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(In)Dependencia.

Escucho en la radio mientras descongelo la cena, que hay más enfermos psiquiátricos en las enfermerías de las prisiones españolas que en cualquier antiguo manicomio, ahora hospital psiquiátrico. Por lo visto cambiaron el nombre al mismo tiempo que reducían drásticamente las plazas.

 

Enseguida pienso en el comentario casual de mi hermana, enfermera de cárceles, o como ella nos corrige, de centros penitenciarios: la paz en mi trabajo depende de las drogas, la metadona,  los ansiolíticos, somníferos y antidepresivos.  Es decir, de las drogas ilegales y las legales.

 

Sólo el 7 % de la población reclusa son mujeres . Por tanto los hospitales psiquiátricos en los que se han convertido las cárceles, son hospitales psiquiátricos masculinos.

 

Vivimos en una sociedad cada día más opaca gracias a la disponibilidad de poderosos medios unidireccionales de transmisión de información y a la escasa capacidad de respuesta individual, por supuesto, y  también colectiva. Porque la manipulación más eficaz es la que difunde lo falso de forma incansable hasta hacerlo cotidiano e incuestionable, y no la que impide que salga a la luz lo verdadero. La política se convierte en un ejercicio publicitario que sólo en los casos más sangrantes se lleva al banquillo perdiéndose la verdad social en la verdad judicial de sumarios donde la mayoría nos perdemos.

 

El mecanismo más claro para lograr esta contención continua del conflicto es desvincular  el discurso político, los programas de los distintos partidos o sindicatos, del compromiso y responsabilidad exigible por su cumplimiento (que se lo digan a los indignados).  No se rinden cuentas. Ni previas, ni posteriores.  

 

He aquí un claro ejemplo del llamado impacto de género.  Suprimimos centros de día, hospitales psiquiátricos, residencias, guarderías, (o las hacemos inaccesibles que es lo mismo), y el efecto directo es la dependencia de  la población femenina, que a cambio de una contraprestación siempre sujeta a la disponibilidad presupuestaria de cada momento, se condenan a su propia dependencia, presente y futura: no tienen trabajo, no tienen salario, no tienen posibilidades de ingresos más allá de la dependencia  de la persona que cuidan. 

 

Si decidimos como sociedad que los enfermos psiquiátricos, los discapacitados mentales, deben ser integrados en la sociedad, idea que  podemos compartir los que creemos en una sociedad sólo sostenible cuando en ella quedan a salvo los pilares más débiles,  no basta con aprobarlo y felicitarse por el avance. Hay que pensar en que si esos enfermos no disponen de una infraestructura asistencial adecuada (y cara), la responsabilidad de su integración, que pronto se convertirá en exclusión, recaerá sobre su red familiar. Pero es más, cuando hablamos de familia,  no hablamos de toda la población en general,  como en el caso de la población reclusa,   hay que tener en cuenta que el 90 % de las personas que no buscan trabajo por cuidar a familiares enfermos o discapacitados son mujeres, y también son estas en un 80 % las que hacen uso de la excedencia laboral para atenderlos.

 

Sólo si esta dependencia o necesidad social, es atendida colectivamente a través de servicios públicos accesibles, el cuidado no se convertirá en una cárcel profesional y vital para todas esas mujeres, que contribuirán productivamente al sistema que cuida con ellas,  seguirán cuidando a sus familiares, ellas y el resto de personas  a su alrededor, desde su independencia, consiguiendo de este modo una integración real a través de la responsabilidad de todos: estado, familias y sociedad.

 

Concediendo ayudas asistenciales a las personas, en su mayoría mujeres, que antes cuidaban gratis, sólo estamos contribuyendo a crear la dependencia de la dependencia.

 

 

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