Querido lector, abandono de momento las aguas superficiales de la mitología, la política y la economía pero habrás de disculparme por no entrar aún en las profundas y, por ello, más enriquecedoras, del acontecer cotidiano de la farándula, los ricos y los famosos. Voy a quedarme en las aguas intermedias de los usos y costumbres, donde se bañan grandes frívolos como don Rafael Sánchez Ferlosio. Fue él quien observó con buen tino que “tras ninguna pantalla se esconden tantas cosas como tras la costumbre”. Mas habréis de reconocer que en estas aguas medias se zambullen también buenos intelectuales, como los de esa escuela posposmodernista que acertó a declarar bien de cultura general una costumbre muy nuestra, la lectura de la prensa del corazón.
Por vivir en la capital del Imperio, observo algunos usos que sólo se practican en ella y no en otros lares así que, si me lo permitís, empezaré por aquí, por Nueva York, donde la gente vive en unos edificios tan altos que los llaman rascacielos. Su altura es muy variada y en realidad, más que rascar, unos hacen cosquillas al cielo, como el el edificio Woolworth con su diseño gótico, otros lo acarician, como el Chrysler con su cúpula plateada, y otros lo violan, como la última torre Trump con su forma de cipote de burro.
Un uso que me ha llamado la atención tiene lugar en los ascensores de esos rascacielos. Vivo en una planta treinta y cinco de una torre que tiene treinta y siete, si bien es más correcto decir que vivo en una treinta y cuatro de un edificio que tiene treinta y séis, pues es costumbre aquí no colocar el número 13 en el cuadro de mandos, eliminando así, por el arte de la superchería, la superstición y mala espina que tal número trae; como todo el mundo sabe, salvo los científicos.
Otra costumbre muy arraigada se desarrolla en el interior de los ascensores. Cuando uno entra es de mala educación saludar a quienes suben o bajan. Nuestro saludo molesta al prójimo y es mejor guardar un respetuoso silencio. Sin embargo, esta regla tiene una importante excepción: los perros. Cuando un perro entra en un ascensor como mínimo se le ha de saludar para enseñar que hemos sido bien educados, aunque dice mucho más sobre nuestros colegios y clase social hacerle una carantoña, hablar con él e inquirir a su dueño por su edad, raza, estado de salud y necesidades.
Tener una mascota es una gran costumbre de todo el Imperio y, en concreto, los perros son los amos de este mundo. De hecho, en Nueva York, por ejemplo, tienen derecho a entrar por la puerta principal de los rascacielos, mientras los mexicanos y chinos, portadores habituales de paquetes, lo han de hacer por la de servicio. Como siempre ocurre, a veces las costumbres se relajan y hay edificios en los que los muchachos de los recados también entran por la principal.
Sí, querido lector, el Imperio tiene un gran respeto por los animales y no existen costumbres medievales como matar a un toro a la vista del público o tirar una cabra desde un campanario.
Aunque barbaridad por barbaridad, el Imperio mantiene otra costumbre abandonada en muchas colonias y que supera con creces esos ritos ancestrales nuestros, hablo de las ejecuciones de los condenados, practicada en la mayoría de su territorio.
El origen de esta costumbre se remonta a un libro escrito hace nada menos que 3.000 años pero que, a pesar de estar desfasado, sigue en boga entre mucha gente. Se llama Biblia y en él se sentó la base para la llamada ley del talión: “Ojo por ojo, diente por diente”. Esa ley consagra el principio de aplicar al acusado el mismo castigo que el crimen cometido.
Aunque he de haceros notar que no siempre se respeta ese principio y para honrar la costumbre de la ejecución, si no hay un culpable cerca, el Imperio echa muchas veces mano de inocentes. En otras ocasiones, los ejecutados pueden ser retrasados mentales e, incluso, niños. Dan el mismo juego y cumplen el rito. Eso sí, por una regla no escrita, es decir, por otro uso, las penas capitales jamás se aplican a las personas ricas. Palabra.
A pesar de todo, es una tradición en horas bajas, no por el número de ejecuciones, van más de 350 desde 1990, sino por su espectacularidad. Otrora, el Imperio fue reconocido por haber introducido en la pena de muerte lo que en su momento fue el último grito de la tecnología moderna, la electricidad. Creó una silla en la que se sentaba el reo y, a fuerza de aplicarle descargas eléctricas, el condenado quedaba frito. Ahora en cambio, se usa una jeringuilla con veneno. Es un sistema rápido y sin grandes aspavientos, pero no tiene el suspense de ver cuánto aguanta viva la persona.
Necio me diréis, estás siendo injusto, pues la pena de muerte debería ocupar un espacio en una crónica sobre la Justicia y no sobre los usos y costumbres. Por una vez, querido lector, no estoy de acuerdo. Como sabéis bien, soy enemigo de la discordia y de los juicios de valor, siguiendo el saber de don Kurt Vonnegut, quien en una ocasión dijo algo que no puede venir más a cuento en esta crónica: “Era gracioso que yo, una simple célula, me tomara la vida tan en serio”. Pero en esta ocasión, dejadme hacer ese juicio de valor: la pena de muerte no es Justicia, sino la más atávica de las costumbres, la venganza.
Querido lector, acabo aquí mi crónica, que sin pretenderlo ha terminado de nuevo en la superficialidad de la vida. En fin, no se puede remediar, tiro a la querencia de la frivolidad. Sólo deseo que durante la semana sepas divertirte con compras innecesarias para superar así tanta insustancialidad mía.
Vale