Querida lectora, te intuyo enfada mas, por una vez, no conmigo sino con esos aprendices de emperador que te suben los años de trabajo para poder recibir tu jubilación mientras ellos ganan pensiones vitalicias desde el día siguiente de dejar su cargo. Amén, de los sueldos siderales que reciben de empresas que los contratan por haber sido aprendices de emperador, precisamente.
Si quieres un consejo, no te enfades ni digas que todo eso te parece un escándalo, no vaya a ser que te vayan a colgar el sambenito de demagoga.
Razón tendrían si lo hicieran, mujer. Digo lo de colgarte tal sambenito de demagoga o ¿qué crees? ¿Que te suben la edad de jubilación para que con tu trabajo pagues sus pensiones? No, querida lectora, no. Te suben la jubilación por tu bien, para que el sistema se sostenga porque de lo contrario no cobrarías nada de nada. Y de paso, también, para que trabajes y no te aburras en casa aguantando a tu marido al que, por cierto me dijiste, habían despedido recientemente.
¿Qué? ¿Qué dices? ¿Que de dónde salen esas pensiones vitalicias y esos sueldos millonarios? ¿Que por qué no se ponen más impuestos a quienes ganan más en lugar de añadirle dos años más a tu jubilación? ¡Ah! Eso yo no lo sé. Yo estoy aquí para contarte las crónicas del Imperio.
No creas que no te respondo por darte esquinazo que bien sabes, porque ya me conoces bastante, que estoy siendo cínico. Pero has de saber que todo intento de responder a esas preguntas pasa porque nos llamen a los dos demagogos. Es inútil luchar con la razón cuando quienes te acusan lo hacen con su estómago. Ellos son los demagogos. Mas, como dijo Humpty Dumpty, ellos son, también, los dueños de las palabras.
Dejo, por tanto, la política y regreso a la Historia. Te prometí la semana anterior contarte como don Harry Truman se convirtió en el primer emperador y, ahora, me dispongo a ello.
Siempre hay un hecho que determina el nacimiento de un Imperio. Bien sabes, por ejemplo, querida lectora, que el hecho que marcó el nacimiento del Imperio Romano fue la decisión de Julio César de cruzar el río Rubicón con sus tropas. No pocas dudas tuvo antes de atravesarlo y de pronunciar su famosa frase, «la suerte está echada», cuando al fin se decidió. Pues bien, el Rubicón ante el que don Harry Truman tuvo sus dudas fue la bomba atómica.
Es fácil imaginarse al uno y al otro ante ese momento histórico. Julio César, intranquilo en su tienda de campaña, pensando: «¿Lo cruzo o no lo cruzo? ¿Lo cruzo y empiezo una guerra civil, conmigo al frente, o me quedo en cama y que sea lo que Jupiter quiera?» mientras Harry Truman, repanchingado en el despacho oval, se decía: «¿La tiro o no la tiro? ¿La tiro y acabo la guerra mañana o no la tiro y que se acabe pasado mañana?»
Al final, la tiró. Mejor dicho las tiró porque fueron dos. Una en Hiroshima y otra en Nagasaki. Doscientos mil muertos civiles en un segundo. Se ve que le corría prisa acabar la guerra. Claro que, también es verdad que los japoneses la empezaron. ¡Qué complicada es la humanidad, querida lectora!
Y, a partir de ese día, a ver quién osaba meterse con quien había demostrado al mundo entero tener el arma más mortífera que ha inventado el hombre blanco hasta la fecha.
Por aquel entonces, también consiguieron las bombas atómicas los rusos, los chinos, los franceses y los británicos y eso, aunque parezca mentira, produjo un equilibrio ya que, gracias al miedo de los unos y los otros, nadie la volvió a usar. Claro que, el peligro sigue ahí.
Desde Truman ha habido muchos emperadores, unos han sido meros actores, como don Ronald Reagan, de quien todos creyeron que gobernaba Estados Unidos cuando en realidad estaba interpretando el papel de su vida; otros, como don Jimmy Carter, no fueron lo que aparentaban, meros cacahueteros, sino que fueron grandes buscadores de la paz (por eso duró tan poco al frente del Imperio, tan sólo cuatro años). Los ha habido que hicieron sus pequeñas orgías romanas, aunque fuera con becarias, en el despacho oval, como don Bill Clinton, y quienes lograron pasar el poder de padres a hijos, como don George Bush que, con ocho años de intermedio, traspasó el mando de emperador a don George W. Bush. Los ha habido mentirosos, como don Richard Nixon, al que, cuando había cronistas de verdad, le creció la nariz y tuvo que dimitir. Y también los hubo a la escala de Octavio Augusto, como don John Fitzgerald Kennedy, otro gran buscador de la paz, lo que no le impidió dar algún que otro golpe de Estado en algunas colonias.
También tenemos a Escipión el Africano, digo por su color, don Barack Husein Obama, actual emperador y que, como ya te dije la semana pasada, es tan gran orador como insignificante su poder aunque, de momento, está entre los más inclinados a la paz que a la guerra. Que no es poco.
A pesar de haber citado tres emperadores pacíficos, como en todos los Imperios han predominado los guerreros, entre ellos don Lyndon B. Johnson, que empezó la guerra de Vietnam. También lo fueron los ya citados Nixon, Bush padre y Bush hijo, el más guerrero de todos por ser el único que comenzó dos guerras al mismo tiempo, una en Afganistán y otra en Irak. Aunque para él fuera solo una, la guerra contra el terrorismo. Como si el terrorismo se pudiera combatir con guerras o como si Irak tuviera algo que ver con el terrorismo.
Termino aquí con los emperadores, no sin antes desearte una feliz semana, querida lectora, y que sigas trabajado para mantener, no sólo a tu marido, sino tanta pensión vitalicia y tanto sueldo de ejecutivo.
Vale