Home Mientras tanto Informando a las colonias: Usos y costumbres X: Los inventos III

Informando a las colonias: Usos y costumbres X: Los inventos III

Querida lectora, antaño, por estas fechas de canícula y cuando el trabajo de cronista estaba vertebrado en gacetillas, periódicos, anuarios, radios y televisiones, existían unas noticias llamadas serpientes de verano. Se trataba más bien de rumores y narraciones más o menos fantásticas que el resto del año no solían tener cabida en los distintos medios, salvo el Día de los Inocentes. Te cuento esto porque pensé que tal costumbre había desaparecido a cambio de las, ya mencionadas la semana pasada, crónicas refrescantes, pero recién acabo de leer por tierra, mar y aire una de esas serpientes de verano. Se trata de la propuesta hecha por algunas de las personas más ricas del Imperio (entre ellas algunos de los grandes tiburones financieros) de donar su fortuna a la caridad, tanto en vida como después de su muerte.

 

¡Guarda tu ironía y tu reprimenda pues sé que andarás pensando que soy un descreído por tener semejante noticia como fábula! No me llames tal; tu tampoco has salido corriendo a ponerte en la cola del reparto. Además, recuerda aquel pasaje de los sueños de don Francisco de Quevedo cuando varios ricos genoveses llegaron a las puertas del cielo pidiendo un asiento y un celoso diablo abrió los ojos a Dios diciéndole: «Todos los demás hombres, Señor, dan cuenta de lo que es suyo, mas éstos también de lo ajeno». Y no cruzaron al edén.

 

Disculpa, eso sí, pues prometí escribir esta semana la tan deseada crónica refrescante hablando de la madre de todos los inventos y aún no he comenzado. En ella voy a poner ahora todo mi empeño.

 

A día de hoy y en espera de conseguir la teletransportación, el mayor invento del Imperio se llama internet en inglés, la red en español. Aunque de la red en sí, querida lectora, poco tengo que decirte que tu no sepas. Se ha colado en nuestras vidas, digo en las de quienes tenemos dinero para un ordenador y electricidad para enchufarlo, y nos hace la vida mucho más cómoda. Sin ir más lejos, a la hora de trabajar, nos permite leer en la oficina nuestro periódico favorito, gratis y con toda la tranquilidad del mundo.

 

No todos están de acuerdo con esa afirmación de que internet nos hace la vida más fácil pues ya sabes que siempre hay rebeldes. Recuerdo, por ejemplo, a un cronista que se quejaba porque antes del invento dedicaba mucho tiempo a pensar y redactar la única información que escribía al día, lo cual a su parecer la hacía no sólo de más calidad sino más incisiva contra los poderes. Ahora, en cambio, redacta entre quince y diecisiete en cuatro horas, con lo que ha pasado de cronista a churrero. Lo curioso es que cuando se quejó a sus colegas, éstos le dijeron: Esto es lo que hay: Apocalípiticos o integrados.

 

Para mí tengo que internet es a finales del siglo XX y principios del XXI lo que la electricidad fue al XIX y así sucede en nuestro tiempo lo que ocurrió entonces, que los inventores del Imperio se dedican a aplicar la red a cuanta cosa se les ocurre. Que si al correo, que si a la fotografía, que si a los periódicos, que si a las radios, que si a la venta al por mayor, que si a la venta al por menor, que si a la publicación de libros, etc, etc, etc.

 

Muchos de los nuevos genios de la red, como pasó con sus predecesores, andan pegando pelotazos aquí y allá y haciéndose inmensamente ricos. Mas también sabes tu que el dinero es como la energía, ni se crea ni se destruye, sólo cambia de manos y mientras unos pocos se convierten en opulentos otros muchos se empobrecen. Cualquiera de las actividades citadas (ya sea la del cartero, ya la del fotógrafo o el cronista) se paga entre poco y nada, gracias (o desgracias) a la red.

 

Esa peculiaridad ha propiciado que todo el mundo vertebrado del que os hablaba al principio de esta crónica se haya hecho invertebrado y, como diría don Enrique Santos Discépolo: «¡Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor! ¡Ignorante, sabio o chorro, generoso o estafador! ¡Y todo es igual! ¡Nada es mejor!» Cualquiera puede ser cartero, fotógrafo o periodista, editor, cineasta o un gran escritor.

 

Todavía más. Los inventores más atrevidos pellizcan los huevos de oro a la gallina de la red. Quiero decir que aplican el invento tecnológico no ya a lo físico, sino a lo psíquico y espiritual como es el amor y la amistad. Ahí está Facebook, un programa que ayuda a gestionar los amigos porque algunos tienen tantos que es imposible dedicarles el tiempo que haría falta para conocerles y así, a través de ese programa, uno los puede administrar a todos a la vez. Ya lo dice el cronista don Iñigo Domínguez con singular maestría: «Hay personas que tienen mil amigos. ¡Qué brutos!»

 

Por si aún no sabes de qué estamos hablando, querida lectora, Facebook consiste básicamente en colocar en la red una foto junto a tu nombre y empezar a decir cuanta ocurrencia te pasa por la vida o la cabeza. Tal y como yo lo veo, Facebook son millones de islas en medio de un mar informático. En cada una esas islas hay un náufrago y cada uno de esos náufragos se pasa el día enviando mensajes en una botella. Los mensajes son variados y en muchas ocasiones tienen un sentido difícil de entender: «Mi perro no mea y sólo tú sabes por qué», «Estoy en escala técnica en San Francisco» o «Felipe no está para ruidos». Lo curioso es que en el reverso de todos y cada uno de los mensajes hay una única palabra escrita, «Existo», sin que ninguno de los otros náufragos llegué nunca a leerla ocupado, como está, en recoger la botella, quitar el mensaje que contenía y enviar de nuevo el suyo. 

 

Otro programa que permite enviar mensajes en una botella se llama Twiter con la particularidad de que cada mensaje puede contener sólo ciento cuarenta caracteres, no vaya a ser que hablando se entienda la gente. Dicen sus inventores que eligieron el nombre porque twitter en inglés significa gorjeo, aunque yo creo que con tan escaso número de caracteres más que trinos de canario salen graznidos de cuervo.

 

De nuevo aquí me remito a don Iñigo Dominguez quien, antes que yo, ha reflexionado en profundidad sobre estas cuestiones (tiempo le ha dado en sus cruceros por el mediterráneo y sus viajes en Transiberiano). En una de sus crónicas afirma: «De todos modos si fuera un periodista moderno debería retransmitir por Twitter cada diez segundos: Veo un alce-Ya no lo veo-Me pica un pie-Me rasco…. Apasionante. Son como telegramas pero al revés: algo constante y sin ninguna importancia. Antes se comunicaba cuando había algo que decir. Ahora cuando no hay nada que hacer. «

 

Y hasta aquí puedo escribir hoy, querida lectora, sabiendo que una vez más he fracasado en mi intento de hacer refrescante esta crónica. Al menos, quedate tranquila, que esta vez en el pecado llevo la penitencia y a partir de ahora seré objeto de las iras de los talibanes de la red. Mas, ¿qué puedo hacer? En ocasiones tengo la impresión de que, sin querer, estás crónicas se parecen al averno de don Francisco de Quevedo, de quien hacía tiempo que no hablaba y hoy lo he hecho dos veces: ¡Cómo se echa de ver que esto es el infierno, donde por atormentar a los hombres con amarguras les dicen las verdades!

 

Vale

 

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