Querido lector, con lo animada que está nuestra colonia con sus leyendas (los sumos sacerdotes del capitalismo sacrificando al pueblo en el altar de los beneficios) entiendo que se os haga difícil en estos días prestar atención a las del Imperio, dedicadas a cuestiones tan lejanas y ajenas como sus enemigos internos. Mas piensa, siguiendo a los sabios griegos, que para conocernos a nosotros mismos no hay nada mejor que ver nuestro reflejo en los demás y así, a través de la historia de este Imperio, podremos saber cuál es la nuestra, qué hemos hecho y, sobre todo, qué estamos haciendo. Si no me creéis, más tarde en esta crónica lo comprobaréis. Palabra.
Como ya os adelanté la semana pasada, los primeros enemigos del Imperio fueron los indios, digo los apaches, sioux, cheyenes, navajos, hualapais y otros muchos antiguos pobladores del territorio. Curiosamente fueron enemigos sin querer y a su pesar. Habían tenido la mala suerte de nacer aquí en Norte América y, claro, aquí estaban cuando llegaron los ingleses y otros europeos con la intención de quedarse.
El problema para los indios fue que no habían inventado la propiedad privada. Pensaban que la tierra no pertenecía a unos hombres con nombres y apellidos en particular sino que era de todos en general. Aún más, en realidad habían llegado a la conclusión de que todos los hombres están de prestado en la tierra y sólo pueden usufructuarla mientras viven. ¡Qué disparates ha llegado a pensar la humanidad! ¿Verdad, querido lector? Claro que, salvajes como eran, cómo iban a imaginar ellos que la tierra no es tan siquiera del que la trabaja sino del que la hereda o la compra por los siglos de los siglos. Amén.
Peregrinos o no esos pensamientos de los indios, el caso fue que no pudieron mostrar las escrituras de su territorio cuando los colonos extranjeros se las pidieron. Al principio y aprovechándose del propio pensamiento de los indios, los rostros pálidos, también conocidos como caraduras, les compraron los terrenos, unas veces a cambio de espejitos otras por simbólicas cantidades de dinero.
“¿Cómo van a comprar lo que no se puede?”, se decían los indios a quienes no importaba, de esa forma, firmar los nuevos papeles de propiedad; demostrando de paso que les ganaba la codicia, pues si no se podía comprar tampoco se podía vender. Y cayendo así ingenuamente en el timo de la estampita.
Cuando se dieron cuenta, se enfadaron, como no, y quisieron cambiar los espejitos que les habían dado por las tierras que les habían quitado, pero de poco les valió. No podían tan siquiera ir a reclamar inutilmente a la oficina de defensa del consumidor que tenemos hoy en día.
El enojo entonces fue a mayores y los indios decidieron echarse al monte, que no fue tan grave como parece porque ellos de sí ya estaban echados a él todos los días. Pero hasta en el monte tenían las de perder, usaban flechas contra balas y tampoco podían ir a quejarse, igual de inútilmente, a la Comisión de Derechos Humanos que tenemos ahora.
Fueron exterminados, la mayoría por las bravas y otros con el alcohol. Los hijos de los pocos que sobrevivieron andan hoy en reservas, como en los zoológicos, esperando a ver si un día los colonos se marchan como llegaron o a ver si la madre naturaleza les da la razón a sus antepasados y es verdad que la tierra pertenece a la naturaleza y no a los hombres.
Si el Imperio no fuera Imperio quizá se diría que todo esto fue un genocidio pero ya se sabe quién escribe la Historia; así que durante décadas los caraduras han sido idolatrados como héroes en las películas que el Imperio mandaba a las colonias.
Otros enemigos del Imperio, también caseros y mucho, lo fueron hasta hace muy poco los ahorradores. Su extinción empezó a finales de los años setenta cuando Estados Unidos anotó su primera deuda externa desde la I Guerra Mundial.
El método fue el mismo que con los indios y los rostros pálidos, en esta ocasión, fueron los ejecutivos de los bancos, a los que curiosamente también se les llama caraduras. Engañaron a los ahorradores con espejitos y, sobre todo, con unas cantidades de dinero que, por muy grandes que fueran, no dejaban de ser simbólicas comparadas con las que luego había que devolver.
De todo ha habido en la historia de la usura pero para vuestra información, querido lector, las tarjetas de crédito cargan en el Imperio entre un 21 y un 29% al dinero prestado; aunque si se suman penalizaciones y otros recargos la broma puede costar hasta un 200%. Ni los mafiosos, vamos.
En el timo estuvieron implicados emperadores como don Ronaldo Regan, que alentaron a los ahorradores a liberarse de la manía de pagar con dinero contante y sonante ofreciéndoles convertirse en deudores: “Hay que gastar para que la economía se expanda”, dijo.
Hacia el año 2001, cuando reventó la burbuja tecnológica llevándose los ahorros que un tercio de los estadounidenses tenían en sus planes de pensiones, los pocos ahorradores que quedaban se convirtieron en sospechosos terroristas bajo la doctrina del “si no estás conmigo, estás contra mí”. El emperador Jorge W. Arbusto dictó el edicto: “Consumir es un deber patriótico”; ergo, no hacerlo era antipatriótico.
Y así andando las cosas, la deuda externa de Estados Unidos asciende hoy a 13,4 billones de dólares o, lo que es lo mismo, cada ciudadano del Imperio debe 43.646 dólares.
Mas al principio de esta crónica, querido lector, os dije que sólo mirando a los demás podemos conocernos a nosotros mismos y que os lo iba a demostrar. Pues bien, la deuda en nuestra colonia asciende a 2,4 billones de dólares; es decir, cada uno de nosotros debemos más que los ciudadanos del Imperio, 49.619 dólares, aunque ni siquiera sepamos ni a quién se los debemos. Para mí tengo que es a los caraduras de los bancos pues mientras nosotros nos endeudabamos ellos obtienían “los mayores beneficios de la historia”; y, visto lo visto, también por los siglos de los siglos. Amén.
Si la desaparición de los ahorradores es genocidio o no a ti te dejo la respuesta, querido lector, yo lo que si puedo asegurar es que los deudores somos los nuevos esclavos del mundo.
Vale