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Mientras tantoInformando a las colonias: Usos y costumbres IX: Los inventos II

Informando a las colonias: Usos y costumbres IX: Los inventos II

Crónicas del imperio   el blog de Máximo Necio

Querida lectora, tras las últimas excepciones, retomo la cadencia de éstas crónicas aunque teniendo en cuenta las fechas veraniegas en las que nos encontramos haré como los buenos cronistas modernos y éstas semanas os propondré asuntos refrescantes, que no es momento de perturbar el intelecto con unos mitos sobre la economía del Imperio y, menos aún, la conciencia con leyendas sobre la pobreza o el desempleo. Quedémonos, de momento, donde estábamos, en el terreno de los inventos, pues como sabes la ciencia es neutral, frase que sirve para construir desde el tirachinas a la bomba atómica y desentenderse de sus consecuencias.

 

Por cierto que, hablando del tirachinas, una buena parte de inventos del Imperio se lo llevan las armas: el rifle Winchester, el revólver Colt, las ametralladoras Gatling y las Browning, el bazooka M1, los misiles crucero SSM, la bomba atómica, la de neutrones y la Guerra de las Galaxias. Aunque, en beneficio del Imperio, he de decir que este auténtico in crescendo de los instrumentos que los seres humanos han diseñado para matarse los unos a los otros, ha corrido parejo con los de amigos y enemigos, ya fueran antiguos o contemporáneos. Y si las armas del Imperio son las más mortiferas de la Historia eso se debe a que la ciencia, tan neutral ella, ha avanzado que es una barbaridad.

 

Además de estos ingenios sangrientos y de otros inventos como el pararrayos y el hallazgo de la electricidad, de los que ya os hablé en otra crónica, otro gran aparato que nos ha dado el Imperio es el microondas del doctor Percy Spencer. Como bien sabes, querida lectora, el microondas sirve para calentar los alimentos, aunque para mí tengo que más que calentarlos los pone cachondos. Me explico. En realidad, el horno microondas provoca una agitación de las moléculas de agua que tienen los cuerpos. Las excita y alborota hasta ponerlas tan calientes que luego pasa lo que pasa y uno se abrasa los labios en el momento pero, tras un breve climax, los alimentos se enfrían rápidamente. Otro problema del microondas es que calienta no sólo los alimentos sino más cosas, como el mango de las tazas de cerámica, con las mismas consecuencias para los labios. Aquí me permitiré hablarte de un experimento que he hecho en el mismísimo Imperio: He probado a vivir sin microondas y, créeme, se puede.

 

Inventos similares del Imperio, no digo de inútiles sino de concepto, se pueden conocer a través del canal de televisión llamado Teletienda, donde uno puede observar con claridad esos rasgos de la sociedad imperial de los que tantas veces os he hablado: el pragmatismo y la comodidad. Por ejemplo, a través del mando a distancia de la televisión cualquiera puede comprar desde el sillón de su casa -lo cual ya en sí es el colmo de la comodidad- cinturones que masajean y hacen abdominales mientras uno está leyendo o durmiendo. ¡Qué más se puede pedir!

 

En ese canal también encontraremos las conocidas camas de agua que, pese a cierto erotismo, nadie tiene en su casa y utensilios de cocina suficientes para abrir una ferretería y que incluyen algunas curiosidades, como unos calentadores de pizzas redondos con llama de gas (artefacto que, además de ocupar bastante espacio, impide uno de los pocos servicios útiles del microondas) y sofisticados pedazos de goma, a modo de manguera, que se utilizan para pelar los ajos.

 

Mas sería muy mezquino por mi parte citar sólo estos inventos de utilidad sangrienta, como en el caso de las armas, o restringida, como los citados utensilios de cocina, incluso si cada uno de ellos bien  merecería una crónica entera.

 

Tras descubrirse la electricidad, los inventores del Imperio se dedicaron a aplicarla a todas las cosas que pasaron por su imaginación, con distintos resultados. Ya vimos el caso de don Thomas Alva Edison, que la hizo pasar por un filamento, creando así la bombilla. Pero, antes que él, hubo quien la aplicó a unos cajones de madera o hierro para elevar personas y mercancías a ciertas alturas de los edificios (invento que se dio en llamar ascensor) y, mucho después que él, alguien la hizo pasar por una guitarra (consiguiendo lo que se conoce como guitarra eléctrica).

 

La atinada ocurrencia del ascensor fue del señor Elisha Otis quien, al igual que Edison, se convirtió en el típico inventor del XIX que pegaba un pelotazo y se hacía rico. Su compañía fue la más grande del sector en todo el mundo hasta que en 1976 la compró United Tecnologies Corporation y sus herederos se dedicaron a vivir la vida en casas bajas.

 

A la guitarra eléctrica está claro que se llegó porque se iban agotando los sitios por los que pasar la electricidad. El primero que tuvo la idea fue George Beauchamp que, al principio, tampoco se quebró mucho la cabeza. Cogió una guitarra española, le puso dentro unos micrófonos y dijo esto es una guitarra eléctrica. Luego ya, viendo los resultados, le dio al cerebro y fue capaz de conseguir un característico sonido eléctrico producido por la vibración de las cuerdas.

 

Entre medias del ascensor y la guitarra, y como la ciencia es neutral, a alguien se le ocurrió pasar la electricidad por una silla para freír a los condenados a muerte (y perdón por volver a citar los inventos del Imperio de dudosa utilidad, en este caso más sanguinarios que sangrientos. Pero qué se le va a hacer. Nuestra colonia cuando fue Imperio tuvo su conquista y su Inquisición y aún se sigue hablando de ello).

 

Los genios a los que debe semejante aporte a la historia de la humanidad fueron Alfred P. Southwick y Harold P. Brown. El primero tuvo la idea. Había sido seleccionado por el Ayuntamiento de Nueva York para encontrar un método más humano que la horca a la hora de aplicar la pena capital, sin darse cuenta de lo obvio, que lo inhumano no es el método sino la pena. Southwick, dentista de profesión, estaba acostumbrado a ver a la gente sufrir con resignación en su propia silla de trabajo y debió pensar que esa resignación era más humana que andar colgado de una cuerda dando patadas. Con esa idea, se fue a hablar con don Thomas Alva Edison para contarle su idea. Edison, que para entonces no tenía necesidad de probar cómo domaba la electricidad, rechazó la colaboración pero no así un empleado suyo, el citado Harold P. Brown, quien hacia 1888 construyó la primera silla eléctrica, usada con éxito dos años más tarde.  

 

Me detengo hoy aquí, pero sé lo que estás pensando, querida lectora, entre las armas de destrucción masiva y las de destrucción individual, refrescante, lo que se dice refrescante, no me ha salido la crónica. Apelo a tu paciencia y espero conseguirlo la semana que viene donde te hablaré del padre de todos los invento, del no va más y de lo que las nuevas generaciones han dado en calificar el mayor invento de la historia de la humanidad: Internet

 

Vale

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