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Incursión

 

Entre el Festival de Cine de San Sebastián y el Festival de Cine de Sitges, galopada.

Incursión.

La criatura humana es como la han hecho. A veces siente ganas de perpetrar una correría, una razia, un viaje tras las líneas enemigas. El instinto agresivo de la persona humana, mujer, hombre, párvulo, funcionario, le viene de que, sin él, no hubiera sobrevivido. Piernas para correr como un conejo, alas para volar como un gorrión, la persona humana no las tiene. Tampoco la camaleónica facultad de mimetizarse con el medio. La habilidad de la lombriz para esconderse. La facilidad del calamar, de la mofeta, de la llama, para expulsar líquidos de camuflaje u ofensivos. Así que, antes o después, el ser humano se ve obligado a plantar cara. Porque no puede huir. También es cierto que el águila, el halcón, el bombardero, tienen alas y atacan. Que el león, el lobo, quien nos quita un taxi, tienen piernas no menos veloces que las de la gacela o que el Correcaminos. Y son depredadores. La defensa propia no es excusa. Cada cual es lo que es y hay a quien el regalo de la inteligencia le sirve para alejarse de ello, crecer, tender la mano al otro en el entendimiento de que, además, es lo más útil; y hay para quien lo de la inteligencia es un regalo contra los demás. Son mayoría. De ahí lo que decía Trotsky de que el socialismo será universal o no será. Le quitas el comisario político a la persona humana y ves que, ser, sí es, pero no humano. Siglos de educación y el hecho religioso, en el que lo que cuentan no es jamás el mensaje sino a cuántos les llega aquello que se diga. Eso, o que la agresión, la razia, la correría, la incursión son más amenos que la misericordia, que el colaborar, que el entender al otro. Se divierte uno más. Y se conoce mundo.

Historia antigua. En 1969 The Band publicó The Night They Drove Old Dixie Down. Sobre una razia.


The Night They Drove Old Dixie Down
. The Band

Virgil Caine es como me llamo y serví en el Ferrocarril de Danville
hasta que llegó la caballería de Stoneman y volvió a arrancar las vías.
Pasamos mucha hambre en el invierno del 65;
apenas podía decirse que estuviéramos vivos.
Para el 11 de mayo, Richmond había caído.
¡Es un tiempo que recuerdo tan bien!
La noche en que derrotaron a la vieja Dixie.
Las campanas tañían.
Y la gente cantaba: Nana nana nanana na naa. Nanananana nanana nana.
De vuelta a casa con mi mujer, en Tennessee, un día oí que me llamaba:
“¡Virgil! ¡Ven! ¡Date prisa! ¡Por ahí va Robert E. Lee!”
Ahora ya no me importa andar cortando madera
y no me preocupa que nuestro dinero haya perdido su valor.
Se toma lo que se necesita y se abandona todo lo demás,
aunque nunca hubieran debido dejarnos sin lo que más amábamos.
Igual que hizo mi padre, trabajaré la tierra.
Como mi hermano, desde el cielo, que se unió a los rebeldes.
Tenía justo dieciocho años y era orgulloso y valiente.
Un yanqui lo envió a la tumba.
Y yo juro por el barro bajo mis pies que un Caine ya no vuelve a levantarse, una vez que ha sido derrotado.

El Ferrocarril de Danville. Arteria vital de aprovisionamiento para los Estados Confederados, durante la Guerra de Secesión norteamericana.
George Stoneman. Oficial del Ejército nordista.
Robert E. Lee. General en Jefe y el orgullo de los Ejércitos confederados.
Richmond. Una de las plazas clave, cuya caída supuso el principio del fin para el Sur.
La vieja Dixie. Los estados de la Confederación.
Y la incursión de Stoneman.


Misión de audaces / The Horse Soldiers. John Ford. 1959

La canción “La Noche en que derrotaron a la vieja Dixie”, interpretada por la mítica The Band frecuentemente Dylan y escrita por uno de sus miembros y principal compositor, Robbie Robertson, refleja el estado de ánimo de los vencidos en la Guerra de Secesión norteamericana, arruinados por una moneda que no era ya de curso legal, con centenares de miles de muertos a sus espaldas y afrontando el trabajo de reconstruir su país, sometidos a las autoridades unionistas.

