Os confesaba la semana pasada que soy neófito en lo de narrar el acontecer de la vida cotidiana, más siendo la de otros pueblos. Este sábado os he de reconocer, angustiado, que no sé por dónde empezar. Mi temor aumenta, además, por culpa de mis propios votos y mi nombre propio, pues ya he oído a algunas malas lenguas que, tras mi presentación, han dicho con sorna: Mucho promete este Máximo Necio, esperemos que sea más de su nombre que de su apellido.
Pero algo bueno han de tener mis desvelos, pues al tiempo que me enfrento a mi inexperiencia en el oficio crece mi admiración por los grandes maestros en este arte, como lo fueron en su día Herodoto de Halicarnaso y Kapuscinski de Pinsk, quienes abrieron camino en esto de cruzar fronteras.
Mas, si ellos hablaron de cómo les sorprendieron los dioses y demonios de los pueblos que conocieron, según su criterio; dejadme que yo también siga su ejemplo y os cuente de las filias y las fobias de los estadounidenses, de sus curiosidades e indiferencias, de sus intereses y apatías, según mi buen entender.
De esta manera, no os sorprendáis si me dejo arrastrar por la corriente de frivolidad, que a mi juicio vive en la actualidad el mundo, y en lugar de referir mis primeras crónicas sobre el Imperio a cuestiones trascendentales, como los usos y costumbres de las tabernas o los hallazgos científicos, las dedicó a cuestiones intrascendentes, como la religión y otras doctrinas.
¡No os asustéis!; que ya empiezo a intuir cierto recelo por ocuparme de asunto tan mundano. Aplacad vuestro temor, pues apenas os voy a hablar de los dioses oficiales (Yavé, Dios o Ala), que de esos se ocuparon ya grandes autores, los que dieron maravillosas novelas de aventuras como la Biblia o el Corán; y, aún por si fuera poco, hubo extraordinarios estudiosos de tales libros, entre los que, con vuestra venia, citaré tan sólo un par de ejemplos: don Agustín de Hipona y San José Saramago; el primero con su gran relato de ficción Las confesiones y el segundo con dos soberbios ensayos: El evangelio según Jesucristo y Caín.
Tan sólo, permitidme, eso sí, unas palabras para observaros que éste que hoy habita gran parte del norte de América es un pueblo muy creyente, pues sólo un 1,6% de los estadounidenses se declara ateo y un 2,4% agnóstico; mientras el 51,1% es seguidor de la fe protestante de Cristo, herejía en nuestra colonia durante tantos siglos; el 23,9% lo es de la católica, que durante siglos quemó a los herejes, aunque durante siglos fue perseguida como hereje; el 4,7% cree pertenecer a un pueblo elegido que despreció, durante siglos, a quienes no lo eran y, durante siglos, fue despreciado por serlo; y el 0,6% es adorador de Mahoma, infiel y perseguidor de infieles por los siglos de los siglos.
Para cuadrar las cuentas, antes de decir amén, queda un 12,1% sin afiliación a religión alguna y un 0,8% que no sabe lo que le están preguntando o, quizá mejor, no quiera saberlo. A mí entender, querido lector, éstos son los bienaventurados, pues no me consta que hayan sido perseguidos ni hayan perseguido a nadie.
Pero he de hacer honor a la verdad, tan deshonrada ella siempre, y observaros que me ha llamado la atención la buena convivencia que estos dioses oficiales mantienen en el Imperio, pues aquí cada uno practica su religión los viernes, sábados o domingos, según los preceptos más que los gustos, yendo a su sinagoga, iglesia o mezquita; y cada dios en la de todos.
¡Guardad! Que sin oír vuestra voz aún, escucho ya vuestras objeciones: Sí, sí, pero ¿cómo son las relaciones de los dioses oficiales del Imperio con los dioses oficiales de las colonias? Habéis razón y prometo que intentaré satisfacer vuestra curiosidad, mas no en esta crónica, que llega ya a su fin, ni tampoco en la próxima, donde os hablaré de los dioses no oficiales y una religión que practica el 99,99% ciento de los estadounidenses: el Capitalismo.
Vale