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Incidente en ARCO

 

La anécdota es estimulante. Un estudiante entra en el recinto de ARCO 2011, la feria de arte contemporáneo, en Madrid. El joven estudia en una escuela de arte británica, y su nombre es Elías, según me han dicho. Bajo su brazo lleva un dibujo, correctamente enmarcado, envuelto en un papel de periódico. La razón de ello es que quiere enseñarlo en diferentes galerías con el fin de poder exponer su obra algún día en alguna de ellas. Le acompaña una joven. Entran en el recinto ferial, están unas horas y no sabemos nada de ellos  hasta el momento en el que intentan salir del recinto.

      El control de seguridad  pregunta a Elías acerca de lo que lleva debajo del brazo. Nuestro estudiante dice lo que ya sabemos. El cuadro ha sido realizado por él y la razón de llevarlo ha sido el de enseñarlo en algunas galerías. Seguridad alega que ello debe ser demostrado, una cuestión que plantea problemas. La joven que acompaña al  estudiante de arte comienza a hacer fotografías, incrédula, pasmada por lo que está sucediendo. Es un hecho digno de ser fotografiado. El personal de seguridad dice que a ellos no se les puede fotografiar. No sabemos del destino de la cámara en cuestión. Se plantean algunas soluciones. Las personas que allí se encuentran, en su mayoría personal de ARCO encargado de la información, se ofrecen para ir galería tras galería, barrer el espacio expositivo preguntando en cada stand si ese cuadro les ha sido sustraído. Es una idea que no prospera. Se propone recabar la ayuda de expertos, ya que en ese momento hay muchos en el recinto ferial. Se hacen consultas para averiguar si ese cuadro realmente es una gran obra, una obra de arte, o simplemente un mal cuadro, incluso si es un fake, una mala copia de un buen original. Los expertos, de los muchos que hay en ese momento en el recinto, no pueden dar una respuesta concluyente, el expertizaje ha fracasado, nadie puede comprometerse a dar un veredicto.

      Desconozco el desenlace de la aventura de este joven, del que incluso se ha dicho que es de nacionalidad belga. Quizás no sabía que en España hemos cambiado mucho. Ya no somos tan permisivos, de hecho aplicamos la delación (anónima) frente a la denuncia (se exige nombre y DNI) a quienes fuman donde no deben. ARCO sería un laboratorio perfecto de esta nueva ética; ya no es tan fácil llevarse un cuadro de la feria, y quizás las consecuencias para alguien que hubiese encendido un cigarro en el espacio expositivo hubiesen sido más catastróficas que para quien hubiese robado un Matisse. En todo caso el personal de seguridad cumplió escrupulosamente, con profesionalidad, las obligaciones  que tenía encomendadas.

      Pero el puctum, ese que gustaba a Roland Barthes cuando miraba fotografías, se encuentra en otro lugar, apasionante donde los haya. Es ahí, en la incapacidad de los expertos para justificar el sueldo, contrariamente a los vigilantes que se lo ganan honradamente. La historia llevaría chorros de tinta, desde el Rembrandt falso de seiscientos millones de las antiguas pesetas en la feria de Maastricht hasta los robos a la manera de Thomas Crown, tanto por Steve Mc Queen como por su alumno aventajado, Pierce Brossnan.

     Si nos atenemos al primer caso, nada como disfrutar con aquella joya de Orson Welles  llamada Fake, titulo más fino y sutil que Fraude. Pocas cuestiones quedan en el aire sobre la fiabilidad del mundo del arte a través de aquel exquisito delincuente de guante blanco, el mayor  y mejor falsificador de pinturas, Ermil de Hory, o del más contenido y serio en cuanto a maneras Clifford Irving, quien pasó diecisiete meses en la cárcel por haber vendido por una ingente cantidad de dólares la autobiografía fake de Howard Hughes a una editorial de Nueva York. Dos auténticos artistas conceptuales, si nos atenemos a lo que se lleva. Fue en Ibiza donde ambos estafadores congeniaron con el resultado de una biografía de Ermyl de Hory, esta vez verdadera,  realizada por Irving. Imposible un asunto mejor para una película de Orson Welles. Lo que ahora realmente entusiasmaría es que Fake fuese un falso documental, que Ermil de Hory y Clifford Irving nunca hubiesen existido y así seguiríamos hasta el infinito, incluida la propia existencia de Orson Welles, de Kane, de Hearst, también incluiríamos su versión radiofónica de la Guerra de los mundos, de H. G. Wells, otro fake. La saga continúa, es lo más moderno, es el caso del documental Exit through the gift shop, imprescindible, realizado por el genial graffitero Bansky, o I’m Still Here, de Casey Affleck, el año perdido del actor Joaquin Phoenix, una historia, un testimonio, de lo que ha sido una impredecible transformación de Joaquin Phoenix, un documento que no sabemos qué hacer con él. Hay muchos más documentales que ya no los produce ni History Channel, ni National Geographic, sino museos europeos o americanos, productores inteligentes y valientes que permiten que veamos obras extraordinarias como las que fabrica Ross McElwee. La marcha de Shermann no sería más que un botón de muestra. Son gente que ya se ha enterado de que los tiempos están cambiando.