Uno de estos jefes militares del ejército vencedor y, precisamente, de los que se mostraron más humanos en el desempeño de su tarea, fue George Stoneman, después gobernador de California, que alcanzó la fama durante la guerra con sus incursiones al mando de un cuerpo de caballería por detrás de las líneas enemigas, a veces muy dentro del territorio confederado, destruyendo líneas de ferrocarril, almacenes, depósitos y todo lo que pudiera servir al Sur.

Seguramente fue en el general Stoneman en quien se inspiró el cine para la película “The Horse Soldiers”, titulada en España “Misión de Audaces”, de John Ford, con John Wayne, Constance Towers y William Holden en los papeles principales.

George Stoneman.

La incursión vista desde el otro lado. (¿Por qué cortarán tan horriblemente el sonido -y la imagen- de estas muestras?)


El maquinista de La General / The General. Clyde Bruckman, Buster Keaton. 1926

Al principio del cine y hasta bastante después, las simpatías iban hacia el Sur: El nacimiento de una nación, Lo que el viento se llevó… En ambas aparece, favorablemente retratado, el Ku Klux Klan, Kyklos, círculo, Clan, protector de la mujeres sureñas y vengador de los desmanes que perpetraban los negros.


Strange fruit. Billie Holiday

Hombres, pendiendo de los árboles. Y el galante, el valeroso Sur, que los colgó allí arriba.

El negro, entonces, 1915 The Birth of a Nation, 1939 Gone with the Wind (el misterio de la película sigue siendo por qué prefiere, Vivien Leigh, Leslie Howard a Clark Gable), no merecía mayor consideración que, entonces, antes, siempre, la mujer, aunque la mujer fuese la causa más usada, la que deja herido al caballeroso Ashley, que Rhett Butler recoge en sus brazos.

El romántico Sur.
Tiempo para el romanticismo.


Misión de audaces. Cadetes salidos de una Academia.

Dirigidos por un Reverendo. Biblia en mano.
Convocados por la Patria.
Bendecidos por Dios.

Escenas memorables.

El general Stonewall Jackson habla con el coronel Stuart: “Coronel Stuart, si estuviera en mi mano no se daría cuartel al enemigo. Como hicieron los pieles rojas con ustedes, bandera negra”, que significa aniquilación, el exterminio, no está mal para un cristiano. Y prosigue: “Nuestros políticos no tienen determinación para una guerra como esta”. Muestra la Biblia. “Deberían leer la Biblia. Está llena de guerras como esta”.


Dioses y generales / Gods and Generals. Ronald F. Maxwell. 2003

Siempre Dios está con los dos bandos. El Dios de los Ejércitos, que en su carnet de baile lleva apuntados a cuantos aspirantes se lo piden. Y a todos los obsequia con el mismo consejo: “Sin piedad”. Que quien pierda sufra el dolor y aprenda, para otra vez, a ser más digno de sus altos favores. Dios no tolera al perdedor. El negocio de Dios es con los fuertes. El de todos los dioses. ¡No vas a aliarte con el débil! (Cristo, parece, lo intentó, se ve que no le sigue ni su Iglesia). Es la guerra y, a Dios, unos le cantan en la victoria y otros le lloran por haberlos abandonado. La culpa, dice Dios, es de quien cree sin suficiente fé. Claro que, al Sur, finalizada la Guerra de Secesión americana -y eso que entre sus mandos los había temerosos y obedientes de Dios, fieles acérrimos-, no le fue bien. El general Stonewall Jackson, por ejemplo.

Stonewall Jackson

Stonewall Jackson era un fanático de Dios. Asiduo lector de las Sagradas Escrituras, se creía un macabeo, guerra a muerte hasta sus últimas consecuencias. Guerra de exterminio. Dios está con nosotros. Y nuestra causa es justa, salvo para los negros; pero Jackson, que era más bien cercano a los esclavos y hasta, contraviniendo la Ley, enseñó a leer a alguno, razonaba: “Si Dios no hubiese querido la esclavitud, no habría esclavos”.

