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Indicaciones y referencias

 

Un día, en la localidad de Opicina, sobre el Carso triestino, tuve necesidad de acudir al centro médico. Era una mañana fría y neblinosa de enero en la que no se veía muy allá y, como apenas conocía el pueblo, para no perder tiempo, enseguida pregunté por el paradero del Ambulatorio al primero que acertó a pasar por donde estaba. “Sí, sí, el ambulatorio, no faltaba más—me respondió amablemente—; es muy fácil, siga por aquí —y me indicó una de las dos calles en cuyo cruce nos encontrábamos— y luego…, luego… Bueno, si en realidad es muy fácil…, usted coja esta calle —repitió volviéndomela a señalar— y luego…, bueno luego… si es muy fácil, ya verá como es muy fácil…”.

 

Trató aún de explicarse mejor sobre lo que tenía que hacer después de enfilar aquella calle, pero no atinaba más que a volvérmela a indicar, a mostrarme lo que estaba allí mismo ante nosotros y no ofrecía la menor duda. Ya después, parecía encontrar alguna dificultad insuperable para seguir indicándome el camino. Se daba de bruces con ella cada vez que lo intentaba y, tras reiterarme aún una vez más que siguiera por la calle que me señalaba, volvió a repetirme que era muy fácil, que era muy fácil y que yo ya lo vería.

 

Seguí efectivamente por donde me había dicho, pero la calle al poco se bifurcaba en dos ramales y tuve que preguntar de nuevo a la primera persona que encontré. Era, como el anterior, un hombre joven y, aunque vivía allí a todas luces también como él, tampoco acertó a señalarme más que por cuál de las dos calles del cruce de allí delante tenía que ir, tras de lo cual parecía volver a tropezar con la misma rara dificultad de mi primer informador: no atinaba más que a señalarme lo inmediatamente ante la vista, y después era como si algo se fundiese, como si a la pantalla en la que veía el lugar se le hubiese ido la imagen y se hubiese puesto a chisporrotear.

 

—“¿Pero está cerca o lejos?—pregunté entonces.

 

—“En coche no es nada”, me respondió.

 

Era evidente, aunque hubiese niebla, que yo iba a pie, pero me pareció oportuno decirle que no, que a pie, que si había mucho trecho a pie. Entonces él también me respondió que no, que tampoco estaba lejos a pie, que cinco minutos. Pero luego ya no acertó a decirme a derechas más que que siguiera por ahí y que después preguntara a cualquiera, pero que no tenía pérdida.

 

Seguí por donde me había dicho y al poco me topé sorprendido, casi de manos a boca, con los muros del cementerio. Los altos cipreses destacaban su frondosa oscuridad entre la bruma y la piedra del muro de cinta daba la impresión de irradiar una solidez y una evidencia inamovibles. En el aparcamiento aledaño, cuya extensión apenas si dejaba intuir la niebla, esperé a que despuntara alguien para volverle a preguntar. Tampoco fue tanto rato en realidad, a lo mejor ni siquiera un minuto, pero ya empezaba a perder la paciencia y se me hizo eterno, pero por otra parte no quería aventurarme a perder más tiempo tomando por el lado equivocado.

 

—Dé la vuelta ahí y siga adelante y luego… bueno ya lo verá, conociéndolo es muy fácil, pero claro, si no se conoce…— me dijo la mujer, ya entrada en la cuarentena, que al fin salió de entre la niebla.

 

No la dejé esforzarse más; el mismo telón que se les corría a los otros al tratar de señalar un poco más allá de lo que estaba ante nuestras narices pareció caer también de repente ante la mujer. Así que continué en la dirección que me sugería y cuanto me hallé de repente ante la iglesia volví a preguntar.

 

—“Está ahí mismo, detrás de la iglesia”— me respondieron esta vez.

 

Así que estaba nada más y nada menos que justamente detrás de la iglesia, en un sitio tan difícil de explicar como detrás de la iglesia. “Coja por aquí y luego a la derecha a la primera bocacalle que encuentre hasta que llegue usted al cementerio. Lo rodea y sigue hasta llegar a la iglesia. Está allí detrás de ella”, hubiera dicho, acaso sólo hacía algunos años, cualquier persona interpelada: más fácil imposible. Con dos referencias tan evidentes, tan inequívocas para quien no conoce el lugar, como el cementerio y la iglesia, no parecía creíble que no supieran dar razón a un forastero sobre el lugar por el que preguntaba. ¿Qué ocurría?, me dije, ¿cuál era el problema, la causa de aquel cortocircuito, de aqueloscurecimiento no sabía si lingüístico o bien de representación de un lugar o tal vez de relación con el otro?

 

Al salir del ambulatorio y volver, ya sin prisas, por otro camino distinto al que había tomado a la ida, a la parada del tranvía que me devolvió a Trieste, todavía me asombré más. Había, desde el sitio donde habían comenzado lo que casi se podían llamar pesquisas, un camino mucho más fácil todavía, tan fácil como decir: “siga por esta carretera hasta un cruce con una calle más ancha, y luego tuerza por allí a la izquierda hasta llegar a la iglesia. Está detrás”.

