Fuimos a comer a Prata, a Il Glicine, con el frente de juventudes, que se ha instalado en la casita del marqués en la que pasamos el verano anterior. Es una pena que hayamos venido tan poco este año por aquí. MMM nos invitó a la comida, pues era su cumpleaños. Todo un detalle. Luego emprendimos una excursión y yo me equivoqué. Les tenía que haber dejado ir solos, hubiera sido lo propio. Me sentí como un sobrero y el malestar creciente (de ella) era evidente. Hacia mí por estar allí, hacia él por haberme invitado a ir a la excursión con ellos, privándoles por tanto de tiempo a solas para poder hablar de su situación y de las inevitables frustraciones que estaban surgiendo. Algunas personas somos como pilas voltaicas y nos vamos recargando y recargando, hasta que ya la cosa tiene difícil remedio y ya no es tiempo de decir las cosas con claridad y sin enfadarse. Hago firme propósito de dejarles a partir de ahora más espacio y hacerme por consiguiente a un lado. Pero ya el mal estaba hecho y me resigné a hacer de convidado de piedra durante el resto de la tarde.
La primera visita fue a Suvereto, que podría traducirse como “el alcornoquito”. Aquí, como ya señalé más arriba, en la entrada de bitácora correspondiente a Pisa, viendo que los restos mortales del emperador estaban en tal mal estado que no era posible aguardar hasta Pisa para darles sepultura en el duomo, fue adobado mediante el Mos Teutonicum el cadáver de Enrique VII de Luxemburgo, el gran Arrigo. El profesor Francesco Mallegni ha estudiado los huesos que están en el catafalco del emperador en la catedral de Pisa y ha llegado a la conclusión de que murió envenenado por el arsénico que sus físicos le administraron para tratarle, como era habitual en la práctica médica de la época, la infección de ántrax que padecía y le amargaba la vida. De este modo, terminó la ilusión que Dante y otras cabezas pensantes de la Italia de comienzos del siglo XIV habían depositado en el emperador Enrique. De Buonconvento al reposo final en el duomo de Pisa, con parada en Suvereto para llevar a cabo la costumbre germánica.
En el trono que miras fijamente
por la corona puesta sobre él,
antes de que tú llegues al convite
se sentará el espíritu imperial
del gran Enrique, que arreglar querrá
Italia antes de que esté dispuesta.
Par., XXX, 133-138.
En la puerta sur del burgo, me fijé en el escudo de la familia Appiano, señores de Piombino. Me intrigó profundamente ver las armas de Aragón en el stemma o escudo de armas. Un poco de investigación heráldica, que entra dentro de mis responsabilidades en el seno del séquito del marqués, arrojó un poco de luz. Jacopo III Appiano d’Aragona (Piombino, 1422-1474) fue hijo natural legitimado (vamos, un bastardo con suerte) de Manuel Appiano. Cambió en 1465 su apellido a Appiano d’Aragona (el apellido y por consiguiente el stemma) por concesión personal de Alfonso V, el Magnánimo, el castellano de Medina del Campo que fungía como Rey de Aragón, de Nápoles, de Sicilia y Duque de Calabria. Alfonso V tenía mucho interés por esta región, en la que batallaba de vez en cuando, como cuando sometió a asedio a la vecina Piombino en 1448. El sucesor de Jacopo III, Jacopo IV reforzó los vínculos de la familia Appiano desposando en 1478 a Victoria Todeschini Piccolomini d’Aragona (Nápoles 1460, Piombino, 1518), hija de Antonio Todeschini Piccolomini d’Aragona y de María de Aragón, hija a su vez del rey Ferrante de Nápoles. Antonio Todeschini Piccolomini d’Aragona era el sobrino predilecto del Papa Pio II. Siguiendo el plan trazado con la Conserteria Piccolomini, sus sobrinos adoptaron su propio apellido y sus armas, y concertó sus matrimonios, en particular el de Antonio con una princesa napolitana, matrimonio que le permitiría añadir Aragón a su nombre, y a su escudo, las armas de Aragón. Pio II y el rey Ferrante de Nápoles intercambiaron cromos, yo te doy una hija y tu legitimas a mi familia, pues en ella había demasiados hijos naturales, comenzando por el propio Ferrante, hijo natural de Alfonso el Magnánimo. Con esta política matrimonial, la familia de Pío II empezó a desplazarse desde Siena al Reino de Nápoles para buscar allí su lugar bajo el sol.
Los miembros de la familia Appiano fueron entre 1399 y 1628 los señores de toda la comarca: Suvereto, Piombino, Buriano, Abbadia al Fango, Vignole y las islas de Elba, Montecristo, Cerboli y Palmaia. Ya conocía las armas de la familia Appiano de nuestra visita el año pasado a Populonia. Aquí, las armas tradicionales de los Appiano están combinadas con las armas de Alfonso V como Rey de Nápoles, que son un centón de la historia del reino y de sus dinastías: palos verticales de oro y gules de la Casa de Aragón, cuartelados con los palos horizontales de plata y gules de Hungría, los lises dorados sembrados sobre Azur, con la etiqueta roja que señala que son armas de Anjou, casa cadete de Francia; por último, las cruces potenzadas de Jerusalén. Alfonso V, además de a su hija, natural, Victoria, le entregó a Jacopo IV el derecho a añadir a su apellido el de Aragón y a sus armas las de Aragón, coronadas, además con la cimera del dragón. Cómo me gustan estos asuntos. Si tuviera alguna influencia, propondría que el sistema educativo incluyera un semestre de heráldica ya en primaria. Otro gallo nos cantaría. Hechos los deberes genealógicos, tras callejear por el burgo, que es un ejemplo de cuidado y armonía, concluimos su arqueología feudal dirigiéndonos hacia la rocca aldobrandesca que lo corona. M. adopta una nueva táctica para poder lograr estar un rato a solas: nos sugiere que vayamos nosotros solos a visitar la rocca, “que él ya la conoce”. Más recarga voltaica. No me asomé demasiado a las almenas.
