Querido lector, te escribo inmerso en la astenia primaveral a pesar de que la crónica de hoy sobre los enemigos del Imperio, más que apatía, debería despertar… diligencia. Cierto, deberías esperar de mí más energía, pero comprenderás que me sea difícil no desfallecer cuando tu permaneces silencioso y de brazos cruzados mientras el mundo que conocemos, el del bienestar y la razón, se resquebraja machacado por los sumos sacerdotes del capitalismo y sus acólitos, los cronistas de la economía. Ya lo decían, con su verbo fácil y callejero, aquellos antiguos profetas llamados por nuestros ancestros Celtas Cortos: “Si en Latinoamérica matan a los indios sin compasión, si el Amazona estira la pata y si aumenta la polución, si el estudiar vale para poco al buscar tu colocación, si el campo se va a la mierda y el poder huele a corrupción… Tranquilo, no te pongas nervioso, tranquilo. Tranquilo majete en tu sillón.”
Estábamos de acuerdo la semana pasada, querido lector, en que los mejores amigos del Imperio son las colonias, pues aceptan la sumisión. Bien, entonces, es fácil adivinar cuáles son sus enemigos, los que le llevan la contraria.
Al igual que sucedía con las colonias, poco importa que quien lleve la contraria al Imperio sea una democracia, como Venezuela, o una dictadura, como Corea del Norte. Digo, poco importa a efectos académicos, que es a lo que aquí nos dedicamos, pero no para sus pueblos, pues los que viven bajo las dictaduras suelen tener la mala suerte de sufrir el doble: el castigo de los dictadores y las sanciones del Imperio.
De entre todos los enemigos del Imperio destaca un caso, el de Cuba. Para que me entendáis mejor (y no voy a ser en estas crónicas más Necio que en este momento) Cuba es en nuestra época el pueblo de la Galia que siempre se le resistió a Roma. Está a su frente un Asterix revolucionario que, hace mucho tiempo, cometió el error de creer que él mismo era la revolución; confusión que podemos resumir en aquella magnífica frase de don Luis XIV: “La revolution c’est moi”.
El país anda ahí abajo en el mapa, a los pies de los Estados Unidos, con los cubanos, mi amol, en sus casas de madera mirando todo el rato hacia arriba para ver los estandartes del Imperio junto a espaciosas tiendas de campaña a rayas azules y blancas. Y encima, para su desgracia, sin pócimas mágicas ni festines que les rediman.
Desde luego, sería un caso harto gracioso si las consecuencias de esa enemistad no las sufrieran en sus propias carnes los cubanos. Digo gracioso porque no se me ocurre otra forma de observar la inquina que el Imperio tiene hacia una isla caribeña que si intentara invadir los Estados Unidos de América tocaría a un habitante por kilómetro cuadrado y, para ganar tal territorio, ese habitante tendría que luchar sólo contra 26 estadounidenses. Aún peor, toda su lucha se haría con machete y, si acaso, con un destartalado carro de combate de hace cuarenta años.
Pues aunque te parezca mentira, querido lector, el Imperio gasta más energía en castigar al pueblo cubano que en denunciar la falta de derechos humanos en Arabia Saudí (claro que como ya vimos en la crónica anterior, Arabia Saudí es colonia y, por tanto, amigo). Esa energía se observa en un gigantesco aparato de propaganda que mantiene viva la aversión hacia los revolucionarios y, sobre todo, en un embargo comercial que contribuye a la escualidez de los habitantes de la isla.
En honor a la verdad, hubo un tiempo en el que el Imperio se preocupó con razón por este enclave del comunismo caribeño, cuando a punto estuvo Cuba de tener misiles nucleares en su territorio pero, pasada esa amenaza, todo cayó en la desproporción.
Uno de los principales reproches del Imperio a Cuba es la falta de libertad de expresión, reproche que parece cierto. Los dirigentes deberían aprender del mismo Imperio donde, por ejemplo, los pacifistas no pudieron colocar en los periódicos, radios y televisiones un sólo anuncio contra la pasada guerra de Iraq, temerosos como estaban sus directivos de perder la clientela si lo hacían. Es una cuestión de procedimiento, querido lector, lo que la política no puede negar, la economía sí. También deberían aprender los líderes cubanos de Dinamarca y, en lugar de encerrar a los opositores durante años, hacerlo de a poquito como ocurrió recientemente en el país norteño con ciertos revolucionarios ecologistas.
Por increíble que te parezca, querido lector, Cuba pertenece al llamado Eje del mal, según lo definió el emperador Jorge W. Arbusto años atrás. Ese Eje lo empezaron formando los enemigos más mortales del Imperio: Irán, Iraq y Corea del Norte.
Digo lo empezaron formando porque Iraq, después de la guerra que te acabo de mencionar, ya no forma parte de nada, ni de ejes ni de Oriente Medio ni de los Estados que sobre la tierra hay. En verdad, Iraq ya no forma. Es lo que ocurre cuando uno no acata la voluntad del Imperio. Se ve destruido. Y fijate bien, querido lector, que digo no acata en lugar de se enfrenta, pues a día de hoy nadie osaría tamaña locura de atacar al Imperio.
Por ese motivo, cuando necesita castigar a sus enemigos, el Imperio hace creer que éstos tienen Ejércitos potentes, poseedores de grandes armas destructivas, hombres feroces y el último grito en las estrategias de la guerra. Luego, cuando ocurre la desigual batalla, se descubre que los soldados enemigos huyen despavoridos, que los Ejércitos enemigos no tienen ni las botas apropiadas y que las mortíferas armas nunca existieron. De esa forma se explican los rápidos paseos triunfales que se dan los emperadores a los dos meses de empezar las guerras; si bien es cierto, que este Imperio gana muchas batallas y pocas guerras.
También hace saber el Imperio que su castigo es por el bien de los castigados, para liberarles y llevarles la democracia. Sí, querido lector, las guerras se construyen sobre mentiras y son en muchas ocasiones injustas. El caso de este Imperio no es una excepción. A veces, sus mentiras han sido tan obvias que algunos ciudadanos pidieron perdón en nombre de los emperadores que las emprendieron. Otros, empero, las defendieron diciendo que los actos de los emperadores han de ser juzgados por la Historia y, si no, por Dios; pero nunca por los hombres.
¡Ay democracia que quitas el pecado del mundo! Si los dictadores supieran que, siendo amigos del Imperio, les bastaría estar ocho años en el poder para hacer desmanes y después recibir por todo castigo su derrota en las urnas, cuánto respirarían los pueblos.
Detengo aquí mi pluma, querido lector, pues aunque seguiría y seguiría con estos mitos y leyendas que tanto me apasionan, no quiero aburrirte más por hoy. Pero tú, sigue tranquilo en tu sillón.
Vale