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AcordeónIndios y pakistaníes del Raval barcelonés: la comida no se tira

Indios y pakistaníes del Raval barcelonés: la comida no se tira

 

Indiana Jones en el Templo de Moti Mahal… O Indiana Jones en busca de la Dahi Vada… O Indiana Jones y el poder de Vishnu… Cualquiera de estos títulos podrían figurar en la cartelera como la quinta entrega de la saga de Indiana Jones (después de Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal), que los directores George Lucas y Steven Spielberg están preparando con el máximo secreto. Harrison Ford ya ha dicho que volverá a hacer restallar el látigo. En el 2004, ese mismo Harrison Ford, acompañado de su novia, la actriz Calista Flockhart —que a la sazón protagonizaba Fragile, la película de terror de Jaume Balagueró; los dos se casarían en 2010—, visitaron el restaurante barcelonés de comida india OM Manglay Namah Moti Mahal (“indian tandoori”). Se trata de un espacio de 30 metros cuadrados con capacidad para siete mesas, un pecera con golden fishes, un imagen elefantiásica del dios de la prosperidad y la sabiduría Ganesh, y una placa de la Premium Beer Extra Smooth Cobra Barça. El salón-comedor, en la calle de Sant Pau, 103, en el barrio barcelonés del Raval, está regentado por Mahender Gautam. El indio Gautan es vecino de la tienda Frutes i Verdures, cuyo administrador actual es el pakistaní Abu. Ellos dos se llevan bien. Mahender le compra tomates a Abu. “Yo siempre le repito: ‘India es el padre; Pakistán, el hijo. ¿Por qué nos hemos de llevar mal?’”. Los recelos políticos y culturales perviven, a más de seis mil kilómetros de distancia de estos dos países asiáticos, pero se han enfriado de tal manera que la coexistencia es pacífica. La maleta en la que también cargaron con las diferencias religiosas la han guardado en el armario.

 

 

El padre indio

 

“Pues sí, Harrison Ford y Calista estuvieron delante de la puerta de Kali Sidre, sitio de lujo [Ca l’Isidre, en la calle de Les Flors, 12], pero no entraron. Luego vinieron aquí, hasta la puerta, y sí entraron. A Harrison le gusta mucho comida hindú. Pidió el número 39, Chicken Tikka Masala [pollo al horno hindú con cebolla, pimienta y curry], que ahora voy a llamar Plato Harrison Ford”, se vanagloria Mahender Gautam (Nueva Delhi, 1964), hombre cordial y de gestos nobles, que se lava las manos antes de estrechártelas y que sonríe sin malicia. “¿Que qué comió Calista? Pues no sé, ella fue más sosita, no habló en toda la noche. Luego me dijeron que cuando salieron del restaurante se empezaron a pelear. Cosas de ricos…”. La anécdota le sirve a Mahender, casado con Daljinder Kaaur, para repasar la lista de sus distinguidos comensales: Macaco (banda liderada por Daniel Mono Loco Carbonell; “muy amigo, viene cada dos meses, siempre quiere lentejas”); los actores Gabino Diego (“muy simpático”) y Eric Neal Newman (intérprete de Independence Day, “muy fuerte”);  el exentrenador del Fútbol Club Barcelona Josep Guardiola (“muy bueno”); la princesa saudí Sarah (“no quería hacerse fotos”), y su hermano el príncipe Al Farhad… Sobre este último, con gafas de sol y sombrero de cowboy, el propietario del Moti Mahal guarda un grato y sabroso recuerdo: “Me llamó su servicio de seguridad desde el hotel Arts de Barcelona para reservar mesa para 18 personas. Antes de llegar el príncipe inspeccionaron el local de arriba abajo. ¿Quién se esconde en la cocina?, querían saber. Más tarde, el príncipe encargó comida que no se llevó. Dijo: ‘Te la pago igual, haz lo que quieras con ella’. Yo hice paquetes y fui al parque de aquí al lado, als Jardins dels Horts, y la repartí entre la gente que había durmiendo en los bancos. No se puede tirar la comida, Dios me castigaría. Trabajamos como burros para ganarla y ¿la vamos a tirar? No hay que tirar la comida. Yo les digo a mis hijos, Marc y Nieves, que si algún día entra en el restaurante alguien que tiene hambre, que le sirvan igualmente, aunque él no tenga dinero. Somos humanos, ¿no?”.   

