Querido lector, el singular se impone en mi saludo de esta semana, pues creo haber perdido el otro tras el reproche que me ha hecho por mi última crónica. El de haberla escrito sin haber aportado nada: ¡Verborrea como la de cualquier político o cronista moderno! Y para mayor escarnio, en lo más fundamental que he tratado y trataré en estas gacetillas, la cocina del Imperio.
Acepta, pues, mi dolor por el fracaso; mis disculpas y mi propósito de la enmienda. No volverá a ocurrir y, para cumplir esta promesa, entro directamente en materia.
Lo primero que llama la atención al viajero como yo, recién llegado a estas tierras al oeste, es cuanto os resumo a la esencia: la sal no sala, el azúcar no endulza y la fruta es desabrida. Palabra.
Persona culta como sois, andaréis pensando que este Máximo tiene prejuicios, pues es imposible tamaño absurdo. Tócame, pues, demostraros cómo he llegado a averiguarlo; veréis que mi opinión tiene base empírica y no está contaminada por maledicencias, rumores o invenciones de otros cronistas aficionados a copiar o, peor aún, inventar; como aquellos famosos persas, que hicieron creer a sus conciudadanos y al mundo que Atenas tenía armas de destrucción masiva.
Dado como soy al buen yantar, al llegar aquí decidí cocinar para mantener vivos en en mi paladar y en mi memoria los sabores de nuestra colonia y, aún mejor, aquellos de mi infancia. Pero esa decisión me ha llevado a tropezar con la materia prima.¡Hasta cuatro tipos diferentes de sal he acumulado en la despensa en busca de un algún cloruro sódico que sale! Y ello pese a que el primero que adquirí aseguraba en su etiqueta: “Sal de verdad”. Tal cual en español y sólo en español; como si en la punta de nuestra lengua tuviéramos ya más gusto que los anglosajones. Pero, al fin, conviene recordar que los estadounidenses son hijastros de quienes son, otro Imperio y otra reina que tampoco nunca tuvo paladar. Y no digo cuáles, que ni es correcto ni es necesario, ahora que andamos a bien con ellos.
Finalmente, he dado con la solución para la sal y el azúcar (lo digo en los dos sentidos de la palabra, el de resolución y el disolución) pues triplicando las cantidades se consigue lo que logramos, de manera cabal, en ese territorio nuestro comprendido entre Francia y Portugal; el cual no oso nombrar, no vayas a ser tu, mi único lector, de esos a los que les gustaría formar su propia colonia independiente.
Y ¿la fruta? Me preguntaréis. ¿Qué decir de la fruta? Cojamos la manzana, por ejemplo. Cuando uno acude al mercado la ve en la estantería perfecta, redonda, brillante, sensual, irresistible; pero cuando se le hinca el bocado… No sabe a nada. A nada.
Os contaré la maledicencia de un paisano, más por mostrar las connotaciones literarias y filosóficas que la cocina puede llegar a alcanzar en nuestro país que por la razón que pueda tener. Asegura este compatriota que la fruta aquí es una metáfora del Imperio: Perfecto por fuera, insípido por dentro.
No comparto su opinión, pues, como toda generalidad, es vaga y falaz. Ahí están muchos mercados, supermercados, hipermercados y supermegahipermercados para contradecir su afirmación. Todos pugnan por ofrecer a sus clientes el mejor producto, dándoles miles de posibilidades para comprar.
Un ejemplo, la leche. La hay desnatada, con o sin calcio añadido; semidestanada al 1%, con o sin calcio añadido; semidesnatada al 2%, con o sin calcio añadido; y entera con o sin calcio añadido. Las posibilidades se hacen infinitas cuando a las variantes del calcio y los porcentajes de natación se les añaden las vitaminas A, B, Cdario completo. Ese es uno de los grandes aciertos del Capitalismo Ilustrado: Todo para el consumidor, pero sin el ciudadano.
¡Ah! Sí, querido lector. Adivino lo que andaréis pensando ahora. ¡Cuán dado a la hipérbole es este Necio! No lo creáis. La leche es insulsa y los comerciantes lo saben. ¿Por qué, si no, los mercaderes no arriesgan en los yogures? Imposible encontrarlos naturales, es fácil hallarlos de sabores inimaginables, incluidos los de jengibre.
Detengo aquí mi pluma, pues imagino tendréis ya el gusto cansado de tanto pensar o el pensamiento hastiado de tanto degustar. Querido lector, te prometo que, si no me abandonas, continuaré la semana que viene.
Vale