De Suvereto nos fuimos hasta Castagneto Carducci, el pueblo en el que el premio Nobel Giosué Carducci pasó su infancia (aunque había nacido en el siguiente pueblo de la excursión, Bolgheri). Castagneto recibió en 1907 su epíteto literario, hasta entonces había tenido el marbete de Castagneto Marittimo, pero en el pasado fue llamado Gherardesca, el nombre de los condes de dantesca memoria que fueron señores en su momento de toda la comarca. El pueblo está mucho más azotado por el flagelo del turismo que Suvereto. Todo un enigma, pues Suvereto es bastante más bello y medieval. Tras dejar el coche en las afueras del burgo, me fui a una farmacia para comprar agua destilada para el aparato que me ayuda a dormir. En un diario à deux es imposible guardar un secreto. Estoy seguro de que el marqués ya ha dado cuenta en su parte de este infamante postizo nocturno que me convierte en un cíborg. La plaza donde tomamos café estaba macizada de gente, pero me agradó en extremo ver a tanto niño jugando en la calle. La propaganda buenista en varios carteles que poblaban la plaza conminándonos a portarnos mejor y doblar bien la ropita ya me gustó menos. Buscamos la casa de Carducci y M., naturalmente, le rindió homenaje a su hermano en la poesía y en otros negociados. De allí nos encaminamos a Bolgheri, la última etapa de la excursión.
No sé a ciencia cierta si la historia de que Bolgheri toma su nombre de un contingente de guerreros búlgaros que formaban parte de la hueste de los longobardos es verdadera, pero, cualquiera que me conozca un poco, entenderá que para mí dicha historia está bien trovata. Búlgaros en la costa. Desde sus comienzos Bolgheri fue el epicentro de los dominios de los condes della Gherardesca, de dantesca memoria. Un longobardo llamado Wilfrid, ascendido en el otoño de su vida por méritos piadosos a la categoría de San Walfredo, tenía numerosas posesiones en la Maremma, hasta que supongo que atormentado por sus excesos y crueldades se hizo monje benedictino y fundó el monasterio de San Pietro in Palazzuolo en Monteverdi Marittimo, al que donó todos sus bienes. Los historiadores han descartado el altruismo en este tipo de donaciones: al parecer, era este un expediente habitual para proteger las tierras de las familias longobardas de los francos, los nuevos señores de Italia desde los tiempos de Carlomagno. En el pequeño cogollo medieval del pueblo, destacaba la torre del gran almirante pisano, el conde Ugolino dela Gherardesca, el que terminó mal, muy mal, en la mencionada Torre della Muda en Pisa, al lado de la Iglesia de San Esteban. Desde allí, hasta el mar, una infinita procesión de cipreses conformaba el famosísimo Viale dei Cipresi, al que Carducci inmortalizó en uno de sus más conocidos poemas, Davanti a San Guido:
I cipressi che a Bólgheri alti e schietti
Van da San Guido in duplice filar,
Quasi in corsa giganti giovinetti
Mi balzarono incontro e mi guardar
Aquellos fieles amigos de un tiempo mejor, los machadianos días azules de la infancia:
Bei cipressetti, cipressetti miei,
Fedeli amici d’un tempo migliore,
Oh di che cuor con voi mi resterei-
Guardando io rispondeva –oh di che cuore!
Ma, cipressetti mie, lasciatem’ire;
Or non è più quel tempo e quell’età.
Se voi sapeste!…via, non fo per dire.
Qué azul era el cielo.
Cuando llegamos al mar, el sol estaba en pleno crepúsculo, fundiéndose en el espejo del mar. Se produjo un incendio en el cielo como nunca me había sido dado contemplar[1]. Me descalcé, me adentré en el mar hasta que el agua me cubrió los tobillos, tampoco se trataba de terminar mis días ahogado, y me dispuse a fundirme yo también en aquel espectáculo. De rojo escarlata a burdeos, de burdeos a borgoña, de borgoña a púrpura, de púrpura a un rojo-anaranjado que fue tornándose en azul. Entre tanto rojo pasando al negro, recordé un fragmento del final de Zorba el griego, sobre las esperanzas a las que se les cayeron las alas:
“Voluptuosas, embargadas en una vaga pena, pasan las horas del lento llover. Acuden a la mente muchos recuerdos amargos encerrados en el pecho: la partida de un amigo, las muertas sonrisas de alguna mujer, las esperanzas a las que se les cayeron las alas, como a mariposas que quedaran convertidas de nuevo en larvas. Y esas larvas se hallan posadas sobre las hojas de mi corazón y las roen sin descanso.”
Esperemos que a cada melancolía bástele su duelo, que haya alguna esperanza a la que no se le caigan las alas y que esas mariposas no se conviertan de nuevo en larva. La gloria de quien mueve todo el mundo aquella tarde parecía ser de color rojo Tirreno. Qué rojo era el cielo, variación de qué azul era el cielo, de Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes. Y por un instante, debido a la arena que pisaban mis pies desnudos y la tormenta caleidoscópica de rojos que acababa de terminar, me sentí en el planeta Marte, el planeta rojo, alejado de todo y de todos. Apesadumbrado y pensativo, saqué los pies de la arena y me dirigí al encuentro de mis compañeros de viaje. Y si el lugar me quitan que más quiero/no vaya a perder otros por mis versos (Par., XVII, 110-111). De golpe, había llegado la oscuridad.