 

Mahender Gautam, que profesa el hinduismo, llegó a Barcelona en la Nochebuena de 1984: “Increíble, me quedé sorprendido de esta ciudad, de este país. Es otro mundo. Mi hermano, que vivía aquí desde 1973, cuando había Franco, me dijo: ‘Ven, que aquí hay grande mar’. Y así fue, yo nunca había visto grande mar. En Nueva Delhi no teníamos mucho dinero para pasear, mi padre era conductor de taxi para turistas. Al final, hemos acabado toda la familia aquí, los cuatro hermanos. Aquí no hay tanta pobreza, aunque ahora haya la crisis, pero yo le doy, como mucho mucho mucho, un año para que empiecen a mejorar las cosas. Ya hemos bajado muchíiiiisimo, por lo que hay que subir. Doy gracias a España, hay que trabajar y respetar”.

 

El sueño del señor Gautam, que también cocina, siempre había sido montar un restaurante que evitara extrañar tanto su lejana tierra de origen: “Lo abrí en 2000. Primero se llamaba Bar Victoria, pero sólo entraban pakistaníes y otros. Luego consulté mi carta astral, y las estrellas me dijeron que si estaba con cosa de fuego, le podría poner otro nombre, y me inventé lo de Moti Mahal: El Palacio de las Perlas”.

 

Reconvertido en palacio, este hombre sin estudios universitarios, con una tilak en la frente (un punto del color del azafrán para evitar el mal de ojo) atrajo a “gente distinguida” a su santuario de pakoras y salmón rebozado, y abrió la web: “El genuino ambiente hindú, el aire y los aromas auténticos de la India no son nada fáciles de encontrar en Barcelona. Un prodigio de cocina que respeta su origen, y lo transmite, con sabores y colores, a Europa. El cocinero hindú dispone de gran variedad de especias y combinaciones de masalas, es una de las cocinas más diversas del mundo”.

 

“Ahora, con crisis, el 60% menos, pero mejorará, cambiará, como día y noche. Yo no sé de qué viven los pakistaníes de la Rambla del Raval, que siempre están en la calle, sentados en los bancos; no dan buena imagen. Yo llevo casi treinta años en Barcelona y nunca he estado ocioso”, se pregunta, desconcertado, aparentemente sin ánimo de crear polémica, pero con un regusto agridulce, con un deje amargo, de sal marina: “Son como cucarachas, todo el día ahí tirados. Además, en muchos de sus restaurantes en los que ofrecen shawarma y falafel pone, a conciencia, comida hindú”.

 

Las relaciones de los hindúes con la comunidad musulmana no son ni buenas ni malas, simplemente son inexistentes. “Yo compro al pakistaní de aquí al lado la fruta, y ningún problema. Pero prefiero estar lejos de esta gente, hola y adiós, y nada más. En Pakistán sí, allí siempre están tirando petardos y discutiendo con la India. Claro que en Pakistán hay mucho terrorista. Yo siempre discuto con ellos, porque hay mucha confianza, y realmente convivimos: ‘¿Cómo decís que no sabíais dónde estaba Bin Laden si estaba en vuestra casa?’”.

 

El dueño del Moti Mahal, Mahender Gautan, tiene los anillos de oro repartidos alternativamente en los dedos de la mano. Ha prosperado lo suficiente como otorgarse el derecho de quejarse lo justo, y de beber té con leche y con especias (chai) entre las cuatro y las ocho de la tarde, cuando cierra el local. “Mira, te voy a decir una cosa, el Raval se está degradando. El otro día vi cómo asaltaban a una anciana de 80 años, que iba con muletas, y los ladrones salieron corriendo. A estos delincuentes habría que matarlos, sin juicio previo, sin nada. Y te digo una cosa, yo sólo he contratado en mi vida a un pakistaní, y después de un tiempo de camarero me demandó porque pensaba que no le pagaba lo suficiente. Yo jamás había pisado un juzgado, pero yo creo en Dios y pensé: ‘Nunca más otro pakistaní, no son de fiar’”.

 

 

El hijo pakistaní

 

Le contradice. O es sólo una pose. Cuando se le pide al pakistaní Abu la opinión sobre sus rencillas con los indios, es indulgente: “Ningún problema, qué va, ninguno. Ellos son paisanos. Ya ves, mis mejores clientes son de la India”.

