La expresión es probablemente de Sándor Márai, pero alude a un amplio contexto social que se ha nombrado en las últimas décadas de muy distintas maneras. Se le ha localizado también como atenuación existencial, un tipo de adelgazamiento de la personalidad sin el cual no funciona la sociedad del conocimiento, nuestro “mundial” imperativo de transparencia. Se trata de la sociodependencia obligatoria que exige una paralela depresión informativa en los ciudadanos. Sin ella no somos buenos empleados del empleo social del tiempo, del que hasta las estadísticas del paro son parte. Si existe la depresión informativa, existe como fenómeno incurable, pues no tiene referente externo desde el cual tratarla. Ya saben, no se puede “pensar como antes”.
I
La depresión informativa no es exógena ni endógena. No tiene tampoco tratamiento institucional posible porque, aparte de que los médicos también son parte de ella, ni siquiera pasa por depresión, sino por lo que se llama adaptarse o reciclarse. Es la flexibilidad a la que tenemos que ceder para ser reconocidos como miembros de un cuerpo social actualizado incesantemente. Sarkozy puede después declararle la guerra a la depresión como problema nacional, pero lo cierto es que la Unión Europea no funciona sin una desactivación de la condición mortal del individuo, de lo que antes se llamaba autonomía personal.
Se ha comentado mil veces que las nuevas formas de pánico en el sujeto, así como los modos instituidos de violencia que reaparecen por fuera (guerras justas, nuevas formas de crimen y abuso, violencia mediática, terrorismo) son en buena el medida el efecto de rebote de una violencia de vivir de la que hemos sido expropiados. Si la alternancia del centro tiene un eje político indiscutible es esta corrosión del carácter, algo que ni izquierda ni derecha se atreven a poner en duda. La socialdemocracia española o los correligionarios de Merkel diferirán en los matices, pero nadie del espectro institucional europeo discute que es necesario “bajarle los humos” al régimen de vida espontáneo de los griegos, los húngaros o los portugueses.
Es necesario que las formas clásicas de comunidad y de independencia individual, dos aspectos de la misma vitalidad, desaparezcan. Sin duda se aprovechará la “crisis”, que siempre ha sido una forma de gobierno, para ello. En este aspecto, las dificultades actuales de Europa y el enfado de Alemania con la mitad de sus socios esconden un serio un problema cultural: el Sur no ha entendido que la energía vital ha de guardarse para la secreta vida privada, el consumo, los fines de semana y las vacaciones.
Como en tiempos de Marx, economía es el nombre que se la da a este control político, a la magia blanca de una depresión inducida. En cierto modo, el control del déficit es un eufemismo del control de la sobrebundancia vital que el Norte requiere, una plusvalía existencial que ha de ser recortada para que las cosas funcionen. El optimismo sensitivo ha de ser deprimido para que el pesimismo informativo y la cohesión económica funcionen.
II
Esta coacción subjetiva es nueva solamente en parte, pues arranca de fenómenos de normalización ya diagnosticados en el sigo XIX por Stirner, Kierkegaard o Nietzsche. El odio a la finitud, bajo esta apariencia de flexibilidad contemporánea, no ha dejado de acentuarse y precisarse en las últimas décadas de Occidente. Al fin y al cabo, ese rechazo a la condición mortal está arraigado en el eje del capitalismo como espíritu (separación de la “cultura de los sentidos”, según Weber) y en la pasión por la seguridad de lo regular. Lo que ocurre es que, tal vez desde la Segunda Guerra, esa aversión no ha dejado de hacerse más capilar, con la puesta en pie de un tipo de poder dinámico que entra en un “cuerpo a cuerpo” con el individuo. La diferencia entre el paradigma disciplinario y el del control, según Foucault y Deleuze, es justamente el cambio del sistema de encierro masivo, rígido y represivo en el primer caso, por un sistema de control de “geometría variable” en el segundo.
Esto último se parece a un poder–surf que es más maternal y sonriente que paternal y autoritario. Las paredes fijas de la autoridad permiten al menos que el individuo sepa donde están los límites de su autonomía, dónde comienza la opresión, y si vale la pena pensar en rebelarse. Las nuevas formas de poder basadas en la participación interactiva, en la comunicación continua de una crisis que ha de ser compartida, dejan a la subjetividad inerme, sumergida en una especie de lasitud cada vez más cadavérica. El “Post-Scriptum” de Deleuze sobre las “sociedades de control” y muchos trabajos de Lacan y Baudrillard (este último, con frecuencia, injustamente considerado) advierten de un poder temible.
