Ocurre como si este libro propusiera, cerca de Nietzsche, que todo lo fantasmal del mundo levantase otra vez el vuelo para acompañar al hombre que se busca a sí mismo, lejos de los programas de encuadramiento propios de la modernidad y del quejumbroso nomadismo posmoderno.
Todo paisaje supone una relación, un vínculo entre un objeto y un sujeto. Recuperando aspectos de la teoría psicoanalítica de la visualidad, Los pájaros y el fantasma (Federico L. Silvestre, Ed. Universidad de Salamanca) se propone seguir a Nietzsche y a Deleuze para pensar el fenómeno del paisaje de un modo más amplio. Particularmente, escapando a la división entre las disciplinas positivas como la geomorfología, que quiere ver en el paisaje ante todo datos mensurables, y aquellos otros que se acercan al paisaje como si fuera un constructo de la historia del arte. Es posible que Silvestre, que podría recordar algo de Ortega, esté aquí más cerca de Berkeley o Wittgenstein, en quienes el paisaje es la profundidad de campo de una mente cualquiera, de un sujeto metafísico omnipresente. Por eso comentaba Descartes que al viajar y alejarse siempre se volvía a reencontrar con la interrogación muda de sí mismo.
Con una paradójica precisión de la ceniza, El monje, de K. D. Friedrich, trasluce cierta realidad observada «después de que a uno le arrancasen los párpados» (Kleist). La abstracción, en Kandinsky o en Rothko, sería así un intento de atrapar el núcleo de una realidad que conceptualmente se nos escapa, pues jamás tiene equivalencias que no susciten espectros. Caósmico, lo real nos reta con una enfermedad de difícil cura. Magma antes que cristal, la tempestad abstracta del afuera obliga a conceptos muy osados.
En Friedrich, también en Constable o Dalí, el paisaje se altera como si fuera un cuerpo vivo. Aunque sea un asunto de miradas, el paisaje no sólo depende de la conciencia del que ve. Por eso conviene escapar a las artimañas del «idealismo subjetivo». Encontramos en este libro una apuesta a favor de una corriente subterránea del pensamiento contemporáneo que Silvestre llama psicoanálisis nietzscheano (página 35). A lo largo de densas páginas, se ensaya entender el paisaje en clave inmanente y como fricción, es decir, a partir de cierto tipo de relaciones de fuerza impersonales entre un sujeto y un contexto que le rebasa.
Conviene en todo caso, insiste Federico Silvestre leyendo a Lacan, distinguir entre visión y mirada: una depende del sujeto consciente, la otra (regard) preexiste a ese sujeto del lenguaje, depende del sesgo de una pulsión anterior. Como pulsión escópica, la mirada desborda los límites de la visión, de la razón, de la intención representacional. Esto facilita un acercamiento al paisaje que evite tanto el intelectualismo idealista como la ingenuidad naturalista.
En la mirada convivirían la pulsión de la mirada y el esguarde, arcaísmo español que este libro recupera: re señala en «re-gard» un retorno impaciente de la vigilancia y del estar en guardia. Caillois y Redon nos recuerdan en efecto que el ojo es tan primitivo como la vida, de ahí la función primitiva de los ocelos. Hasta un lunar es una mancha fotosensible. Y algunos bivalvos poseen algo parecido a la visión, células fotoreceptoras que captan las variaciones térmicas de la luz. Existe, pues, una visión primera ensayada en la flor. Y esta elementalidad ciega de lo visual tiene su equivalencia humana. La fóvea, diminuta depresión en el centro de la retina, procura una visión aguda, detallada. Por el contrario, la superficie de la retina se ocupa de lo deslumbrante, lo pulsátil, la profundidad de campo más o menos inabarcable.
Con una relación de admiración y reserva con Lacan, Silvestre distingue también entre el «arte-doma-miradas» y el «arte que da-de-comer-al-ojo». El primero encarna el imperio de la visión y represión de la mirada. El segundo, el sabotaje de la perspectiva que se abre en el expresionismo. En todo caso, se produce un desdoblamiento del ojo: digamos, entre lo óptico y lo háptico.
Pero Lacan jamás vivió y sintió con alegría y jovialidad (página 65). El vocabulario paranoico de la dominación, la angustia y el miedo; el lenguaje pesimista del desencanto, la horrible rutina de los ratones de campo. ¿No sería necesario empezar a dejar atrás todo esto? Para empezar, la buena visión cartesiana no es lo opuesto a la mala visión barroca. Comparar al Deleuze tardío con Lacan es como comparar a Nietzsche con Schopenhauer: en ambos casos la distancia tiene relación con el imperativo ético y estético de no retroceder ante lo real (página 72). Es decir, con la necesidad de admitir el inconsciente como fuerza de búsqueda deseante, desarrollada en otro campo distinto al de la necesidad y su satisfacción.
Un ojo que ve y otro que mira: una fóvea intencional, geometral y nítida, y una retina pulsional para la profundidad de campo (página 83). Es necesario buscar una alteridad no represiva, una fusión de fuerzas donde la división maniquea desaparezca. Con Nietzsche y «contra» Lacan, O. Rank insinúa de hecho un vector que represente la posibilidad de unir directamente el Ello al Yo, un Yo no yoico, en devenir.
Memoria del ojo, mirada retrospectiva (Rückblick) de la que se ha ocupado Didi-Huberman. Pájaro y fantasma. La mirada no es necesariamente lo contrario de la visión. Hacer que el fantasma vuele, que la gravedad impulse una ligereza. De la misma manera que todo neurótico contiene un esquizo, todo nómada oculta un fantasma. Ni el psicótico ni el neurótico saben mucho de lo que se podría llamar todavía paisaje, una relación en la que el ojo que capta el entorno sintoniza gracias a su previa empatía con el negro ciego de su pupila. Breton nos recuerda que el ojo no estará abierto mientras se limite al pasivo papel de espejo. Es necesario que el ojo cree ex nihilo: utilizando lo no esférico, el pozo negro de la pupila. Si es todavía un ojo, entonces será el ojo de un huracán.
Como ocurre con Shen Zou, esta alianza de mirada y visión nos permitirá evitar la dicotomía entre pragmatismo y misticismo (página 129). El paisaje como rentrée en uno mismo, superando tanto la tendencia exclusivamente pulsional y escópica del instinto deseante cuanto el dictado único y neurótico del discurso.
Lo Real es monstruoso, de acuerdo. Pero que sea así, informe, no quiere decir que no implique fuerzas y corrientes sensoriales. Si el individuo ha entrado en el paisaje, lo ha hecho después de entrar en lo desconocido de sí mismo, sin deseos mal canalizados que bordean la psicosis ni sombras de represión paralizante que nos arrojan a la neurosis.
Nuestra cuadratura del círculo podría ser entonces, de nuevo, la vida como obra de arte, un polimórfico arte que descansa en sí mismo (página 135). Tal vez, después de todo, algo parecido a lo que Lacan llamó sentido real. Un horror fundamental que por fin, rescatando cierto erotismo de la inocencia, levanta el vuelo.