«Nadie quiere decirlo en voz alta, pero es muy probable que Vladimiro Montesinos lo mandara matar» me dice mi amigo. Estamos preparando la carne que irá a la parrilla, en este pequeño pueblo de Eslovenia, bajo un cielo limpio de nubes. Nos alcanza el rumor de las conversaciones de nuestras esposas y de los niños que corretean. «Él sabía muchas de las cosas que estaban pasando, porque era el ministro, y nunca dijo nada, es más, apoyaba en todo a Fujimori. Pero cuando empezó a darse cuenta de las cagadas que estaba haciendo el gobierno parece que ya no quiso quedarse callado y lo amenazaron. Allí nomás le dio cáncer».
«Montesinos mandó matar a mi papi», me dijo la muchacha. Estábamos pasando el verano al lado del mar de Arequipa, el cielo de Tanaka tenía un no sé qué de nostálgico. Mi ahijada daba vueltas por la casa mientras todos nos preparábamos, salíamos uno a uno del baño, listos para el día de playa. «Su papá era de la Marina y empezó a criticar al gobierno. Tuvo un pequeño accidente y lo internaron en el hospital militar. Cuando entró estaba muy bien. Unas horas después llamaron a su casa y le dijeron a la familia que se había muerto», me dijo mi hermana, muy amiga de esta muchacha desde hacía muchos años.
Testigos. Así nos hayamos largado a vivir en otro lado, quienes vivimos en el Perú entre 1990 y 2000 somos testigos. Unos más informados que otros, unos más ciegos. Sólo así se explica la furia con la que el año 2000 una amiga de la universidad se acercó a la cola de votación en la Universidad Agraria para saludarme, y de paso para insultar con extrema vehemencia al presidente Fujimori «Ese chino de mierda…»
A pesar de mi crítica a la brutalidad con que se aprobaron las interpretaciones a la Constitución para permitir la segunda reelección, en esas elecciones vicié mi voto con serias dudas. Alejandro Toledo me parecía un pésimo candidato. Quería creer en la promesa de que Fujimori sólo era reelecto para terminar con el trabajo empezado.
¿Nos equivocamos? Sí. Las investigaciones del diario El Comercio y La República nos probaron no sólo la cochinada mayúscula que fue el proceso de recolección de firmas –sistema corrupto en el que también incurrió Perú Posible de Alejandro Toledo–; sino el grado de corrupción y la dependencia de los políticos del partido de Fujimori a las movidas estratégicas del asesor Montesinos. No se puede olvidar que otros candidatos con mejores cartas de presentación que Toledo, como Alberto Andrade, fueron descalificados mucho antes del proceso electoral gracias a la bien aceitada maquinaria de propaganda y medios orquestada por el Doc.
Somos testigos –en muchos casos silenciosos– de la corrupción y de la destrucción de las instituciones democráticas. Fujimori no llegó al 2000 convencido en su superioridad como candidato sólo por mérito propio. Contó con la aprobación tácita, la complicidad y el silencio de una mayor parte de la población peruana, incapaz de ver más allá del panorama siniestro de incapacidad y violencia que era nuestro país antes de la captura de Abimael Guzmán.
«Esto no pasaba cuando estaba Fujimori» le escucho decir a un comisario limeño. Es el verano de 2011 y hemos ido con mi padre a presentar una denuncia porque alguien ha metido la mano al medidor de la electricidad que da a la calle (sospechamos que es un ladrón, que quiere incapacitar la alarma para meterse a robar apenas sepa que la casa está sola), y encontramos a un delincuente que se ríe del policía que le toma la denuncia y de la jovencita que llora asustada porque el delincuente le ha arranchado la cartera. Ha sido capturado por unos transeúntes y ahora, después de pasar unas cuantas horas –siguiendo la ley– tiene que ser dejado en libertad.
«Así no se puede hacer nada contra la delincuencia. Ésto no pasaba con Fujimori». Mi padre asiente, corrobora y sugiere que ninguno de los gobiernos que llegaron después de El Chino tiene la capacidad para lidiar con el desorden.
