión discrepante, el matiz de cada pausa [como Bukowski, que se pasó la vida escribiendo mientras escuchaba música clásica por la radio; en algún poema dice que, de tanto oír las piezas, sabía qué nota venía a continuación]. Asocio Las cuatro estaciones a Proust: leí En busca del tiempo perdido, en mi habitación adolescente, acompañado por sus acordes, que se hicieron tan obsesivos como la sintaxis de la novela. [La asociación no obedece sólo a un azar biográfico, sino a algo más profundo: ambos son barrocos; ambos, como yo, creen en el caudal unitivo, en el poder cicatrizador de lo ramificante].

Recuerdo las páginas infinitas que Marcel dedica a describir lo que le sugiere a su personaje una frase musical, oída en uno de los muchos conciertos a los que asistía. La frase existe: pertenece a una sonata para violín y piano, a una ballade, de Gabriel Fauré. Vivaldi suena hoy adelgazado y pedregoso, como si se precipitara por un lecho de cantos, con ímpetu de deshielo. Vivaldi es sinestésico: las notas con que describe al verano son amarillas como el sol o como el trigo; las del otoño, doradas como el mosto o las hojas senescentes de los álamos; las de la primavera, atropelladamente anaranjadas; las del invierno, blancas como la nieve [no quiero eludir el tópico: el tópico es aquí adecuado], pero rasgadas por pinceladas de carbón, por leños y lechuzas. Luego una soprano serbia, enfundada en rojo, canta el Ave María de Schubert. Reitera el ritual de los teatros mayores: sale y vuelve a entrar, incitando a que se mantengan los aplausos, no menos de tres veces. Junto a la salida venden los CDs de la orquesta.

[UNA NOCHE CENAMOS CON AGUSTÍN...]

París, II

Una noche cenamos con Agustín y su novia, Aina. Habían roto hacía poco, pero acababan de reconciliarse [«No sabes lo triste que es llegar a un aeropuerto y que no haya nadie esperándote», me había confesado él en una ocasión]. Nos encontramos con mucha suerte, porque habíamos acordado comunicarnos por el móvil, y mi teléfono había decidido dejar de funcionar. Desde la fachada del Sacré Cœur, apenas prestábamos atención a la ciudad que se desplegaba ante nosotros —telaraña de lamé con pedrería voltaica—, ni a las acebolladas cúpulas de la basílica, que nos contemplaban con lívido estupor. Remontamos una calle lateral, con la vaga esperanza de descubrirlos en alguna de las plazas adyacentes, y topamos con Agustín, que bajaba por esa misma calle, con la vaga esperanza de descubrirnos frente al Sacré Cœur. Lucía una láconica chaquetilla y una bufanda de piel de roedor, que parecía el roedor entero; ningún ecologista la habría aprobado.

Me tomé un rotundo filete de buey, aunque a Agustín no le gustó el flan, porque tenía sabor a chicle Kojak. Nos informaron de que habían decidido no visitar ningún lugar en el que hubiese una cola de más de treinta personas, lo que les condenaba a no ver nada de la ciudad. «Da igual», aclaró Agustín, «luego lo vemos en fotos o por Internet».

Visitamos también a Arnaldo Calveyra, a quien yo había descubierto con El hombre del Luxemburgo, y conocido en Barcelona, por mediación de José Ángel. [Nunca había estado en el parque de Luxemburgo, al que diversos avatares me unían en silencio: la traducción de Un sueño en el parque de Luxemburgo, de Richard Aldington (en el que cita las incómodas sillas de hierro bajo los árboles, y ahí siguen las incómodas sillas de hierro bajo los árboles. No pude, sin embargo, identificar el surtidor descrito en el libro: «A lo lejos distinguía el ondulante chorro de la fuente/ alzándose y cayendo sin cesar en parábolas de espuma,/ como la trayectoria de un cometa solidificada en agua trémula»; supongo que sólo funciona en verano), y la de Libro de amigo y amado, de Ramon Llull, que residió durante algún tiempo en el convento de Vauvert, situado en el emplazamiento actual del parque, donde puede que escribiera tramos del Llibre d’Evast i Blaquerna, del que forman parte sus aforismos místicos. En el Luxemburgo apenas hay pájaros: sólo algún tordo se atreve a indagar en las ramas interiores de los castaños, y unos pocos gorriones ateridos botan en el suelo como pelotas desquiciadas. Una piel mate, movediza, recubre la hojarasca, los grumos de hierba, el espejo de estaño del estanque hexagonal. Es la luz que huye, pero que se enreda todavía en las cosas, y deja en sus vértices jirones cenicientos. En la calle de acceso se suceden las librerías de lance, junto a puestos de fruta, frente a los que algunos ecuatorianos tocan raros tambores indígenas. (Me ha sorprendido comprobar que en Shakespeare & Co., frente a Nôtre Dame, el dependiente no habla francés; los bouquinistes que se alinean delante de la librería envuelven sus volúmenes en plástico, para que no los devore la humedad). Rozamos las estatuas, con tocas medievales, con pámpanos, y las lustramos con nuestro vaho. Hay leones, a cuyo lomo se encarama Álvaro. Alrededor del palacio senatorial —antaño hotel en el que zascandileaba Proust— se afana la policía, abrigada por barbours fluorescentes. Nos detenemos en Delacroix, al que corona la gloria, vencedora del tiempo. La piel del parque, aceitunada, estremecida, se solapa a nuestra piel y anuncia el desorden inminente del ocaso. Cruza el cielo una escasa paloma. Pasa una jogger, en pantalones sobrecogedoramente cortos. Nada se mueve en el parque, salvo sus visitantes: hiberna; su metabolismo se ha ralentizado hasta casi la expiración. No hay viento que arremoline las hojas, que crujen con atonía, como animales laxos; no hay insectos que ausculten los ojos o que busquen el cobijo de las narinas; no brincan las ardillas; nadie lee un periódico en un banco. Ni siquiera el agua fluye: alienta, pudorosa, bajo un rictus de hielo; la fuente de Médicis está callada; los álamos, embebidos en su rectitud]. Calveyra nos atiende con gentileza. Es tan delicado que parece que vaya a romperse, pero el abrazo que me da desmiente su fragilidad. Vive en un apartamento tenuemente laberíntico, de techos lejanos y libros lluviosos, que se diría extraído de Rayuela. [A diferencia de muchos septuagenarios, Arnaldo tiene una memoria formidable: recuerda con detalle —y así me lo hace notar cuando amago con contarle de nuevo la historia— cómo había conocido yo a Cortázar: en las salas vacías del Museo de Arte Románico de Cataluña, un domingo de finales de los setenta. Julio era alto como un tuareg, leñoso, luminoso, y paseaba por las salas vacías acompañado por una hermosa mujer. Yo le di la mano, arrebatado por una osadía adolescente, para felicitarlo por sus libros, aunque no los hubiera leído, y él me la envolvió con la suya, divertido por mi ingenuidad]. Prefiere recibirnos en casa, porque, nos confiesa, desde que sufriera un amago de infarto, le espanta el frío. Tomamos pastas y té, que nos sirve Monique, su mujer, una argelina de ascendencia ibicenca. Calveyra ha escrito sobre el Luxemburgo: «manantial de eternidad inventada, por poco una penumbra ofertada al cielo más vasto del jardín/ manantial fabricado, instante en círculo, asciende su forma, asciende y recae, en eso el agua, borrador, derrama, manera tan suya de mencionar los jardines del sur incansablemente bellos» [sí, debe de funcionar sólo en verano]. Nos cuenta que todos los poetas argentinos están peleados, pero que con él, de momento, no se meten: «Soy de otra generación», puntualiza, «y además no vivo allí». Vejez y lejanía: escudos contra la denigración.

