Todavía hace pocos años, lo que hoy llamo infancia no existía, era apenas un paisaje borroso sobre el que se erigían mis recuerdos más antiguos, que se remontaban a los diez, a los once años de edad. Luego ese otro periodo, anterior, emergió como las crestas más altas de una cordillera submarina, y ahí está mi padre, una noche que es muchas noches, bebiendo tragos y escuchando tangos con sus amigos: ríen, cantan, celebran mientras el humo de los cigarros enturbia en el aire y la voz de Gardel hechiza a la serpiente esquiva del bandoneón… La pestilencia de los ceniceros, la exploración sigilosa que, a la mañana siguiente, realizábamos los hermanos en pos de pistas que nos revelaran los misterios de la noche.
Otra mañana de cielo plomizo me levanto muy temprano con la ilusión de asistir a la escuela; me alejo de casa con una merienda que alguien, quizás mi madre, quizás María, la empleada doméstica que trabajaba entonces en casa, me preparó a modo de guiño, a sabiendas de que aún faltaba un año antes que asistiera a la escuela preparatoria. Vívidamente evoco aquella emoción, la ilusión de saber que pronto asistiría a la escuela –aunque un año parecía entonces infinito–, como mi hermano mayor.
Examino emocionado las fotografías que publican los diarios sobre el viaje del Apolo 11; memorizo los pormenores, los nombres de los astronautas, y asisto somnoliento a la transmisión televisiva del alunizaje, los primeros pasos, la bandera, la sensación de irrealidad. (Sospecho que mi abuela materna estaba con nosotros; sospecho que yo experimentaba cierta condescendencia hacia ella a causa de su incredulidad y estupor…).
Se trata de imágenes de una definición irreal, excesiva, como en esos paisajes de Giorgio de Chirico en donde los objetos aparecen sobrenaturalmente nítidos, atenazados por un silencio que grita, y donde diversos elementos comparten el espacio del lienzo, pero nos transmiten la sensación de pertenecer, cada uno, a universos distintos.
Veo también el perfil azulado, el señorío asombroso de los volcanes de Guatemala, donde vivíamos entonces. Viajo en el asiento trasero del carro de unos vecinos y, por la ventanilla, admiro la cresta coronada de nieve del Volcán de Fuego. ¿Era nieve? ¿De veras era nieve? Recuerdo haberlo preguntado a la hermosa mujer que conducía, nuestra vecina, pero en cambio no recuerdo lo que me respondió.
Y las zompopas, las hormigas eternas y obstinadas, que encerraba por decenas en frascos de vidrio para luego contemplarlas durante horas, extasiado. Aún escucho el sonido quebradizo de su agitación dentro del frasco, y percibo el olor penetrante que se desprendía de sus cuerpos, acaso una suerte de alarma química que secretaban ante el peligro…
En el lago de Amatitlán, con el agua a la cintura, diviso no muy lejos de mí un pez: tiene el tamaño de mis dos manos extendidas, me acerco despacio y constato que no huye (acaso enfermo o herido, pensaría después). Me prepongo capturarlo y, contra mis propias expectativas, lo consigo… Orgulloso, salgo del agua con mi presa y la muestro a los adultos y a los otros niños que comen o corretean por ahí. Los adultos me miran con estupor y los niños con envidia, y yo tengo la sensación de haber logrado una proeza que recordaré y recuerdo hasta hoy…
¿De qué me hablan, qué se empeñan en decirme estas imágenes? Las contemplo, las examino y constato que de ellas se desprende, cuando mucho, el aroma de un tiempo, de una época, pero nada dicen, nada explican de esto que soy ahora, ¿o sí?
Mi abuela Mima: la piel cuarteada de su rostro y de sus brazos (el asombro que esto me producía), sus largos cabellos canos ligeramente ondulados… De pronto se yergue sobre su cabeza en una postura de yoga. En mis horas malas, de adulto, he acudido a su nombre, a su recuerdo, en busca de consuelo, y a su amparo, al calor de su abrazo, he vencido la angustia y el miedo.