Hace muchos años, ya en Nueva York, fui al cine a ver La caída de Fujimori. Es un documental que cuenta como personaje principal con un alicaído –pero orgulloso de su obra– Alberto Fujimori, caminando por las orillas de una playa en el Japón y asistiendo a ceremonias de agasajo, brindis en su honor por un grupo de la derecha japonesa que lo celebra. Ése es el tipo de discurso que los fujimoristas conservan como propio: «había que hacer algunas cosas malas para salir del hoyo en el que estaba el Perú». «No se puede juzgar a Fujimori ahora que el Perú está bien. En ese momento lo que se necesitaba es un presidente que hiciera lo que él hizo». «Gracias a que él tomó las decisiones duras que había que tomar, es que ahora podemos disfrutar de crecimiento y democracia». Esas son las frases que yo escucho en mi entorno familiar cada vez que estoy en el Perú y que, cualquier analista político, por más inclinado que esté a juzgar con severidad a la dictadura de Alberto Fujimori, tiene que haber escuchado.
Entonces, el año 2000, aparecieron los Vladivideos.
Esos días Fujimori apareció montado en un jeep, ordenando la cacería de su mano derecha, dicen (fuentes muy confiables) que coleccionando todos los videos que lo incriminaban. Entonces nos enteramos que el muy popular y carismático exalcalde de Huancavelica se había vendido al mejor postor para votar con la mayoría fujimorista, que el todopoderoso Kuori, un político bastante popular, había estafado a sus votantes vendiéndose por varios puñados de dólares, que el magnífico Crousillat, dueño del imperio América Televisión, había mantenido las pantallas calientes para el régimen, durante años, haciéndose de la vista gorda ante la corrupción y los excesos, pintándonos el país de las mil maravillas que Montesinos y Fujimori controlaban. Entonces Fujimori declaró que convocaría a nuevas elecciones, para dejar un gobierno democrático. Llegó el viaje asiático, el Congreso le dio la espalda y ordenó una investigación y un fax llegó desde el Japón…
Fujimori no está en la cárcel pagando sólo por los crímenes que cometió. También sirve condena por quienes nos prestamos a aplaudirlo. Entre otras cosas: por convocar el orgullo de las Fuerzas Armadas en la operación que liberó a cientos de rehenes capturados por los terroristas del MRTA en la casa del embajador japonés, por adjudicarle la derrota de Sendero Luminoso, por la pacificación y la renovación de la patria. Porque temíamos que las alternativas eran Alberto Fujimori o el horror.
En sus memorias del proceso electoral de 1990, El pez en el agua, Mario Vargas Llosa da detalles sobre los entretelones de su cierre de campaña, sus dudas de presentarse a una segunda vuelta, su voluntad de renunciar para que Alberto Fujimori asumiera de una vez el poder, de un modo ordenado; y la mala impresión que le dejó el japonesito del tractor convertido en vengador anónimo. Mi memoria vuelve, una y otra vez a ese debate, cuando yo era fredemista convencido y creía que darle el poder a Cambio 90 era un salto al vacío. En esa memoria, siempre me veo como un joven con 17 años recién cumplidos, con los ojos muy abiertos, viendo como Fujimori despedazaba a Mario Vargas Llosa en cada una de sus intervenciones. Tal vez había sobreestimado el poder de oratoria de Vargas Llosa o subestimado la elocuencia y el cálculo de Fujimori, un astuto político criollo, con todas las artimañas propias de aquellos.
No se puede acusar a Mario Vargas Llosa de otra cosa que de ingenuidad. No escuchó la batahola publicitaria creada por los delincuentes agazapados bajo la bandera de su partido: el Fredemo. No quiso ver a los apostadores que pusieron todo su dinero al caballo del futuro Premio Nobel y que lo abandonaron apenas perdió. Ese debate lo ganó Fujimori. He escuchado decir lo contrario, pero no puedo verlo. Recuerdo mi sensación de tristeza cuando Fujimori sacó su carta más brillante, esa carátula del diario Ojo, para la mañana siguiente, que ya daba por vencedor del debate a Mario Vargas Llosa. Nadie pudo negar la veracidad de aquella acusación: la manipulación del público peruano a través de los medios no la inventó Vladimiro Montesinos. Vargas Llosa se metió en política para vencer a un bribón y terminó derrotado por un pillo. Sin embargo, hoy que Fujimori purga condena y el mundo entero lo califica de gobernante corrupto, se puede decir que su revancha ha sido bastante dulce.
¿Se debe liberar a Fujimori? Como bien opinan algunos de los más brillantes analistas políticos peruanos, no se debe liberar a un preso condenado, menos aún a uno que ni siquiera se arrepiente por el sufrimiento que le ha causado a tantos peruanos y por el daño infligido al sistema democrático que juró defender.