Como se suele decir, más moscas mata la miel que la hiel. La ardillita de Disney, que en un momento dado y sin previo aviso puede convertirse en una fiera corrupia, tiene su prolongación en el símbolo que encarnan las líneas de vuelo low cost. En ellas, igual que en concurso televisivo, todo es multicolor y adorable, las azafatas casi bailan, pero si de repente dos cifras no coinciden eres expulsado de la nave y tratado como un auténtico delincuente.
III
En primera línea, pues, está la violencia del “pluralismo”, un consenso interactivo que ha penetrado en los cuerpos. Desarrollando trabajos de Agamben y Deleuze, el colectivo Tiqqun y el Comité Invisible hablan de una neutralización sin precedentes en la subjetividad, una parálisis que tendría estrecha relación con la separación que se ha logrado, en el interior de cada individuo, entre la identidad reconocible y la existencia mortal. Así pues, al fin el individuo habría devenido dividual: dividido entre la conciencia y la experiencia de los límites, entre el deseo de libertad y la fatalidad de unas condiciones reales de existencia.
En el fondo, un hombre sólo puede ser libre si atraviesa y empuña las limitaciones más íntimas que le atan. Esas ataduras (modo de ser, sensualidad, carácter, cultura natal y familiar, manías, fantasmas, patología) constituyen la base de su singularidad. Elegimos dentro de esas ataduras, dentro de esa limitación de partida. Pero la violencia de la información consiste en que, con una dialéctica entre miedos inducidos y promesas repartidas, ha logrado una dicotomía sin precedentes entre todas las condiciones natales de existencia y la ilusión de la libertad.
Esta “liberación” de la identidad de todo lo que sea arraigo en un espectro primitivo, crea una oscilación embrutecedora entre estados larvarios y prolongados de pasividad (como máximo de interpasividad, dice Baudrillard), donde el sujeto se mantiene misteriosamente catatónico, y brutales pasos al acto donde el sujeto intenta desesperadamente una catarsis, una realización definitiva. Buena parte de la obscenidad televisiva y también las nuevas formas del crimen, a veces absurdas, no se explicarían sin esta pérdida paradójica de un término medio en la sociedad de los medios, un planeta dominado por la mediación infinita.
Es la impotencia de la pasividad, inducida por la religión del consenso, lo que crea esos brutales pasos al acto. Como si el Yo no pudiera ejercer ya de instancia mediadora entre el Ello y el Superyó y sólo quedase la oscilación espectacular entre esos dos polos. Desde el punto de vista médico este panorama significa que la labilidad fisiológica propia de la infancia y de la vejez se traslada a la labilidad psíquica de los adultos, niños grandes en manos del nuevo poder acéfalo.
En el fondo, la indiferencia es el recipiente de la multiplicidad consumista del mercado, del dispositivo del pluralismo informativo que se nos ofrece. Toda la atención del sujeto a lo exterior y lejano (comunicación con desconocidos en las redes, noticias, modas, campañas de solidaridad) debe librarle del peso abrumador de lo cercano, una cercanía que incluye tanto las sombras de la subjetividad como un prójimo cada día más demonizado: es fumador, puede estar enfermo, es inmigrante, puede ser terrorista o delincuente, etc. Los dispositivos de evaluación constante (empresarial, social, médica, escolar), que no necesitan ninguna agencia concreta ya que su poder está extendido por el cuerpo social entero, hunden al individuo en una pasividad letal que se alimenta de una ilusión de delegación que hoy se ha arraigado en la más profunda intimidad. Funciona una especie de transferencia perversa, pues el sujeto trasfiere a la iglesia socio-estatal todas las decisiones vitales, desde su medicación hasta su descendencia y su divorcio.
Esto tiene relación con lo que nombra la palabra biopolítica, un tipo de gestión pública que ha llevado la transparencia a los cuerpos: medicina, medicación, psiquiatría, dieta, salud… Cuando por fin ocurre en las vidas algo, algún “accidente” para el que no hay expertos, y eso exige una decisión a solas, ya es demasiado tarde y el sujeto se encuentra profundamente desarmado. Entonces es cuando la tragedia esta prácticamente servida.
Ignacio Castro Rey. Madrid, 3 de marzo de 2012