Los villancicos que cantábamos durante las Navidades, en las “posadas” que nos llevaban, cada noche, de casa en casa por el vecindario… “En el nombre del cielo, os pedimos posada, pues no puede andar, mi amada…”. Cantábamos en el porche de las casas y, cada vez, un vecino distinto acogía a los demás para compartir palabras, calor, bebida y alimentos…
Y la atmósfera difusa del terror, en los años de la lucha guerrillera en Guatemala. Los aviones de la Fuerza Aérea sobrevuelan la casa (viejos DC3, también escuadrillas de cazas a reacción cuyo modelo, vaya ironía, recuerdo a la perfección: T-33)… Abundan los retenes policiales y, por las noches, mi padre está obligado a conducir el auto con una linterna iluminándole el rostro… Hasta mis oídos llegan noticias confusas de atentados, de asesinatos, de secuestros… Cerca de nuestra casa vive un político prominente y a menudo merodean por ahí soldados y escoltas armados con metralletas… Yo admiro sus armas y fantaseo con la guerra.
Bailábamos, sí, escuchábamos rock´n roll: los Credence, los Monkeys, los Kinks, mientras sobre cartulinas blancas dibujábamos paneles de control (botones, palancas, lucecitas de colores) que luego pegaríamos a una pared para desde ahí conducir las naves que nos llevaban al espacio exterior. Mi madre insiste en que mi hermano y yo los acompañemos al cine a ver 2001: Odisea del espacio pero, tras la proyección, admito humillado que no entendí nada de la película… Perdidos en el espacio, Mi marciano favorito… Y allá, anclado en lo más profundo de mi inconciencia, brilla como una mandala la imagen muda del “patrón de ajuste” que proyectaban los televisores antes de iniciar su transmisión: un intrincado diseño de imágenes geométricas en negros, blancos y grises…
El olor amable y la textura de los elotes, el maíz bañado con mantequilla que comprábamos en las calles de Antigua Guatemala: la suavidad porosa de la carne en contraste con la superficie tensa y lisa de la piel, el hollejo; el placer de reducir, poco a poco, la superficie poblada de granos hasta dejar la tuza limpia. Y el olor ácido y penetrante del membrillo, la dureza victoriosa de esa fruta que solo muchos años después, en Madrid, volvería a gustar.
Antigua Guatemala: sus iglesias ruinosas, sus calles empedradas, los oscuros pasadizos de los monasterios derruidos… Jugábamos a las escondidas y nos escabullíamos por los pasillos, explorando de pasada los rudimentarios sistemas de comunicación ideados por los monjes y los constructores españoles para conducir las voces de un aposento a otro, por ductos secretos.
Durante muchos años, soñé con esos pasillos, con esos pasadizos:
Solo en sueños
Solo en sueños vuelvo
a los oscuros laberintos
a los antiguos monasterios y a la plaza
de la Catedral en suspenso
Solo en sueños las empedradas callejas
las cruces y las fuentes
de Santiago de los Caballeros
Solo en sueños regreso
a la ciudad donde mis siete años
crecieron
Solo
en sueños
la encuentro
Y el terror, el espanto que me producía el sonido de la motocicleta del hombre que venía a casa a inyectarme cuando enfermaba: Salvador, era su nombre. Parece un chiste. Tan pronto escuchaba el sonido de la moto, rompía a llorar y corría a esconderme bajo la cama…
Mi hermano mayor reproduce a la perfección la risa desquiciada del Pájaro Loco, o bien hace sonidos extraños con su boca o realiza pequeñas proezas con sus manos: dedos que se doblan y parecen multiplicarse, trucos que me dejan estupefacto, todo lo cual me esfuerzo por imitar…
Y los trajes coloridos de los indígenas guatemaltecos, los diseños en el límite entre lo figurativo y lo geométrico… En esos colores, en esos diseños, me contemplo y me sueño…
¿Pero qué pretendo, qué sentido tiene engarzar aquí una imagen tras otra, como las cuentas de un rosario? ¿Qué se supone que dice esta amalgama de recuerdos? ¿O acaso sería más justo cederle la voz a la razón, para que sea ella quien relate, organice e interprete lo que ocurrió?
El pasado es tan incierto e impenetrable como el futuro, y tan predecible como él.