Fujimori nos engañó. Y aún más: hay pruebas suficientes de que el fujimorismo y su líder siguen embelesados con la pintura que quisieran que se perennice por los siglos en la historia del Perú: la del japonesito desconocido que salió de la nada, que se enfrentó a la incapacidad de los partidos políticos establecidos, reconstruyó el desastre dejado por los gobiernos del APRA y Acción Popular, desmembró y liquidó a Sendero Luminoso y al MRTA con un efectivo programa de capturas y arrepentimiento, insertó al Perú en el sistema financiero internacional, sacándonos de la condición de parias en que nos convirtió Alan García; distribuyó, con eficacia, títulos de propiedad a muchísimos inmigrantes que habían llegado a Lima en la informalidad total, convirtiendo a millones de peruanos, de un día para otro, en sujeto de crédito; reunificó a territorios abandonados durante décadas con la reconstrucción de sus pistas y autopistas y el trazado de nuevas y modernas carreteras; terminó con el problema limítrofe con el Ecuador, al que con tanta ineficacia se había enfrentado Fernando Belaúnde, venciendo en la guerra y consiguiendo un tratado de paz y límites que alejó para siempre la sombra de una guerra; que lidió bastante bien con los desastres como el Fenómeno del Niño ( al que todavía recordábamos los que tuvimos que vivir el vía crucis de 1983, lluvias e inundaciones que dejaron el norte aislado, al país en crisis de desabastecimiento).
Aquella lista de tareas cumplidas, esconde en muchos casos los abusos y los crímenes que se cometieron en el gobierno fujimorista. Las ventas de las ineficaces empresas públicas –como la CPT a Telefónica del Perú– llenaron los bolsillos de algunos funcionarios, las obras sociales en los pueblos y la preparación de las rondas campesinas dejaron a muchas mujeres estériles por programas de planificación mal implementados, la guerra contra el terrorismo mató y mandó a prisión a muchos inocentes; y la conquista de la opinión pública se realizó mediante la compra de autoridades, medios de comunicación que considerábamos imparciales y políticos, que siempre –ya desde la dictadura de Odría en los 1950s, que Vargas Llosa radiografía tan bien en Conversación en La Catedral– se han vendido.
Fujimori mismo, obnubilado por el poder que le ofrecía su asesor Montesinos, se presentó con él, en vivo y en directo, y nos lo presentó como el artífice de aquella magnífica obra que estaba legándole al pueblo peruano.
Nos mantuvo ciegos. Nos compró con caramelos. Nos dio orden y a cambio obtuvo el apoyo y el silencio. Pudo haber sido peor. Hay peruanos menos ciegos, más rebeldes, con más información y capacidad crítica que reaccionaron a tiempo. La pasión mal correspondida de una mujer, la amante despechada de Valdimiro Montesinos, puso el primer Vladivideo en manos de otro político oportunista, Fernando Olivera; y los partidos a quienes Fujimori había vilipendiado durante 10 años tuvieron su venganza. Fujimori se fue del país y nos mandó un fax. Vivió como un rey en el exilio japonés y creyó que al llegar al Perú lo íbamos a levantar en hombros, que sus fieles huestes de partidarios y lameculos lo iban a proteger y le iban a abrir las puertas de Palacio de Gobierno.
Fujimori está en la cárcel –una prisión de lujo- porque él lo quiso. Porque vino al Perú siguiendo un pésimo cálculo político. Se puso en manos de la justicia y fue sentenciado en debido proceso.
Visto con la perspectiva que otorga el tiempo, todo gobierno democrático, inclusive este imperfecto gobierno de Ollanta Humala, es mejor que el gobierno autoritario de Fujimori: nos podemos burlar de Humala y de su mujer, podemos denunciar a cualquiera de los líderes de su partido sin temer que nos llegue un mensaje en clave desde los Servicios de Inteligencia pidiéndonos silencio. Podemos oponernos a quienes ostentan el poder, sin temor a que los medios de comunicación se cierren en una batalla sucia en nuestra contra. Podemos criticar, juzgar y hacer empresas sin pagarle cupo a Vladimiro Montesinos.
El presidente Ollanta Humala, en estos días, podría estar considerando perdonarle su condena a Fujimori. Habría que ponerle antes, ciertas condiciones: Que pida perdón. Que ofrezca no volver a ser candidato. Que reconozca los mil errores que cometieron quienes estaban a su cargo y que se arrepienta por ellos.
Sin estas condiciones, ni siquiera se debería de considerar la alternativa del indulto.