 

El joven Abu Bakar (Jhelum, Pakistán, 1989) se pasa todo el día entre frutas mal escritas: neranjas (por naranjas), mandrinas (por mandarinas), limo (por limón)… Regenta la frutería Fruites i Verdures (L’Abat Safont, 11), esquina con el restaurante indio Moti Mahal y con uno de los numerosos locutorios de aspecto desolador (“Llamada Pakistán, 0,10 euros”). Piel atigrada, con franjas de sol y otras de sombra, ojos penetrantes, frente ancha y una fisonomía de analista bancario, profesión que le gustaría ejercer algún día (“no me dan becas, pese a que tengo papeles”). La frutería, un minúsculo terruño comparado con un vestidor, propiedad de su tío Wasim, que vive en el Reino Unido, abre a las ocho de la mañana y cierra a las diez de la noche.

 

Detrás de la caja, en un cuartucho con cajas de melocotones, come cada tarde en el túper el arroz que le prepara su madre. Y allí nos cuenta su vida: “Yo vine en el 2008 a Barcelona. Nunca antes había salido de mi ciudad. No fui a Alemania porque en Alemania no daban papeles. Y en esta tienda llevo desde 2010. Me ayuda mi primo”, explica, ataviado con una resignación fingida que le hace mostrarse indiferente a los problemas sociales. Un vecino del edificio de seis plantas en cuyos bajos se encuentra la tienda le avisa: “¡Que os están robando las castañas!”. Abu, por lo bajinis, añade: “Si sólo fueran las castañas…”, y añade: “En el Raval roban mucho, mucho, este es el barrio de los ladrones, el corazón de los ladrones. Violencia, mucha violencia. A mí me roban… Buf, cuánto me roban. La fruta sin pagar no una vez, sino muuuchas veces”, sostiene, y junta y despega los dedos en señal de amontonamiento. “Una vez fui a la policía, a la comisaría de los Mossos, en Nou de la Rambla, y ellos me trataron tan mal, que les demandé. Entonces uno de los policías me soltó en la cara: ‘Vas a perder el tiempo con nosotros’”.

 

Abu Bakar “parla una miqueta el catalá”, y siente que su sitio, ahora, es Cataluña. Vive en el barrio de Fondo, en Santa Coloma de Gramenet. “Pese a la crisis, no nos va mal del todo. ¿Que qué solución económica encuentro para crear empleo? Apostar por la investigación”.

 

El indio Mahender Gautam camina tres metros para comprar el género a Abu Bakar. Los tomates verdes, a 1,89 euros el kilo, y la bolsa de patatas, a 1,30 euros.

 

“Como te he dicho, yo no tengo problemas con India. Eso son cosas de países. Las religiones no nos separan. Nosotros tampoco tiramos la comida, Dios nos castigaría. Cuando me doy cuenta de que las peras, por ejemplo, se están pudriendo, las cojo, voy a los jardines de Sant Pau del Camp y las reparto entre los pobres. La comida no se tira, no se tira”.

 

 

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“Prohibido acceder si se ha consumido alcohol, cigarrillos, drogas y carne humana, o llevarlos en los bolsillos o la mochila”. El Templo Sijh de la calle de Hospital, 97 (Sikh Gurudwara Gurdar Shan Sahib JI), tiene unas estrictas normas de seguridad, que son recordadas en varias ocasiones: “Seguro que no lleváis drogas, ¿no?”. Se trata del principal centro de culto de esta comunidad religiosa hindú en Barcelona, ciudad que alberga a más de quince mil creyentes. Y también cuenta con normas de etiqueta: hay que descalzarse, y quitarse los calcetines, lavarse pies y manos, y calarse una especie de badana. Los zapatos se han de colocar en unas estanterías que ocupan buena parte del recibidor del local, tan grande como una cancha de baloncesto. En el corcho de la entrada, otros avisos: “A la atención de los usuarios: que Dios una nuestros corazones y que nuestros sentimientos crean en él y en su bondad infinita”, y el ideario de esta creencia: “Hemos de suprimir los males internos como la lujuria, la ira, la codicia… Nadie es mi enemigo, nadie es extranjero. Yo estoy en paz con todos. Dios, dentro de nosotros, nos hace incapaces de sentir odio”.