Cortázar, amigo de Calveyra, está enterrado en Montparnasse, aunque no localizamos su tumba. El cementerio está atiborrado de lápidas; apenas se puede caminar entre tantos muertos. Llueve, y la lluvia embarra los senderos, desorganiza las flores, agrisa el silencio. Buscamos el lugar en el que está enterrado César Vallejo, pero tampoco lo encontramos. Cuando sugiero que abandonemos la búsqueda, me conmueve la insistencia de mis hijos —que nada saben de Vallejo, pero que advierten mi ilusión por dar con su tumba— en no rendirnos todavía. Tras fracasar en la lectura de los mapas que supuestamente indican la ubicación de cada sepulcro, la distingo por fin, gracias a un retrato del poeta depositado a los pies del túmulo. Es un enterramiento sencillo, de losa perlina y nulo ornato, excepto una fugaz inscripción en francés. Les cuento a mis hijos que Vallejo escribió en un poema que moriría en París un jueves de aguacero, y que, en efecto, murió en París un jueves de aguacero. Junto a su foto de indio hambreado —perdonen la tristeza— y a una cinta verde dejada en homenaje por la embajada del Perú, encuentro un folio doblado con el poema, «Piedra negra sobre una piedra blanca». No es jueves, sino sábado, pero cae un aguacero respetable y estamos en París. Leo: «Me moriré en París con aguacero,/ un día del cual tengo ya el recuerdo./ Me moriré en París —y no me corro—/ talvez un jueves, como es hoy de otoño.// Jueves será, porque hoy, jueves, que proso/ estos versos, los húmeros me he puesto/ a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,/ con todo mi camino, a verme solo.// César Vallejo ha muerto, le pegaban/ todos sin que él les haga nada;/ le daban duro con un palo y duro// también con una soga; son testigos/ los días jueves y los huesos húmeros,/ la soledad, la lluvia, los caminos...». Ángeles, Pablo y Álvaro me miran, apretados bajo el paraguas y velados por el cendal de la lluvia, en silencio, mientras el agua me corre por la cara y se borran las palabras del poema.

EDUARDO MOGA

[Poemas XXIII y XXIV de Bajo la piel, los días, Madrid, Calambur, 2010]

Eduardo Moga(Barcelona, 1962) es licenciado en Derecho y doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona. Ha publicado los poemarios Ángel mortal (1994), La luz oída («Premio Adonáis», 1995), El barro en la mirada (1998), Unánime fuego (1999, en edición bilingüe castellano-portugués; 2ª edición en 2007); El corazón, la nada (1999), La montaña hendida (2002), Las horas y los labios (2003), Soliloquio para dos (2006; 2ª edición), Los haikús del tren (2007), Cuerpo sin mí (2007), Seis sextinas soeces (2008) y Bajo la piel, los días (2010). Ha traducido a Frank O’Hara, Évariste Parny, Charles Bukowski, Ramon Llull, Carl Sandburg, Richard Aldington, Tess Gallagher, Arthur Rimbaud, Billy Collins y William Faulkner. Practica la crítica literaria en «Letras Libres», «Revista de Libros» y «Turia», entre otros medios. Es responsable de las antologías Los versos satíricos (2001) y Poesía pasión. Doce jóvenes poetas españoles (2004). Ha publicado los compendios de ensayos De asuntos literarios (2004) y Lecturas nómadas (2007). Codirige la colección de poesía de DVD ediciones.