La mirada de un niño funciona como un par de lentes bifocales. Por un lado, todo es demasiado grande a su alrededor, demasiado nuevo, demasiado grave. Y por el otro, los problemas nunca son tan importantes -ni los miedos tan aterradores- como para terminar haciéndose notar. Viven en perfecta armonía, a medio camino entre la exageración constante y la realidad, pero con ese don del que sólo disfrutamos cuando somos pequeños: la inocencia, que nos permite -sin ir más lejos- acercarnos por primera vez a la vida con el paso decidido, sin complejos y dejándonos llevar. Después, crecemos, y al crecer, pensamos: menos mal que los niños, a pesar de todo, siguen siendo inocentes.
Entiéndanme, no es envidia lo que sentimos los adultos. Es, simplemente, una toma de conciencia, una evidencia más de que, por mucho que lo intentemos, no somos capaces de solucionar nuestros propios contratiempos. Tratamos de ocultarlos -eso sí-, de olvidarlos, de buscar algún remedio original en internet, incluso de multiplicarlos; pero nunca logramos resolverlos del todo. Y mucho menos como entonces: cuando éramos unos críos y teníamos la esperanza de que cualquier cosa -por grave que fuera- se podía remediar, aunque fuese con un poco de imaginación.
Por ejemplo, cuando yo tenía siete u ocho años, lo que más miedo me daba por las noches era que entrasen a robar en casa mientras mis padres y yo estábamos durmiendo. Por aquella época, estaba seguro de que, algún día, un grupo de ladrones conseguiría colarse por la terraza, tirarle un hueso al perro y meter mano a los ahorros familiares. A mí -lo veía claro entonces- no me pasaría nada, porque, antes de acostarme, había empezado a tener la mala costumbre de cerrar con llave la puerta de mi habitación; pero, ¿y a mis padres? ¿Quién les iba a avisar si la retaguardia se escondía? La culpa me quitaba las ganas de dormir -más, aún, que la hipótesis del robo-, y no tardé en darme cuenta de que mi plan, en realidad, tenía algunos cabos sueltos. El más importante: que mi cuarto nunca había tenido cerradura, sólo un pomo con pestillo que, con algo de maña, se podía abrir desde el exterior. Así que, ¿cómo iba a frenar a los intrusos? La única opción era fingir y unirme a ellos. Y, a cambio, pedirles compasión.
En su primera novela, ‘Otras voces, otros ámbitos’ (Anagrama, 1989), Truman Capote describe las vivencias y los sentimientos de su primer álter ego literario, Joel Knox, un muchacho de trece años, huérfano de madre, que se ve obligado a viajar al sur de los Estados Unidos para conocer a su otro progenitor -y al resto de su parentela-. En ella, mientras el escritor norteamericano nos habla de su infancia, de sus sueños y esperanzas, de sus primeras experiencias amorosas, también aprovecha para acercarnos, así, al síndrome del impostor: «Es peligroso permitir que los demás vean (…) hasta qué punto se les conoce. Supongamos, como suponía él a menudo, que le raptaran. Entonces la mejor defensa sería no dejar que el secuestrador supiera que se le reconocía como tal. Si disimular es la única arma, entonces un villano nunca es un villano: uno sonríe hasta el final».
A pesar de que mi rapto hubiese sido voluntario -claro está-, Capote resume bastante bien lo que, con siete u ocho años, hubiera pensado cualquier niño asustado. De hecho, hasta nos deja un buen consejo: si un grupo de sinvergüenzas quiere infiltrarse en tu casa para robar -o secuestrarte-, trata de ser el primero en ganarte su confianza. O lo que es lo mismo: consigue infiltrarte tú.
Sobre esto, el cómico y presentador sudafricano Trevor Noah tiene una anécdota bastante curiosa en su autobiografía, ‘Prohibido nacer. Memorias de racismo, rabia y risa’ (Blackie Books, 2017), donde explica cómo, cuando era un quinceañero, se libró de un pequeño atraco gracias a su labia, su dominio del idioma y su capacidad de reacción: «Un día, de joven, iba caminando por la calle cuando se me acercó por detrás un grupo de zulús y les oí planear cómo iban a atracarme. (…) «Vamos a por ese blanco [es decir, el propio Trevor, que era mestizo]. Tú ve por la izquierda y yo me acerco a él por detrás.» No sabía qué hacer. No me podía escapar, así que me giré de golpe y les dije: (…) «Eh, tíos, ¿por qué no atracamos a alguien juntos? Yo estoy dispuesto. ¡Venga, vamos!»», describió. Acto seguido, «los tipos se quedaron un momento pasmados y echaron a reír. -Oh, perdón, colega. Nos hemos confundido. No queríamos robarte a ti. Queríamos robar a algún blanco. Que tengas un buen día, chaval-. Habían estado dispuestos a usar la violencia conmigo hasta que les hice creer que éramos de la misma tribu, y entonces pasamos a ser amigos».
Es un concepto básico en cualquier campaña militar: el enemigo de mi enemigo siempre puede llegar a convertirse en mi mejor amigo. Y, claro, a mí, que por aquellos años me pasaba el día entero hablando con mis juguetes, guiándolos hacia la batalla, no me costó demasiado tiempo asimilarlo; desafortunadamente, nunca lo tuve que aplicar, por mucho que me hubiese apetecido.
Nosotros, a día de hoy, todavía seguimos esperando a los ladrones en casa. Yo, la verdad, es que, con veinticuatro años, he dejado de creer un poco en ellos; aunque nunca es tarde para darles una última oportunidad. No sé. Será porque uno se había hecho ilusiones, como le ocurrió al eterno adolescente Jim Hawkins en ‘La isla del tesoro’, pero me temo que la realidad -una vez más- se ha encargado de joderlo todo. Ahora, mejor, que no vengan. Por tardar. Y que a mí, ¡por favor!, me devuelvan mis antiguas lentes bifocales.
*Artículo original publicado el 19.12.2019, en el blog ‘Bloc en blanco‘.