Querido lector, pasó el equinoccio de primavera y pasó la Semana Santa y yo me siento como don Miguel Hérnandez cuando decía: “Ando sobre rastrojos de difuntos, y sin calor de nadie y sin consuelo voy de mi corazón a mis asuntos.” No es un reproche, sólo el estado de mi corazón, pues escribir semana tras semana sin saber de ti es hacerlo sin calor y sin consuelo. Solitario es el oficio de cronista.
Pero no te aburro más con mi corazón y voy a mis asuntos que, estos días, son los usos y costumbres de nuestro Imperio. Os conté ya las diferentes medidas que existen aquí con respecto a las usadas en las colonias y os demostré cómo sesenta metros cuadrados en Madrid son más estrechos que seiscientos cuarenta y seis pies cuadrados, su equivalente en Nueva York. Sin embargo, es curioso observar como lo que la superficie da, la distancia no lo bendice. Digo esto porque cuando pasamos de las áreas a las longitudes, sucede lo contrario y el metro colonial se vuelve más ligero que su equivalente imperial.
¿No me creéis? Pues yo sólo de esa forma me explicó lo siguiente: Un tren de alta velocidad tarda una hora y cuarenta y dos minutos en recorrer los cuatrocientos kilómetros que separan Madrid de Córdoba, mientras a otro en el Imperio le lleva dos horas cincuenta minutos cubrir las 240 millas que hay entre Washington y Nueva York. ¿Os he convencido?
Con buen criterio, creo que podemos afirmar que si la razón de la estrechez en las casas de nuestra colonia era la mala aplicación de la conversión de las medidas por parte de arquitectos y constructores, el motivo de la lentitud de los trenes aquí parece ser la equivocada conversión hecha por los ferroviarios.
Mas no quiero caer en la simplicidad y pienso que esa lentitud de los ferrocarriles se debe además al distinto concepto que se tiene en los Estados Unidos y en Europa de lo público y lo privado. Si en nuestras colonias lo público es de todos y lo privado es de los particulares, aquí lo público es de nadie y lo privado de quien se lo pueda pagar.
Detengo ahí este asunto pues no es objeto de esta crónica sino más bien, como habéis podido adivinar querido lector, de otra sobre mitos y leyendas. Basta de momento con que os adelante una conclusión derivada de esa diferencia de conceptos: Lo privado no funciona. (¡Tened vuestra ira! Adivino vuestra indignación por soltar semejante disparate. Mas, lo pido por favor, aunque esta conclusión os parezca un contrasentido, mantened la calma hasta que pueda explicárosla largo y tendido. De momento, sólo por esta vez, aceptad mi palabra.)
La diferencia entre el Sistema Métrico Decimal y el Sistema Imperial de Medición, como ya os conté en una crónica anterior, se aplica a todos los ámbitos de la vida, también a los pesos. ¡Qué decir de ellos! Me creeréis si os digo que se produce el mismo problema que con la superficie y la longitud y que un kilo pesa menos que su equivalente de casi dos libras y media. Sólo así me explico que una persona de ciento setenta y cinco centímetros de altura y cien kilos de peso sea una persona gorda en nuestra colonia mientras otra de 5,74 pies de altura y 220 libras de peso sea obesa en el Imperio. De nuevo no quisiera caer en la simplicidad y admito que este hecho pudiera tener relación también con la alimentación de cada lugar, mas lo cierto es que las libras pesan más que los kilos.
Adivino en ti, querido lector, cierto escepticismo. Lo que he podido demostrar empíricamente con la superficie y distancia no lo he hecho con el peso. Mas hete aquí la prueba: las tallas de la ropa. Sé que diréis, Necio no confundas la velocidad con el tocino, una cosa es la masa y otra la capacidad. Cierto, pero habréis de reconocer conmigo que en el cuerpo humano, el volumen tiene que ver más con la primera que con la segunda.
A diferencia de nuestras colonias, donde las tallas son dadas en número, aquí lo son en letra. Básicamente existen éstas: S de small (pequeña), M de medium (mediana), L de large (grande), XL de extralarge (muy grande) y XXL extraextralarge (ciclópea). En teoría las hay más pequeñas, pero yo sinceramente no las he encontrado; ya es casi imposible hallar una pequeña y cuesta mucho trabajo conseguir las medianas. Así pues, aplicando una vez más esa corriente de pensamiento que os empieza a ser familiar, el Think big (piensa a lo grande), en el Imperio van todos vestidos de una talla L para arriba. El resultado se ve en las calles donde muchas gentes normales deambulan con camisetas que les bajan hasta las rodillas y hasta algún caso he llegado a ver donde una cazadora torera de mujer hacía las veces de abrigo de tres cuartos.
Sé cuán tediosa puede llegar a ser esta lectura, querido lector, pero comprende que contar los usos y costumbres exige entrar en los detalles, pues es en ellos, como dice el refrán inglés, donde se esconde el diablo; aunque aquí, como hemos visto, más bien se esconda tras una talla XL.
Dejo los sistemas de medidas, pero no me aparto de los números, pues es un uso extendido aquí el dar con ellos nombres a las calles. Así pasa, por ejemplo, en Manhattan, donde la mayor parte de la ciudad es un rectángulo o parrilla, como dicen en estas tierras. La numeración, de ángulo a ángulo, empieza en la calle uno con la primera avenida y acaba más o menos en la calle 220 con la décima avenida.
Algunas gentes atribuyen este sencillo sistema a una forma de pensamiento extendida en el Imperio y de la que también os he hablado en otra ocasión, el pragmatismo. Es verdad, para cualquiera que sepa contar es imposible perderse en Nueva York. Mas esa vinculación al pragamatismo solemos hacerla los europeos debido a ese concepto que tenemos, como me referí más arriba, de que lo público es de todos. Sin embargo, habiendo entrado ya en los arcanos del Imperio, para mí que el sistema de numeración tiene que ver más con el concepto estadounidense de lo privado (el de los que se lo pueden pagar) pues la división de la ciudad en parrilla se hizo allá por principios del XVIII para establecer los lotes de tierra que estaban a la venta.
No se puede negar que este sistema de división numérica es muy cómodo. Mas si, como os conté hace dos semanas, a algún ciudadano del Imperio se le ha quedado fofo el músculo gemelo por no usar el pedal del embrague del coche, qué decir del músculo de la memoria por no tener que recordar siquiera el nombre de una calle.
No obstante, si es cierto una cosa, querido lector. La susodicha división de la ciudad tiene un lado muy práctico para pueblos como los nuestros, abundantes en guerras civiles, déspotas y dictadores. El apoliticismo de los números hace que no sea necesario andar cambiando los nombres de las calles para retirar los de los salvapatrias y tener que restituirlos con los los del buen gusto y el sentido común cada vez que se acaba la barbarie.
Me quedo aquí, digo en este punto de la crónica, y os deseo una buena semana, aunque desde ya os advierta que la que viene seguiré hablando, sin calor y sin consuelo, de más usos y costumbres del Imperio.
Vale