 

Los sijs Jaspreet y Kamajit, los dos en paro, comen queso con chapati (pan de harina de trigo) después de haber meditado, contemplativos, sin darle la espalda a ninguno de los Diez Gurús pintados al óleo en un cuadro que ocupa buena parte de la pared del fondo, junto a un altar en el que se preserva el Gurú Granth Sahib o libro sagrado. “Las mujeres se apoyan en la otra pared”, refiere Jaspreet, con barba y natural de la disputada región de Cachemira. “Pero aquí no problemas, eso es de países. Nosotros tenemos tres reglas: primero, no cortar el pelo; segundo, no beber alcohol, y tercero… tercero…”, y duda en contestar Jaspreet, por lo que sale en su ayuda Kamajit, que trabajaba en la construcción hasta que su empresa cerró por falta de inversores: “Tercero es llevar esta pulsera de metal, que se llama kara”.

 

Es domingo, principal día de oración. El padre (granthi) Tarsem Singh (Jalandhar, Punjab, India, 1960) descansa en su zaquizamí, un habitáculo que bien podría haber sido el lavadero. Un colchón, una lavadora y algunos productos de aseo corporal, como un jabón H & S. Tarsem, que vive en Barcelona desde el 2005, es el profesor más respetado y el más venerado, después de los Gurús: “Me preguntas sobre nuestra relación con los musulmanes pakistaníes… Nosotros ayudamos a la gente, tanto si son hindúes o musulmanes o católicos. Todos juntos, sin pelear, como el amor”.

 

 

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Los viernes, el día de las plegarias, la mezquita Tariq Bin Ziyad, en la calle de Sant Rafael, 10 (la entrada trasera es por la calle de Hospital, 91, a tres metros del centro sij), congrega a los musulmanes y a las putas; estas últimas han fijado en esta calle, y en el aledaño callejón de Robador, su cuartel general, alrededor de negocios con nombres exóticos, como Asian Trip.

 

Hombres con chilaba blanca y luengas y rizadas barbas, que se mesan con el ceño fruncido. Quitarse los zapatos antes de entrar es preceptivo, so pena de arriesgarse a una reprimenda: “¡No, atrás, atrás, no se puede pisar con zapatos!”.

 

En la entrada, grupos sentados en corro y sobre alfombras conversan y atienden a uno de los guardianes de la fe llamado Abdul Rachid, que se muestra solícito y complaciente: “Ningún problema, el imán ahora no está, pero yo le dejo encargo. Se llama Sheik Hassan, este es su teléfono móvil”, informa, y se despide llevándose la mano al corazón.

 

Pero Sheik Hassan se ha asustado o bien huye de los periodistas como de la peste: “No puedo hablar con usted, no puedo, estoy muy, muy ocupado, lo siento”.

 

El viernes al mediodía la mezquita tiene la persiana echada. Al día siguiente, la comunidad musulmana celebra la Fiesta del Cordero o del Sacrificio (Eid al-Adha), por lo que en la Carnisseria Islàmica Abu-Zayd, en la plaza del Padró, 1, hace cola una multitud de fieles.

 

Hamid (Miknas, Marruecos, 1972) tiene el número 29. Van por el 12. Y tiene a sus dos hijas correteando por la plaza, bajo una llovizna cristalina y la majestuosa mirada de la imagen de Santa Eulalia, patrona de Barcelona, en lo alto de un obelisco de mármoles policromos: “Lo suyo es que nosotros matemos el cordero, pero en España no nos dejan, por sanidad, y según el Corán nosotros hemos de matar el cordero”, se duele Hamid, que llegó a la ciudad en el 2004. “En busca de trabajo.”

 

Ninguno de ellos tiene problemas con los hindúes.

 

Una placa de Fecsa-Endesa está colgada en la portada de la capilla románica de Sant Llàtzer, del siglo XII, en la misma plaza. La portada hace las funciones de portería de los hijos de estos musulmanes que esperan comprar en la carnicería un cordero entero (170 euros). El vidrio de la ventana ojival del ábside, bajo un arco de medio punto, visible desde la placeta de Martina Castells i Ballespí, ha sido destrozado a pedradas.

 

 

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La distancia es el olvido, y si no lo es, se le acerca. Los consulados de India y Pakistán en Barcelona no quieren entrar al trapo sobre la relación de amor-odio de sus respectivos países. “No disponemos de esa información”, se escudan. Y dan la callada por respuesta.

 

 

 

Jesús Martínez Fernández es periodista. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Diario de Buzz Lightyear. Visto y oído en Israel y Palestina, ‘West Side Story’ suena con fuerza en el cuartel de El Bruch, Cenizas gitanas en HungríaCorazón de hierroLa suma de dos da 89. Paquistaníes en Barcelona y Facebook d. C.

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