Querido lector y querida lectora, antes de comenzar esta crónica dejadme aclararos que este saludo con el que hoy comienzo no es zalamería gramatical a la igualdad de los sexos, a la que por otro lado nada objeto (digo a la igualdad de los sexos no a la zalamería gramatical) pues sobre este asunto en nada sigo a los maestros antiguos, tan misóginos ellos. No; este saludo no es tampoco una carantoña política, sino el tributo que os hago y el reflejo de la pura verdad, la de tener un único lector y una única lectora. ¡Benditos seáis ambos! Pues, como dice otro prohombre que guía mi saber, de nombre don Joan Manuel Serrat: “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio.”
Os prometí hablar de los dioses no oficiales y de la que he observado como religión más extendida en este Imperio: el capitalismo; una fe que promete a los pobres el paraíso de la riqueza y a los ricos evita el infierno de la pobreza. ¿Qué decir? Muchos son los llamados y pocos los elegidos: El 1% de los estadounidenses ostenta el 38% de la riqueza. Mas por difícil que sea el camino, aquí, todos lo siguen.
Como todos sabéis, pues esta religión tiene muchos seguidores también en nuestra colonia (aunque sus preceptos se siguen de forma un poco más laxa), el primero de los diez mandamientos del capitalismo es No tocarás la propiedad privada; una ley que se inculca ya en la edad temprana y que practicamos hasta (sí querido lector, aunque nos cueste reconocerlo) hasta quienes somos herejes y hasta los que se proclaman agnósticos o ateos del capitalismo; o ¿quién, aunque sea de infante, no ha exclamado?: “¡Esto es mío!”
El tercer mandamiento de este credo es: Fijarás el precio de las cosas por la oferta y la demanda a través del libre mercado. Si os llamo la atención sobre este dogma de fe, que de sobra conocéis, no es por aburriros, sino para observaros cuán poco el hombre ha mejorado desde que el mundo es mundo, pues estamos ante una religión que, además de ser practicada de forma espontánea por un niño, como hemos visto, lo fue también por los pueblos de la antigüedad, entre ellos el fenicio.
¡Tente lector si vas a corregirme! Guarda, por favor, tu lengua hasta que haya terminado. Concedo que la de los fenicios, el regateo, era una fórmula poco ortodoxa para fijar el precio de las cosas. Mas, si esa es vuestra censura, no ha al caso de lo que quería señalar, si no que viene en darme la razón: ¡Cuán poco ha evolucionado el mundo!
Cuenta la leyenda, y en esto soy mero transmisor, que el capitalismo se fraguó realmente con la llegada de su profeta, Adam Smith, que nació en tierras no tan lejanas del Imperio, aunque hubiera un océano de por medio; el Oceanum Nostrum, lo llaman aquí. Y cuenta esa leyenda también que, al igual que Dios hizo a Isaías “luz de las naciones” para que su salvación alcanzara hasta el fin de la tierra (Isaías 49,6); otro dios dictó a Smith “La riqueza de las Naciones” (Alianza Editorial, edición de bolsillo); creedme si os digo que con el mismo fin.
Smith, que como suele ocurrir con profetas y pontífices, había alcanzado el paraíso antes de crear la religión y se hizo un hombre rico especulando, habló de un dios, al que no dio nombre, pero definió como “la mano invisible”. Quien tuviera el don de esa mano, tendría la riqueza.
A partir de ahí, los sumo sacerdotes estadounidenses del capitalismo, como los de todo pueblo que se precie, adaptaron un poco, lo mínimo, la nueva religión a sus necesidades: Se declararon el pueblo elegido y crearon un templo para encerrar el arca de la alianza. Ese templo se llama Wall Street y en su interior habita no un dios, sino varios, querido lector; porque, y aquí es donde quizá os sorprenda en esta crónica, el capitalismo es una religión politeísta, dando lugar a una mitología tan amplia y numerosa como la de la Grecia y la Roma Antigua.
Pero de esa mitología os hablaré a partir de la próxima semana. Antes dejadme que os advierta ya contra quienes intenten bramar por lo aquí escrito, dispuestos a zaherirme diciendo: ¡Necio! El capitalismo no es una fe cualquiera, es la única y verdadera.
No los escuchéis, son los talibanes del capitalismo; los que se proclaman guardianes de la fe verdadera; Torquemadas de nuestra época dispuestos a sacrificar pueblos enteros en aras de su religión. Os aviso ya que a ellos dedicaré alguno de mis dardos; ojalá que sean tan afilados como los de aquel don Fernando Lázaro Carreter, que tantos y tan buenos produjo en nuestra querida colonia.
Vale