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Informando a las colonias: Usos y costumbres VIII. La bandera y otros aditamentos patrióticos

Querida lectora, si es estás ahí, silba pues si difícil es volver a escribir tras la holganza de las vacaciones más lo es hacerlo en tu ausencia. La del lector la doy por supuesta. Lo perdí, como bien sabes, el mismo día que empezó el Mundial de fútbol de Sudáfrica y aún debe andar celebrando, embriagado de alcohol y orgullo colonial, el magno logro de haber sido los campeones. No espero recuperarle nunca más y lo entiendo. A qué viene leer sobre el Imperio Americano si acaba de nacer otro sobre la faz de la Tierra, el de la Selección Española de Fútbol, también llamada por su bravura la roja. Apenas si encuentro las palabras justas para reseñar tan legendaria gesta que deja chica la Iliada, la Odisea, el Cantar de Roldán y hasta las peripecias de Don Quijote. Ni once Premios Nobel a otros tantos compatriotas ni ser el primer país en la lista de los más desarrollados del mundo hubieran sido hechos comparables a semejante proeza. Menos mal que hay otros cronistas mejores que yo que han cantado y contado, como exigía don Manuel Machado, esta epopeya y, gracias a ellos, no tengo que pasar por tal trance.

 

Dejame decirte, querida lectora, que estuve allí; digo en la colonia, cuando las huestes españolas pusieron su pica en Flandes y doblegaron al feroz holandés. De toda aquella algarabía que se produjo en Madrid la noche del domingo 11 de julio del año de nuestro señor, llamome la atención una en particular, el uso de la bandera colonial por tirios y troyanos, lo que me sirvió para darme cuenta que no te había contado nada acerca de éste particular del Imperio.

 

Según las enciclopedias de cabecera, la primera bandera estadounidense tenía trece franjas rojas y blancas distribuidas de forma alterna y trece estrellas blancas sobre fondo azul. Las barras representaban las colonias que se independizaron del Imperio británico y las estrellas la decisión de cada una de ellas de vivir bajo un mismo Estado. Como no había más colonias, no hubo más barras, pero si fueron aumentando las estrellas a medida que se les unían otros estados o se los quitaban a los mexicanos; quienes ahora tratan, por cierto, de recuperar esos territorios por la vía de la ocupación pacífica, para lo cual han desarrollado el ingenioso ardid de enviar a sus ciudadanos disfrazados de emigrantes, algo así como lo que hacen los chinos pero a escala planetaria.

 

Aquí, como en todos los Imperios, la bandera es un símbolo de poder y un símbolo que marca territorio, ya que el hombre, ante su ausencia de olfato para reconocer los orines de otros hombres como hacen algunos animales, tiene la costumbre inmemorial de plantar, aquí y acullá, un trapo pintado de vivos colores con el que delimita sus dominios. Y así se hace en la Tierra como en la Luna, donde el Imperio dejó su bandera tiempo atrás para anunciar a las futuras generaciones a quién pertenecía el satélite. (Otra cosa es que el Imperio logre mantener allí su hegemonía porque no va nunca. Pero esto, aparte de una cuestión de futuro, es un asunto que de momento poco importa).

 

La bandera en el Imperio es también, como en todos los países, un símbolo de fervor patrio, igual que la estrella de David o la cruz lo son de otras religiones. No siempre fue así pues, desde la Guerra de Secesión y hasta hace relativamente poco tiempo, los estados sureños miraron la bandera de las barras y las estrellas como una imposición. Sin embargo, a medida que ha pasado el tiempo, su uso se ha hecho cada vez mayor en todos los estados como cada vez es mayor el sentimiento patrio en el Imperio.

 

Pese a tal aumento del patriotismo, y al contrario de lo que sucede en nuestra colonia, ultrajar la bandera en Estados Unidos, por ejemplo prendiéndole fuego, no es todavía un delito sino un acto de libertad de expresión, según estableció el Tribunal Supremo en 1989. Digo todavía, porque los intentos de los senadores imperiales por hacer de ello un acto criminal son reiterados desde esa fecha.

 

Otra cosa es que, al contrario de lo que ocurre en nuestra colonia, nadie vaya por ahí ultrajando la bandera alegremente. Como sé que es éste siempre un asunto sensible, permiteme que me explique. Lo del ultraje a la bandera en nuestra colonia no viene a cuento porque haya algunos que quemen la rojigualda envueltos solemnemente en otras telas no menos imaginarias. (Allá cada cual con su bandera. Siendo yo ateo también en esto del nacionalismo y no creyendo ni en el patriotismo de nuestra colonia, que es el único y verdadero, no voy a hacer cruzada por otras deidades igual de falsas.) No; yo hablo de otros ultrajes, como digo alegres. Los que vi en Madrid el día del triunfo de la roja y que fueron hechos por quienes, actuando con una fe espontánea, arrebataron el estandarte colonial a los que siempre se creyeron en posesión de su verdad absoluta: Que sí una bandera con el toro de Osborne, que si otra con el pulpo Paul, que aquella con una botella de whisky Dick, que si la de más allá sirvió a un novio para cubrir a su chica mientras hacía aguas menores en plena calle. O, quizá el mayor ultraje de todos y que me despertó mayor interés, una bandera española con un par de tibias y una calavera, un verdadero acto de libertad de expresión que no pude saber si estaba relacionado con la iconoclasia del españolismo, la rebeldía de nuestra colonia frente al Imperio y toda forma de imposición o la defensa simplemente de las descargas ilegales de música.

 

Como bien sabes, querida lectora, la bandera suele estar acompañada por el aditamento del himno que en el Imperio recibe precisamente el nombre de «la bandera llena de estrellas» y que fue escrito por Francis Scott Key, abogado de profesión y poeta aficionado, lo que no deja de ser una magnífica muestra de las prioridades de Estados Unidos: primero el pleito, después la lírica.

 

La letra, que exalta las mismas cuestiones que exaltan los demás himnos -salvo el de nuestra colonia por imposibilidad manifiesta ya que, al no tener letra, no exalta nada- habla de que Estados Unidos es «tierra de libertad y hogar de valientes» y se hizo popular cuando se empezó a cantar con la música que compuso el organista británico de la catedral de Gloucester John Sttaford Smith para otra canción. Que vendría a ser como si al Asturias patria querida alguien le hubiera puesto la música de Verdi. Más esa soltura del Imperio en el manejo de esta cuestión sirve para recordanos otro de sus rasgos del que ya os he hablado en varias ocasiones, su pragmatismo. Allá por el 1931, letra y música fueron adoptadas oficilamente como el himno de Estados Unidos.

 

Como no quiero aburrirte más con este uso y costumbre que es parecido en todos los pueblos del planeta, te dejo aquí querida lectora hasta la próxima semana en la que retomaré un asunto que se nos quedó a medias por culpa del Mundial y las vacaciones, el de los inventos.

 

Vale

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