Querido lector, en tiempos tan volubles como los nuestros, no podéis acusarme de falta de perseverancia, pues mis crónicas siguen revelando los mitos del Imperio contra los vientos y mareas de otros cronistas. Y no veáis ironía en mis palabras, lo de los vientos y mareas no lo digo por la moda de informar sobre el tiempo meteorológico, cuestión ésta en verdad seria, siquiera porque sirve para desviar la atención de tanto desacuerdo como en el mundo existe.
Claro que, quizá, lo que os hago observar como máxima virtud necia, la de mi perseverancia, es simple vicio de fabulador empedernido; por no decir, la insoportable pesadez de mi ser frívolo. Mas mirad que esta leyenda que hoy os traigo quizá merezca vuestra atención, pues trata de una guerra de religiones que se está librando incluso mientras la leéis.
Hubo un tiempo en que había dos Imperios, el Imperio del Oeste, del que ahora os informo, y el del Este, formado por una alianza de países que abrazó el Comunismo. Es ésta una religión, más que diferente, opuesta al Capitalismo, pues si aquí la riqueza general se supedita a la del individuo, allí la riqueza individual lo hace a la general. Cierto, querido lector, cuán difícil es entender las religiones. Mas ya lo dijo doña Teresa de Jesús, los caminos de los dioses son inescrutables. A pesar de todo una cosa compartían: como en todas las religiones, sus sumos sacerdotes eran los mayores beneficiarios.
Tenía aquel Imperio como mesías a don Carlos Marx, quien planteó cuestiones como ésta: “El anhelado período de prosperidad (capitalista) no termina de llegar; cada vez que nos parece vislumbrar sus signos precursores, éstos se desvanecen en el aire. Entretanto, cada nuevo invierno replantea la gran cuestión: ¿Qué hacer con los desocupados?” E hizo profecías como ésta: “Mientras que el número de parados crece de año en año y nadie responde la pregunta, casi es posible calcular el momento en el que éstos, perdiendo la paciencia, tomarán el destino en sus propias manos”. Don Carlos llegó incluso a predecir que una inminente revolución alumbraría un mundo mejor.
Como suele pasar con los profetas, se equivocó; la revolución de los pobres suele ser, en el mejor de los casos, la delincuencia, y en el peor, el fanatismo, pero casi nunca la creación de sociedades mejores. Y como suele también ocurrir con los profetas, hubo quien sobre su piedra fundó una Iglesia.
El Imperio del Este estaba situado en la Europa oriental, lo que dejó a los países del oeste del continente emparedados entre ambos Imperios y religiones. Sus habitantes, hartos de guerras, en lugar de enloquecer, usaron la inteligencia por una vez y evitaron ser devorados siguiendo el antiguo consejo de don Aristóteles el Estagirita: Colocad vuestra virtud en el justo medio de dos extremos.
De esa forma, tomaron el Capitalismo y el Comunismo y tras expurgar sus dogmas, los espulgaron de sumos sacerdotes, los ejecutivos de las escuelas capitalistas y los miembros del Partido Comunista. Después fusionaron las dos religiones, dando lugar a un cisma, la Socialdemocracia, del que ya os había prevenido en mi anterior crónica.
Por supuesto, la nueva secta fue declarada herejía tanto por el Imperio del Este como del Oeste; empero sus ciudadanos lograron durante años una gran calidad de vida, especialmente en el Norte de Europa pues fue donde mejor se aplicó la nueva doctrina del Estado del bienestar: Jornadas laborales de ocho horas (a veces menos), vacaciones pagadas, sanidad universal, jubilación a los sesenta y cinco años, permisos de maternidad, educación para todos, ayudas a los más necesitados, reparto de la riqueza, tiempo libre para el solaz y el aprendizaje…
Para su desgracia, digo la de los europeos occidentales, el Imperio del Este fracasó ante los abusos de poder, pero sobre todo, ante la ausencia de aquella riqueza general tan prometida. Y ese fracaso dio alas al Imperio del Oeste para poner orden en las colonias y lanzar una contrarreforma, llamada Globalización. Con ella renovaron el evangelio del libre mercado y la verdad absoluta del Capitalismo.
Y en esas están ahora el Imperio y nuestras colonias, en una guerra de religiones, de la que mi natural optimismo me impide daros un resultado.
No os atosigo más hoy, querido lector; descansad de mis noticias hasta la semana que viene, aunque en mi despedida tampoco pueda daros la esperanza de que mi próxima crónica sea, sino menos frívola, sí más divertida.
Vale