Querido lector, acabamos de pasar el equinoccio de primavera, ese momento en el que la luz del sol se reparte igual entre el día y la noche, entre el Norte y el Sur, que hasta el Astro Rey es equitativo dos veces al año y entrega su bien a partes exactas entre ricos y pobres. Aunque apenas nos damos cuenta de esos fenómenos, dedicados como estamos a hacerle trampas a la mismísima astronomía. Me refiero a los cambios de horario, pues por retorcer capaces somos de retorcer hasta el ánimo del sol; sin que vaya yo aquí a decir si tales cambios son buenos o malos, que no es mi cometido. Por mí sean que, siendo ave nocturna madrileña como soy, me gusta que la noche empiece tarde.
Tampoco nos damos cuenta de los cambios, querido lector, dedicados como estamos a nuestro frenético quehacer cotidiano: trabajar, quejarnos, leer los titulares de los periódicos, quejarnos, ver series de televisión, quejarnos, oír a los políticos, quejarnos, ver series de televisión, quejarnos, convivir con nuestras parejas, quejarnos…
La llegada de la primavera suele estar marcada por la Semana Santa, unas veces arriba otras abajo, que su calendario no va con el del sol, sino con el de la luna, pero ahí suelen estar, primavera y pasión, cuerpo con cuerpo. Por ese motivo, querido lector, como ya ocurrió en el solsticio de invierno abro un paréntesis (como suelen decir los pedantes y los publicistas de alguna marca de chocolate, valga la redundancia) en el devenir de mis crónicas. No quiero aburriros con ellas en un Sábado Santo pues no soy yo aquel príncipe de Dinamarca que se quejaba de su Fortuna cuando decía: “El mundo está fuera de juicio… ¡Suerte maldita! Que haya tenido que nacer yo para enderezarlo.”
Sea por tanto mi buen deseo para todos ahora igual que en Navidades. Felicidad para los que esta Semana Santa sufren sinceramente la muerte de su líder (bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados). Y felicidad para los que este equinoccio de primavera se van de vacaciones (bienaventurados los turistas porque de ellos será Benidorm). Ya lo dice el refrán francés: “A chaque un son goût” que, en una traducción libre, podríamos castellanizar con aquel nuestro que reza “Cada loco con su tema”.
Mas dejadme anotar cuán curioso es observar que frente a lo denostado de las Navidades, la Semana Santa goza de buen cartel. Yo me pregunto si se debe al hecho de que en aquéllas se celebra el nacimiento del año con sus promesas de buenas intenciones (dejar de fumar, dejar de engordar, ahorrar energía, leer más, perder menos el tiempo, ver menos televisión y hasta dejar de quejarnos) mientras en ésta se celebra, ya tan pronto, la muerte de esas intenciones. Una muerte redentora, claro, que nos permite dedicarnos el resto del año a todo lo que más nos gusta incluido, por supuesto, quejarnos, quejarnos y quejarnos.
Guarda, querido lector, que ya sé lo que me vas a decir: “Necio, ¡qué cínico te has levantado hoy!” Pero si yo soy cínico, tu eres mezquino, como demuestra esta misma crítica tuya pues aún no ha acabado la Semana Santa y ya te estás quejando, aunque sea de esta crónica.
Además, tú y yo sabemos que es cierto, al menos en nuestra colonia, donde la queja continua por todo y contra todos es un desahogo nacional. Que haya motivo o no es lo de menos, el caso es poder ladrar a quien se sienta a tu lado y, fijate bien lo que te digo, no sé si produce más placer hacerlo al amigo que al enemigo.
La queja en nuestra colonia es un forma de vida que tiene su paroxismo en la crispación, ese estado en el que uno se levanta por la mañana con ganas de dar un golpe de Estado, “porque yo sí sé lo que hay que hacer” y, como dijo el sabio popular, “ésto lo arreglo yo en cinco minutos.”
No creáis que es vana forma de vida. Anda el Imperio aprendiendo de nosotros. Aquí también se están crispando los ánimos a cuenta de lo que un buen samaritano les ha propuesto hacer, cuidar de todos los enfermos. La propuesta está mal vista, sobre todo por los sanos. ¡Como si de ellos dependiera el serlo y no de la diosa Fortuna, tan oculta en nuestros días bajo la soberbia de quienes, aún rezando a los dioses, no tienen problema en llamarse hombres hechos a sí mismos!
¡Ay! Cuán lejos estamos de los consejos que ese príncipe danés del que os he hablado al principio de esta crónica daba a los actores de teatro: “Poned un espejo ante el mundo; mostradle a la virtud su propia cara, al vicio su propia imagen y a cada época y generación, su cuerpo y molde. Y esto sin exageraciones en uno u otro sentido, pues aunque hacen reír a los necios irritan a los discretos, cuya crítica -aunque de uno sólo se trate- debe pesar más en vosotros que la de un teatro lleno de torpes.” Ahora son los necios (y sé los que estás pensado, querido lector) los que se ríen con las exageraciones. Lo importante es tener el teatro lleno de público (lo mismo se llamen audiencias que usuarios) pues haciendo reír a los torpes hay beneficios, y muchos, para los listos.
Mas he de detener aquí mi pluma que, como digo, yo quería felicitar y terminé quejándome. No hay remedio, si uno nació en nuestra colonia, crispado nació.
Andad pues felices, sea de paso o de vacaciones, y disfrutad que hasta aquí en el Imperio se toman día libre. Ya tendremos tiempo de maldecir y enderezar el mundo la semana que viene.
Vale