Camina desde la Puerta de Alcalá en dirección a Sol y se le caen las lágrimas. No le importa porque nadie la ve. Por dos razones. La mascarilla. Y que en realidad nadie mira a nadie. Menos en esa Plaza de la Independencia llena de repente de terrazas de lujo con gente de negocios que desayuna mientras intercambia dinero, información e influencias o con gente rica de verdad que es la que se puede dedicar a la vida contemplativa de lunes a domingo porque sus finanzas se las llevan otros. La sensación no es muy diferente lejos de las puertas del Barrio de Salamanca, en Ribera de Curtidores, donde nuestra protagonista se siente menos incómoda, salvo que la edad media del público es más baja; la vestimenta, más descuidada en apariencia; y el firme está en cuesta.
Llora y no vamos a decir que no sabe por qué. Lo sabe. Claro que lo sabe. Llora y eso que brilla el sol –aunque es su odiado mes de febrero por casi siempre gris y gélido– y acaba de estirar las piernas una hora por un Retiro luminoso, con esa luz que parece que ya no es del invierno, sino que ya promete y hace atisbar la primavera. Los almendros están en flor y más tempranamente que nunca. Pero luego descubrirá que era una falsa promesa: marzo casi no tendrá ningún día ni templado ni despejado. Ay, las frustraciones…
Ay, sobre todo las equivocaciones. Y los mayores errores de nuestra vida. Eso subyace en la tristeza de quien lloraba una mañana de un febrero primaveral al lado del Cappuccino que no sabe por qué siempre le recuerda a los March. La literatura viene como siempre al rescate y pone letras a esos desvíos del camino cierto y hasta el soñado, incluso privilegiado, que estábamos recorriendo hasta ese fatídico volantazo pese a los avisos en contra –qué sabias resultan ser a veces las advertencias no atendidas y que provienen de quienes tienen más información sobre el sujeto decisor y su esencia que el propio sujeto–.
Quizá me confundí de calle y de aventura
Pero ya me conocen sus farolas y el alba,
Ya conocen mi sombra, mi canción, mi tristeza
Y esta costumbre vieja de andar erguido y solo
Son versos de Javier Egea. Un poeta que pudo vivir sin trabajar (al margen de lo bien que cincelaba sus versos) por proceder de una familia bien de Granada. Pero (aventuramos) sus convicciones le hicieron escoger una vida más en los márgenes y menos cómoda de lo que le habría correspondido naturalmente. Y también tuvo un final más trágico de lo que la cuna le auguraba. Pero la travesía de los niños (o niñas) bien que se vuelven díscolos no suele ser feliz. Es el desclasamiento.
[Desclasar: Hacer que alguien deje de pertenecer a la clase social de la que proviene, o que pierda conciencia de ella.]
Buena diferenciación hace la RAE entre la existencia y la conciencia. Aunque suponga una enmienda a la totalidad a Marx (“la existencia determina la conciencia”). Al margen de que haya quien pueda enriquecerse o empobrecerse, el DRAE también da la posibilidad de que alguien pueda desligar la posición en la que se autoubica en el mundo de sus condiciones materiales de vida; es decir, de que se aliene o tome conciencia de lo mal repartido que está el mundo.
La infraestructura institucional (léase mayor o menor calidad del Estado del Bienestar, las leyes del mercado laboral…). Las casualidades de la vida. Pero también nuestros aciertos y nuestros errores. O estos últimos en combinación con la red institucional existente y el factor suerte. Todo ello nos puede empujar hacia arriba o hacia abajo en la estructura social. La real. La que marcan nuestras condiciones materiales del vivir (o malvivir).
Entre todos estos factores, le otorgamos una especial importancia al binomio acierto/error, porque lo consideramos que está bajo nuestro control. La suerte es una lotería, valga la redundancia. Y las leyes, aunque se ven influidas con nuestro voto, son las que son. Pero hay que añadir un elemento adicional: además está la fundamentación ideológica, el pensamiento dominante, ese falsario que dice que uno es artífice de su propio destino y si acaba arriba (o en una posición medianita) es por sus méritos y si está abajo (o en el subsuelo) es por su desidia o por sus errores.
Por eso nos da miedo errar en la elección de las aventuras de las que habla Egea en su poema. Por eso quien lloraba al principio lo hacía por temer haberse equivocado. Porque también es común el pensar que la vida da pocas oportunidades y si yerras, caes sin remisión. La infraestructura institucional presta una red insegura y con rotos. El Estado del Bienestar es del Medioestar. Y el mercado laboral es una jungla.
La pandemia y ahora la guerra han multiplicado la sensación de la que hablaba Ulrich Beck sobre nuestra insegura existencia en una sociedad del riesgo global. La angustia individual y colectiva aumentan y el consumo de ansiolíticos y otros fármacos para los males del alma se multiplica. Ayer lo dijeron en las noticias.
En este entorno de ansiedades colectivas, los Estados, los gobiernos, tienen que proporcionar certidumbres. Nada más y nada menos.