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Informando a las colonias: Usos y costumbre XII. Las guerras

Querida lectora, quería continuar hoy con temas ligeros compartiendo contigo, como comparto, que las vacaciones son suelo sagrado y tierra de disfrute para los sentidos. A cuento de qué voy venir yo a cometer el sacrilegio de hablar de asuntos graves; peor aún, a enfrentarte a hechos que exijen tu atención y te obligan a reflexionar.

 

Mas, como dirían los cronistas modernos, la rabiosa actualidad me obliga a profanar tu placidez. Algo ha de haber de cierto, digo en lo de que la actualidad es rabiosa, cuando en las vacaciones huímos de ella, temiendo que nos muerda y arranque a dentelladas nuestra paz de espíritu; esa bendita paz de espíritu que nos da la ignorancia.

 

Pero son esos mismos cronistas modernos los que, dando esta semana por terminada la guerra de Irak, me han obligado a cambiar el curso de esta crónica. (Digo que fueron ellos, los cronistas, los que la dieron por terminada porque ni el emperador ni el Imperio han dicho que así haya sido. ¿Cómo podrían decirlo si quedan todavía allí cincuenta y seis mil soldados imperiales desplegados?). Así sea pues, os hablaré de las guerras del Imperio.

 

Sí, querida lectora, como si después de todo este tiempo empezáramos a ser almas gemelas, imagino bien lo que estarás pensando: «Todo lo que quieras, Necio, pero el título de esta crónica es erróneo. No puedes incluir la guerra como un uso y costumbre del Imperio. Merecerá que la insertes bajo el capítulo de la política, el de las relaciones internacionales o, si me apuras, en el de tus Mitos y leyendas».

 

Que quieres que te diga, yo creo que la guerra es un uso y costumbre no de este Imperio estadounidense bajo el que vivimos, sino de todos los que en la Tierra han sido y serán. Es más, por eso son Imperios, porque guerrean y ganan. No se conoce nación alguna que haya llegado a ser Imperio sin librar batallas allá donde ha dominado.

 

Y como todos, este Imperio ha luchado por las mismas razones que lo han hecho los demás. Ha tenido su guerra de Independencia frente a Gran Bretaña. Ha tenido su guerra de exterminio frente a los indios. Ha tenido las de guerras de invasión frente a México. Ha tenido la guerra civil, frente a sí mismos. Ha tenido las guerras de pacotilla, frente a nuestra colonia. Ha tenido las libradas en defensa propia, como las dos guerras mundiales. Y, a partir de la última guerra mundial, tuvo las propiamente imperiales, las de dominio y expolio, frente a sovieticos, asiáticos, árabes y latinoamericanos, así como Roma las tuvo contra los griegos, los judíos y los bárbaros.

 

Como tantas otras veces, querida lectora, hablar de todas esas confrontaciones bélicas excede la labor de este modesto cronista, pacifista para más inri. Otros mejores que yo ya lo han hecho. Así pues, sólo explicaré a vuela pluma, si me permites la osadía, las últimas guerras, las de dominio y expolio, por ser las más recientes y las que se refieren, propiamente, al Imperio.

 

Por ese motivo, precisamente, situar el arranque del Imperio es fundamental tanto para esta crónica como para otras venideras en las que os hablaré de los emperadores. Dentro de unos cien, doscientos, trescientos años, cuando la Historia lo permita y los historiadores se atrevan con ella, se leerá en los libros de texto (electrónicos o galácticos, ese será otro cantar) que el Imperio comenzó como tal allá por la II Guerra Mundial y, aunque los procesos históricos llevan su tiempo (por más que en estos nuestros tiempos lleven más bien un rato), su nacimiento oficial tiene una fecha clara el 6 de agosto de 1945, el día en que EEUU lanzó su primera bomba atómica sobre la ciudad japonesa de Hiroshima y envió al mundo un mensaje cristalino: «Truman, la ira del átomo».

 

Para cuando se publiquen esos libros de texto quizá se haya aclarado alguna que otra controversia. Por ejemplo, por qué se tiró la bomba nuclear sobre Nagasaki tres días más tarde de la de Hiroshima. Unos dicen que fue por si alguien no se había enterado de la primera; otros que por confirmar que no había sido una casualidad, demostrando de esa forma que el Imperioe dominaba la tecnología. Los hay que piensan hasta que fue por chulería. El Imperio, por su parte, ha defendido siempre que lo hizo casi por caridad, por acabar la guerra cuanto antes. Yo me inclino por esta última opción, porque a cien mil muertos por minuto, se acaban pronto las guerras y hasta el planeta.

 

Otra polémica que tendrán que explicar los historiadores es cómo EEUU entró en la II Guerra Mundial en defensa propia, tras el ataque de Japón, aliado de Hitler, a Pearl Harbour, y salió de ella como si hubiera hecho un acto altruismo, el de llevar la democracia a Europa. Y aquí, digo en esa guerra, damos gracias porque ganó el Imperio. No vaya nadie a manipular mis palabras y me vea simpatizar con quien jamás podía tener mis simpatías.

 

Pero luego vinieron otras guerras y otras polémicas: Corea, Vietnam, Nicaragua, Panamá, Afganistán, Irak…

 

Sí, querida lectora, ya sabemos todos que la historia con minúscula la escriben los vencedores pero la Historia, la de verdad, se escribe cuando el polvo del tiempo se ha posado sobre las victorias, matizando los triunfalismos. Y así, llega un momento en que las cosas, si no llegan a colocarse en su sitio, al menos, están todas empolvadas y parecen iguales. Y el hambre y sed de poder que hoy vemos en las antiguas Roma y Madrid, París y Londres, será algún día la misma hambre y sed de poder que se verá de Washington. Si no al tiempo.

 

Como puedes ver, he abierto un capítulo que dará para muchas crónicas, por ese motivo hoy me detengo mientras me quedo pensando cómo será mejor contar tantas guerras y tantos emperadores.

Vale

 

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