Querido lector, permíteme decir ya casi amigo, pues lo es quien no abandona estas crónicas en sus momentos más difíciles, que atañen a la profundidad intelectual de la cocina y la comida del Imperio. Tu constancia me ánima y me recuerda unas hermosas palabras de don Joan Manuel Serrat: “Mis amigos son gente cumplidora, que acuden cuando saben que yo espero. Si les roza la muerte, disimulan, que pa ellos la amistad es lo primero.”
Os comentaba hace una semana lo insípida que llega a ser la comida del Imperio. No ha de extrañaros, por tanto, que sus ciudadanos más ilustrados, los que pisan la capital económica y cultural, Nueva York, estén obsesionados de unos años a esta parte tanto con el gusto de las cosas como con una alimentación adecuada. Esa búsqueda, si no metafísica sí intrafísica, ha creado un nuevo mercado, el de la comida orgánica. Dar un paseo por cualquier mercado especializado es un gusto para quienes apreciamos el arte culinario.
Allí se pueden encontrar “salchichas sin azúcar”, “carne de cerdo sin antibióticos”, “filetes de ternera alimentada sin harinas de carne”, “lechugas sin pesticidas”, “pescado sin conservantes”, “soja sin modificaciones genéticas”, “azúcar sin colorantes”, “habichuelas sin pesticidas sintéticos”, o la ya comentada “sal de verdad”… Palabra. Lo he leído en sus etiquetas.
Sé lo que estás pensando, querido lector, «salchichas sin azúcar». Sí, también a mí me llamó la atención; así que, curioseando, pregunté a don Raúl Cervantes Orozco, historiador mexicano con el que aprendí que, en el siglo XIX, no sabiendo el Imperio qué hacer con los excedentes de azúcar generados por las grandes plantaciones sureñas subvencionadas (fijaos desde cuán temprana la tentación del comunismo ha impedido la pureza del capitalismo) decidió inyectar el azúcar sobrante a los alimentos. A todos. A TODOS.
Y, desde entonces, la costumbre se mantiene. Por eso notaréis, cuando aquí vengáis querido lector, un sabor dulzón en todas las comidas. También comprenderéis mejor de dónde viene la idea de echar azúcar a la salsa de tomate, lo que aquí se llama ketchup; aunque en esta explicación debéis perdonarme una venialidad, pues he seguido más mi intuición que la Historia.
Ese sabor persistente del azúcar se traduce, como ya bien sabéis, en calorías y como por éstas se sabe donde está el fuego, no ha de sorprendernos que el mayor número de obesos del mundo se halle en Estados Unidos. Ni tampoco ha de hacerlo que el Imperio sea el primero en las estadísticas de diabetes.
Sí, mi querido lector, una vuelta por un mercado de comida orgánica sirve para conocer lo que uno adquiere en los supermercados normales y ya no se atreve a comprar más en ellos, de puro miedo a una muerte súbita. Mas ésta, la comida orgánica, es una alternativa que sólo dan Nueva York y algunas otras grandes ciudades; en el resto del país se siguen comprando los ingredientes convenientemente aderezados, ya sea con azúcar, antibióticos o pesticidas sintéticos.
Otra cuestión que sorprende es el tamaño de las cosas. Los pollos parecen pavos, los pavos avestruces; la leche se compra por galones, es decir, por botellas de casi cuatro litros, las mandarinas por cajas y los filetes son de medio kilo.
La cuestión, según he podido indagar, tiene que ver con el país, con sus extensiones, con sus ríos, montañas y llanuras; con el hecho de que cruzar de una costa a la otra lleva cinco horas de avión. Y así todo. Os lo cuento para que entendáis mejor una expresión que los estadounidenses usan mucho Think big (Piensa a lo grande); y también, claro, para que comprendáis mejor el tamaño de sus neveras.
Prometí daros algunas gratas sorpresas sobre la cocina del Imperio. Hoy ya lo he hecho en parte hablando de los supermercados de comida orgánica. Aún quedan más. Mas como os imagino de nuevo cansados por el esfuerzo, os dejo descansar ya toda la semana.
Vale