Querido lector, sé cuán enfadado estás al leer que, apenas dejo los usos y costumbres, vuelvo a las andadas de los mitos y leyendas del Imperio. “¿Política, otra vez? ¿Hasta cuándo, Necio, abusarás de nuestra paciencia? ¿Hasta cuándo esta locura tuya seguirá riéndose de nosotros? ¿Cuándo acabará esta audacia desenfrenada tuya?”, diréis como Cicerón dijo de Catilina. “Nos llevas prometiendo crónicas sobre los deportes, el tiempo, los famosos y el sexo desde tu primera crónica y has dejado pasar hasta la historia del Tigre de los Bosques sin el menor comentario. Insistes, una y otra vez, en darnos razón pero haces lo que te da la gana. Ya aburre tu obcecación y también tu reiterada pretensión de convencernos de cuán necesaria es tu labor como si no supiéramos que bajo la piel de tu ironía se esconde cierto desdén hacia la crónica del corazón. Para mayor escarnio, la semana pasada te despediste prometiendo una sorpresa en ésta crónica y ahora vuelves por tus fueros. Más que una sorpresa, lo tuyo es alevosía”, me recriminaréis no sin razón.
Como en el tango, querido lector, anoto vuestra queja en la cuenta del otario (nunca más a cuento siendo yo Necio). No veáis desprecio en mi actitud, pues sé que esas crónicas del corazón que me reclamáis son, como bien saben los buenos cronistas, «lo que la gente quiere”. De lo que se deriva que a la plebe hay que darle lo que la plebe quiere. ¡Si lo sabían los antiguos romanos que llenaban sus coliseos porque la gente quería ver a los leones devorar a los cristianos!
Sé, incluso, cuán importante es este asunto en nuestra colonia, estando como estamos entre los países más avanzados de la prensa del corazón, tanto en su producción como en su consumo. España es uno de los pocos lugares del planeta donde las élites o elites, (o en este caso podríamos decir incluso las elités por lo exquisitas que son) exigen el reconocimiento y la más alta distinción de la crónica rosa. No sucede, afortunadamente, como en el Imperio o como en otras colonias, entre ellas la vecina Francia, donde el seguimiento de la vida de los famosos se enclaustra en las clases menos educadas. En nuestro país no padecemos el obscurantismo del cotilleo ni hace falta ser un iniciado para conocerlo. Cualquiera que haya pasado por la Universidad es libre de proclamar su interés por la vida de un famoso. ¡Hemos conseguido arrancárselo a las clases populares! Y aún es asombroso, incluso, ver cómo una parte del vulgo se empeña en su ignorancia al rechazar tales noticias mientras, como creo que ya os comenté en otra ocasión, los intelectuales las declaran un conocimiento necesario para la supervivencia de la cultura general.
Sí, querido lector, soy consciente de la obligación de dar a una parte del vulgo y a esa clase ilustrada lo que necesita como también lo soy de la necesidad de comer que tienen los buenos cronistas (que no me tengo yo por tal). Una necesidad de comer que ellos mismos definen tan magistralmente como “De alguna forma hay que ganarse las lentejas” (por más que las lentejas sean dos casas, dos coches último modelo y los colegios más caros para sus hijos.)
Por si fuera poco todo ese razonamiento del buen cronista, hay un imperativo al que sin más tardanza debemos plegarnos, el argumento ontológico, la autentica verdad revelada: El empresario debe ganar dinero, única razón tan cierta como la verdad por antonomasia, aquella que reza que todo el que nace muere. Nada hay más inmutable que el beneficio del empresario y, por supuesto, también del empresario de las crónicas.
“Entonces, Necio, si lo sabes ¿por qué persistes? ¿A qué tanta contumacia? ¿Te divierte atormentar con lo prosaico de las cuestiones sociales, la religión, la política y la economía del Imperio? ¿Acaso no sabemos que el Imperio tiene la mejor religión, la mejor política, la mejor economía pues si no no sería Imperio? ¿A qué vienes tu a contarnos lo que ya sabemos, la cantinela aburrida de los Mitos y las leyendas? ¿A qué vienes a robarnos lo divertido, lo entretenido, lo que no sabemos, al menos, lo que no sabemos en profundidad como son las intimidades más escondidas de los famosos, sus escándalos y amoríos, como diría don Antonio Machado; o los recovecos de la vida deportiva, con los resultados semanales, las intrigas antes de los partidos, los laureles después de ellos, las rencillas entre los equipos? O ¿por qué no das razón de las temperatura, de las olas de frío y de calor en cada rincón del Imperio, del Día de la marmota o del big one, el terremoto que algún día sacudirá San Francisco y partirá California en dos? Y, sobre todo, ¿a qué vienes a darnos malas noticias y hablarnos de lo que quizá no queremos enterarnos ”, me preguntaréis.
No creáis que no padezco vuestra ira, pues ya lo tiene dicho don Ramón Lobo: “El trabajo del mensajero es complejo y a menudo arriesgado: a nadie le gusta que le traigan malas noticias y menos que se las publiquen.” Mas comprended que para saber lo que hacen los personajes principales del país, los que escriben la Historia, las Parises Hilton, los Ashtons Kutcher, las Sarahs Palin y otros Ídolos Americanos, antes habéis de conocer el Imperio a fondo, examinar el contexto donde tales celebridades se inscriben; reconocer los ingredientes que han convertido al Imperio en lo que es y a sus personajes en lo que son. Sólo así tendréis el paladar de la inteligencia preparado para tales delicias y sólo así comprenderéis lo abnegado de la vida de esos talentos, que trabajan infatigablemente para los cronistas del corazón sin tan siquiera esperar a cambio que se les reconozca con la concesión de un premio Nobel.
Por ese motivo hoy os traía aquí una crónica sobre los amigos y enemigos del Imperio que, en cambio, habrá de esperar a la semana que viene, porque ésta se nos ha ido el tiempo enredados, como hemos estado, en estas disquisiciones. Paciencia, querido lector. Sabed que es una virtud mutua.
Vale