Recién llegado de las colonias, me propongo contaros cuanto acontece en el Imperio para que, además de las noticias que os envían sus emisarios, tengáis información de primera mano y podáis formar mejor vuestra opinión acerca de esta grande y joven República de los rimbombantes Estados Unidos de América.
Mi nombre es Máximo y mi apellido Necio. Tal honra fue fruto de un bautizo tardío con el que mi padre quiso castigar lo que consideraba una “soberana estupidez”; mi voluntad manifiesta de cultivar la ignorancia para, de esa forma, no sufrir. Confieso que nunca comprendí su ira, pues mi lógica la comparte hasta el saber popular, cuando dice aquello de “Ojos que no ven, corazón que no siente”. Y mi incomprensión se ahonda más al escuchar a quienes dicen, entre ellos incluso mi propio padre, que saber que no se sabe es precisamente una actitud de sabios.
Mas no veáis arrogancia en estas palabras mías; antes al contrario, que soy de condición humilde y si me atrevo a escribiros lo hago para no ganarme la recriminación de don Francisco de Quevedo y Villegas, maestro en estas tareas de transmitir al prójimo lo que se ve. Para él, tal reprensión merecían quienes no se atrevían a escribir por miedo a las malas lenguas. Yo confieso que a ellas temo, pero no quiero pasar por cobarde. Aunque he de aceptar, por mor de la humildad, que, a lo peor, pertenezco a otro grupo, el que don Francisco señaló como “ignorantes que no debían escribir”; pues, como también dijo otro maestro, don Baltasar Gracián, “son tontos todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen”.
Lo más grave es que algunos ni lo recelan. Yo me tengo, al menos, por el grupo de los que no lo parecen. Mas si fuera ese mi caso, disculpad por favor a este pobre aprendiz de cronista, aunque merezca vuestro reproche por haberme atrevido a escribir y vuestra lástima por no haberme conocido. Y aún espero sepáis perdonar hasta mis yerros, que serán unas veces por descuido y otras por falta de costumbre pues, como digo, soy novel en este arte y lego en casi todas las materias.
Ved que esto último, mi ignorancia, lo confieso con remordimiento pues, iras paternas aparte, soy consciente de que mi incultura se debe más a mi amor por los placeres mundanos que a la falta de oportunidad. Pero tened en cuenta, también, que la gracia que me concedáis será prueba de vuestra nobleza y sabiduría. Y no penséis, por mi humildad, que no tengo ambición. Aspiro a que mis crónicas no sólo os gusten y agraden, sino a que también sean fuente para la Historia, como lo fueron las de Tito Livio. Si no estuvierais de acuerdo con mi juicio, convencedme con vuestras razones, pero no con vuestros insultos, que éstos imperan hoy sobre aquellas y así anda el mundo como anda, todo enfadado; y si no os gustara lo que leéis cerrad la página, que la vida es corta para estar uno perdiendo el tiempo en lo que desagrada.
Pero si os deleita mi discurso, pasad la voz, que en esto también sigo a don Francisco: “Y así todos aprovechados, yo vendiendo y vosotros leyéndome”. Pero, por favor, no me veáis sátiro por mis referencias a ese maestro, que mi intención no es la de censurar, sino la de contar. Ojalá lo consiga.
Y ya, sin más preámbulos, paso a daros las Crónicas del Imperio.
Vale.