 

Entonces caí en la cuenta de que no era ni la primera ni la segunda vez que me ocurría, en Italia y en España o seguramente en cualquier otro país donde entendiera algo la lengua; que si preguntaba a una persona, a lo mejor relativamente joven —aunque este último dato no podría certificarlo—, por un camino que exigiese una explicación más amplia que el mero “a la derecha” o “ahí a la izquierda”, “allí mismo está”, las posibilidades de que luego tuviera que volver a preguntar cada dos por tres eran muchas. Y enseguida recordé la facilidad que tenían cuando yo era pequeño las personas para indicar un camino. Casi se regodeaban muchas veces cuando se les presentaba la ocasión de explicarlo con todo lujo de detalles. ¿Qué pasa ahora?, me volví a preguntar, ¿qué es lo que está fallando? ¿Qué tipo de habilidad no estaremos perdiendo si dejamos de saber indicar cabalmente un lugar o una calle que conocemos? ¿Y querrá eso decir algo?

 

Bien mirado, cabe empezar a ver, el problema parecía estribar en el encuentro de referencias, de unas referencias que quien no conocía el lugar, el ajeno a un determinado sitio, pudiera llegar a compartir sin mayor esfuerzo y, por consiguiente, a distinguir con facilidad. Un cementerio y una iglesia —nada menos que un cementerio y una iglesia— constituían en efecto la mejor y más evidente de las referencias; todo el mundo sabe lo que es, e identifica por ende en cuanto lo ve, un cementerio y una iglesia, y no sólo por su tamaño. Así que cabía preguntarse qué hubiese ocurrido si las referencias que se tenían que haber buscado hubiesen sido algo menos evidentes, qué se yo, un monumento, un determinado edificio que hubiere requerido una descripción mínima…

 

Si no daban en pensar que una iglesia y un cementerio podían ser referencias eficaces e inequívocas, podía quería decir —cavilo ahora— que tal vez lo que la mayor parte de la gente presupone hoy que es compartible y distinguible ha cambiado y hoy en día son, por ejemplo, ciertas tiendas o letreros publicitarios y, por el camino que me indicaban, no los había, de modo que de ahí derivarían pues todas sus dificultades. Aunque también puede querer decir, más bien, que a lo mejor tampoco daban siquiera con la necesidad de encontrar referencias compartibles con el otro, con el hecho de que, sin referencias comunes, no hay posibilidad de una indicación que sobrepase mínimamente lo que está ahí mismo a la vista. Claro que también puede que acaso sólo fuera —o por lo menos lo fuera también— una incapacidad de representarse abstractamente un lugar, de figurarse un más allá de lo a la vista.

 

Constaté en efecto, al recordar otras veces más o menos recientes, que no se trataba de un caso aislado, de una mera coincidencia de un mal día, sino que tenía que tratarse de un fenómeno en toda regla que bien merecía una detenida consideración. ¿Tendría ya que ver algo en ello el hecho de que tanta gente tuviera navegadores satelitares en el coche, con el que ya van a todo, o las muchas horas pasivas de televisión y las cada vez menos de trato directo con la gente? Los navegadores automáticos, me dije o tal vez me digo sólo ahora, no pueden haber introducido ya, en tan poco tiempo como hace que se usan, cambios sustanciales en la representación, el trato y el lenguaje; si acaso intensificarlos. Son más cosas entonces, más motivos, una tendencia configurada tal vez por una abigarrada serie de prácticas y actitudes de nuestro cada vez más desarrollado mundo en algunos aspectos y cada vez más subdesarrollado en otros.

 

Pero si no sabemos encontrar referencias compartibles en algo tan sencillo como indicar dónde se halla un sitio, si ni siquiera damos en pensar que se trata, para señalar dónde está una cosa, de buscar referencias comunes, ¿qué no ocurrirá —me tomo la licencia de inducir— en otros ámbitos donde el camino a seguir es de orden más amplio y complejo, más relevante y decisivo para la marcha no ya de un individuo desorientado una mañana de brumas, sino de una entera comunidad tal vez igualmente desnortada y envuelta en niebla?

 

La respuesta viene por sí sola: vamos por mal camino si no sabemos ni comunicarlo a otros en los casos más sencillos, si hemos perdido la costumbre de buscar referencias comunes, de dar con relaciones unitivas, si hemos olvidado la habilidad o el hábito del lenguaje para ello, la destreza de figurarnos una representación compartida, una comunión posible. Seres solipsistas que no somos capaces más que de señalar lo que está ante nuestras narices, como los niños, o de confiar nuestra habla y nuestra visión a una voz metálica del más allá de la Técnica; seres empobrecidos en nuestra presunta riqueza que ni siquiera reconocemos en una iglesia ni en un cementerio nada que se nos antoje como común o sobresaliente, de la misma forma que a lo mejor podemos empezar a no considerar ni el lenguaje como algo común, hecho de referencias, de orientaciones e indicaciones comunes.

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