Me decía Pedro, exultante y recién llegado a São Paulo, que decidió marcharse de España por Los Mercados y La Cosa. O sea, porque se cansó del pesimismo de los españoles que no dejan de hablar de La Cosa -porque en España «la cosa está mu mala, la cosa está fatal»- y de los mensajes apocalípticos de Los Mercados, las agencias de rating y demás ladrones profesionales. «¡Mi abuela está preocupada por la prima de riesgo!», me decía, todavía atónito. Su entusiasmo al llegar a la caótica megalópolis brasileña se explicaba por su deseo de huir de ese pesimismo que ha inundado el país desde que se instaló la crisis –que en España, básicamente, significa paro-, que contrasta con la ebullición, el cambio permanente, las aspiraciones y expectativas que se respiran a cada paso en São Paulo.
Recién llegada a la Madre Patria, entre la alegría y la calma de estar en casa, comienzo a percibir, como otras veces, pero cada vez con mayores dosis de desesperación y resignación –por paradójica que resulte la combinación-, esa desesperanza de los míos. Entre los treintañeros, unos parecen resignados a no encontrar nunca un trabajo adecuado a sus estudios o ambiciones; los que sí tienen trabajo temen perderlo. Muchos asumen que la hipoteca que les asfixia les esclavizará casi de por vida, y eso si no suben los tipos de interés, porque todo puede ir a peor, siempre; los que no llegaron a hipotecarse dan gracias al cielo por haber sido más prudentes, pero temen que no podrán comprarse nunca una casa. Aunque, unos más y otros menos, comienzan a entender que no hay tanta diferencia entre alquilarle a un particular o alquilarle al banco; vamos, que hipotecarse no significa tener un piso en propiedad; que no es tuyo, que es del banco.
Los bancos. Nunca en España, hasta donde me llega la memoria, se habló tanto de los bancos, del sistema monetario, del capitalismo, de las posibilidades reales de que la indignación popular se transforme en revolución.
El 15 de octubre, las de Madrid y Barcelona estuvieron entre las manifestaciones más multitudinarias de una indignación planetaria que llegó a casi mil ciudades de ochenta países. El sábado pasado, miles de personas salieron a la calle en Madrid para exigir que la Lideresa madrileña, Esperanza Aguirre, no termine de cargarse la educación pública.
Leo en Público que, para el profesor Jaime Pastor, el movimiento del 15-M debe izar como una de sus principales banderas la protesta contra los recortes en servicios públicos. No puedo estar más de acuerdo. Y sólo la sanidad es más importante que la educación. La lucha de los indignados de toda Europa debe centrarse en la resistencia contra el desmantelamiento del Estado de bienestar, que está en marcha desde los años ochenta y el apogeo neoliberal, pero que se ha acelerado ahora que Los Mercados imponen la austeridad fiscal. La crisis crea miedo y confusión, y con ello, un caldo de cultivo inmejorable para que la elite del planeta termine de ejecutar sus planes.
Leo ayer en un debate de la página de Internacional de El País un comentario más que oportuno: “Que nadie olvide que el Estado de bienestar tal cual lo conocemos en Europa es, también, una concesión del capital para terminar con la conflictividad. Concesiones tras décadas de combate político y sindical” (mfdezcuesta). En aquel momento, contábamos con el contrapoder soviético, con el miedo a los Rojos, a nuestro favor. Ahora estamos solos en medio del pensamiento único y sólo la indignación activa nos sacará del pozo. Porque, insisto, todo puede ir a peor. Y sin duda irá, si no lo evitamos. Como dijo Margaret Mead, nunca esperes que un Gobierno resuelva un problema importante. Los derechos se conquistan. Nuestros padres y abuelos lucharon para conquistar el derecho a la sanidad, a la educación, a una pensión digna. A nosotros nos toca pelear para que no nos los quiten. Y estamos tardando.