Dios sabe lo que se hace. Incluso antes de ser Dios. En la infancia de Dios. Cuando Dios era dioses.
Jenofonte.


Los amos de la noche / The Warriors. Walter Hill. 1979

Perseguidos por los Baseball Furies. Un poquito entrados en años para bandas juveniles, The Warriors sigue siendo una película electrizante. Los amos de la noche, antes novela, escrita por Sol Yurick, se inspira en La retirada de los diez mil, de Jenofonte, donde se narra el penoso regreso de los hoplitas griegos, que Ciro llama en su ayuda para derrocar a su hermano Artajerjes, a través de territorio enemigo, casi cuatro mil kilómetros, hostigados por cuantas tribus encuentran a su paso. Ciro ha muerto. Ahora todos vienen contra ellos. Tienen que abrirse camino peleando.

Jenofonte, con excelente opinión de sí mismo, se reserva el papel protagonista. Pío hasta la exageración, fanático religioso, como Stonewall Jackson, orando a cada paso, antes de emprender cualquier acción militar manda hacer sacrificios y, si los presagios no son buenos, no se mueve (según algunos, a Stonewall Jackson el nombre, que le puso el general Barnard Elliot Bee en la primera batalla de Bull Run, no le viene de ser un muro cara al enemigo tras el que reagruparse, sino de que, por mucho que el general lo convocase a la acción, como un muro de piedra, Jackson no se movía). Aun así, los griegos vuelven a la patria. El círculo se cierra. Para el cine, Michael Beck, Swan, es Jenofonte. Dorsey Wright, Cleonte, sería más bien Clearco. James Remar, Ayax, sí parece Cleonte. Roger Hill, Ciro, es Ciro. David Patrick Kelly, Luther, está claramente inspirado en Menón de Tesalia. Dennis Gregory, Masai: un Artajerjes bueno. Deborah Van Valkenburgh, Mercy, es trasunto de la Milesia que, desnuda, escapa a donde los griegos. En la incursión, en la violencia, ser religioso ayuda. Más seca, más dura, la novela de Yurick: la escena en la que un trabajador, un obrero inesperadamente fuerte que se cruza en su camino, casi acaba con uno de los guerreros antes de que él lo mate. El cine, Los amos de la noche en la pantalla, mata menos.

Galvanizan, por otra parte, estas historias. Como el racismo, como el machismo, seguramente no impreso en nuestros genes, figura en el programa de adiestramiento que pasa por la lengua e incluye Dios, Patria, Rey y a todas las autoridades competentes. Así que, no puedes evitarlo, te emocionas.

Me cito (y, claro, vengo).


Horizontes de grandeza / The Big Country. William Wyler. 1958

Un numeroso grupo de jinetes no acaba de decidirse a entrar por el desfiladero. Esta vez, lo que el patrón pretende hacer es excesivo. La razón está de parte de los que esperan dentro de la trampa. Ha de ser el hombre a quien el viejo crió, aquel al que formó a su imagen, el que le ha sido fiel hasta matar, morir si hiciera falta, vivir por él; ése tiene que ser quien se le enfrente. Quien, en nombre de todos, le haga saber que no piensan seguirlo. Que no podrá contar con ellos para esto.

El vigoroso anciano los mira con desprecio. Para él no hay más límite que el de su propia fuerza ni otra ley sino su voluntad. Dice: «Ya me vi solo más veces». El viejo vuelve su caballo hacia la cortadura. Despacio. Y entra en ella. Se pierde en un recodo.

Hay un momento tenso. Ahogando una maldición, el hijo meritorio monta y galopa tras él. Después, dos, cuatro, seis; todos le siguen. El viejo ni siquiera gira la cabeza. Amaga una sonrisa suficiente: sabía que vendrían. El joven, Charlton Heston, lo mira con evidente admiración. Emociona la escena. La tremenda música. El uso de la cámara. Toca una fibra sensible, también, lo que se cuenta. La lealtad, que es hermosa en sí misma. La dignidad. El valor. Que son. Que ¡claro!, deben ser. Aquí, contra nosotros. Incursión. Las teclas de un teclado con el que, desde siempre, nos controlan.

Himno de la caballería

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