 

 

     Debo decir que mis líneas son interesadas, ya que tengo un gran interés por la confusión inteligente, por su capacidad para ampliar la mente. De hecho dedico la mayor parte de mi tiempo a aprender sobre ello, a no caer en la trampa de la gravedad del arte. Es una gran admiración por la venganza socrática, no muy diferente de la duchampiana. Posiblemente sea el enésimo intento, ya desesperado, del arte por desenmascarar la realidad con la ayuda inestimable de la ficción. Filmamos historias que nunca ocurrieron, fotografiamos lugares que nunca existieron, y esa bella mujer, semidesnuda y provocativa a quien hemos fotografiado en una de las galerías de ARCO 2011, no es una mujer sino una escultura de Kimberly Clark, visualmente más que convincente, como si de una escultura de Duane Hanson o de John de Andrea se tratase. Aún más: como si del museo de Madame Tussaud se tratase. O bien aquellas fotografías que creíamos haber obtenido y se exponen en ARCO y no son fotografías aunque lo parezcan, y se diga que lo son, fake por partida triple en este caso, fake-icónico, fake-copia y fake-precio. O bien la obra de aquel buen hombre de un poblado de Sierra Leona que hacía fotografías para bodas y bautizos en su poblado natal y que por arte de magia, y por el arte del comisario artístico de turno, se instala en las mejores paredes de las ferias europeas de arte contemporáneo, en marcos y contextos digamos post-modernos. También me entero, poco después del complejo incidente del control de seguridad, que en cierta galería se ha roto una escultura, pero que la mirada contemporánea del galerista ha considerado que así su valor aún puede ser mayor. Si bien todo ello parece extraordinariamente nuevo, quizás lo sea sólo hasta cierto punto, porque aquella otra joven escandalosa por real -como la joven de Kimberly Clark-, la joven que reta al espectador devolviéndole la mirada, no era Olympia, sino una joven llamada Victorine Meurend, aunque en todo caso sí era una pintura y así lo parecía, y no pretendía ser una fotografía. Aunque Victorine Meurend estuviese tan fotográficamente desnuda como lo estaría después en Dejeneur sur l`herbe, una pintura con vocación de instantánea familiar, pero finalmente, sin duda, una pintura, y de las buenas. Así lo confirmó el Louvre al admitirla cuarenta años más tarde en sus salas, cuando aquella desnudez fue ya más o menos asimilada como simple obra pictórica. O también, por alguna razón me viene a la cabeza Carmen, el demoledor retrato hecho por el genial fotógrafo Erwin Blummenfeld, cuarenta años después a la mujer que fue modelo de Rodin para su escultura El beso.

     Vayamos al segundo caso, a Faye Dunaway y a René Russo, bellas e inteligentes, pero no artistas, ya que lo que pretendían era estropear el plan artístico de Thomas Crown. Mi Google Earth me llevó directamente a Oslo, ciudad a la que viajé con la intención de interesarme por Edvard Munch. El hecho es que los dos El grito de Munch, fueron robados de sus respectivos lugares de adopción, uno de ellos en la Galería Nacional de Oslo y el otro en el Museo Munch, también en Oslo. Me referiré al primero. Es un asunto interesante y que  me lleva a recordar y a enredar en mis apuntes de mi peregrinaje por Europa. Escribí unas líneas sobre ello:

     “Es la mirada que se proyectó en la Galería Nacional de Oslo cuando en 1994 fue robado El Grito, de Edvard Munch. En los días siguientes a la pérdida hubo una afluencia excepcional de público para contemplar el lugar vacío que había dejado el cuadro. Algunos turistas japoneses rezaban por una próxima recuperación, pero sabían que estaban en el lugar exacto, en el momento decisivo, en un lugar de privilegio, en donde había ocurrido lo excepcional. Situación de lujo para un fotógrafo de ahora, al que le interesan mucho más las huellas que lo que las han producido. Las huellas que quedan, el silencio que queda tras el ruido del mundo.

    Europa está plagada de huellas, si bien es verdad que muchas llegan a un punto a partir del cual no podemos continuar porque se han borrado. Otras se cruzan, otras se superponen, otras cambian repentinamente de sentido. De nuevo, es necesaria una vocación detectivesca. Estamos ante una arqueología de alta escuela. Es preciso ser reiterativo con esta idea. Lo excepcional no es el hecho del robo, sino el nuevo espacio que se crea, el lugar que surge, que queda tocado por nuevas miradas. ¿Y si la cámara no fuese más que un vulgar escáner que muestra huellas extraordinarias, de presencia imponente, autosuficiente?

 

 

     Posteriormente, fue colocado un cartel de El Grito con un rótulo debajo que decía: “Robado”. Una oportunidad excepcional para la nueva mirada irónica, la mirada contemporánea, que todo lo absorbe, lo recicla, lo comprime. Es la distancia de la ironía que ha convertido la historia -¿y los templos del arte?- en un parque temático-tecnológico. La mirada fotográfica no es más que una consecuencia de ella, participa de ella, habita en ella. Pero la cámara, ese gran filtro protector entre el que mira y lo mirado, aún quiere distanciarse un poco más. Hay todavía espacio para alejarse un poco más. Se impone una consciencia aún mayor que la de la simple percepción de la historia como pasado, como algo que ya hemos dado por terminado, como un inventario ya acabado de hechos simultáneos”.

     Así ocurrió también en Weimar en 1999. También se proyectó esa mirada cuando la ciudad alemana fue capital europea de la cultura, y yo me dedicaba a recorrer lugares, digamos literarios, con el ánimo de leerlos para  intentar ampliar su realidad convirtiéndolos también en lugares fotográficos. Escribí en el catálogo para la exposición de mis fotografías:

     “Entre las múltiples exposiciones y actividades culturales y artísticas que se llevaron a cabo (en Weimar) se construyó una réplica exacta de la casa y jardín de Goethe. Fue colocada a poca distancia de la original y los visitantes tuvieron la oportunidad de degustar ambas residencias. Tan sólo había dos diferencias entre ellas, digamos sensoriales, porque no icónicas, ya que la réplica tenía incluso sus paredes algo despintadas para recordar aún más a la original. En la original, en la de verdad, no estaba permitido tocar los muebles (de Goethe) y las ventanas no se podían abrir para así mantener una temperatura constante. En la copia-fake, el público podía tocar los muebles (reproducciones) y las ventanas podían abrirse. En la original, el publico pasaba en fila más serio, más solemne, más en voz baja, más recatado. En la clónica, el ambiente era más relajado, más distendido, comentarios, sonrisas, el niño lo tocaba todo y no se le regañaba… Dos casas completamente diferentes, y un público igualmente interesado en ambas. Por supuesto el paisaje que las rodeaba no era el mismo, digamos el paisaje histórico, pero tampoco es el mismo el que rodea la casa original de Goethe con respecto al que fue. El bosque de Ettersberg aún no había sido talado para construir el campo de exterminio de Buchenwald , si bien es obligado decir que el árbol bajo cuya sombra Goethe solía descansar quedó dentro del recinto del campo y fue cuidado con mucho esmero por el personal del mismo, hasta que en agosto de 1944 un bombardeo americano acabó con él.

     ¿Quién va a decirnos si hemos fotografiado o no la casa correcta? ¿Cuál de ellas es la correcta? Es extraordinario el parecido de ambas en fotografía. Tan difícil como apostar por la imagen del ciervo vivo frente a la del disecado (fake). Es la apariencia que no entiende de muebles fake o muebles de culto. ¿Serán los muebles de Goethe o tan solo muebles de la época de Goethe? Definitivamente, las casas son muy diferentes, pero las cámaras no lo saben. Tienen una mirada extremadamente moderna, como la de Kimberly Clark. Solo registran las apariencias. En realidad, para las cámaras casi todos los lugares se parecen mucho. La casa réplica estaba guardada y empaquetada, al menos hasta hace poco, para ser trasladada a Japón, adquirida por un coleccionista…”.

    Vuelvo a ARCO 2011 donde en la puerta de salida ha vuelto esa mirada. Nada más gratificante, sea una obra maestra o un excelente fake que reluce en todo su esplendor, como si de algo realmente moderno se tratase, vuelven de nuevo, una vez más, las máximas duchampianas, aquellas que ponían el arte contemporáneo, arte siempre en presente, el único arte posible en cada instante, en un lugar donde el suelo se movía bajo nuestros pies.

     Habría que preguntarse -es un futurible-, si todo ello le hubiese ocurrido, no a Elías, sino al escritor Max Aub al salir de ARCO, intentando mostrar alguno de sus cuadros en una buena galería, y se hubiese demostrado que no eran suyos, sino de un pintor contemporáneo de Braque y Picasso llamado Jusep Torres Campalans. ¿Cómo hubiese actuado el personal de seguridad, qué hubiesen dicho los expertos que pueblan los pasillos de ARCO 2011 en su 30ª edición? La respuesta queda en el aire.

 

Madrid, 3 de marzo, 2011

 


 

Eduardo Momeñe es fotógrafo. Su último texto publicado en Fronterad es Acerca de Maryon Park.

 


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