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Informe para una academia

 

Excelentísimos señores académicos:
 
Con la elección, para ocupar el sillón Z de tan docta casa, de un hombre que fue el mono llamado Peter el Rojo, hacéis sin duda un gran honor al ciudadano José Luis Gómez, y también adoptáis una decisión que mejorará y completará si cabe los amplios saberes de quienes formáis parte de esa respetable institución. Y me atrevo a subrayar un matiz positivo más: con ese gesto honráis también a toda una profesión, la de actor, reconociendo el valor y las dimensiones intelectuales de una actividad tantas veces precaria, luminosa y difícil, una labor que encuentra una parte de su justificación en el cálido eco de los aplausos, que nos enseña viviendo otras vidas a tomar conciencia de la propia, que en el azar del golpe de dados que es cada función teatral se juega el ser y el no ser de su trabajo, que nos abre las puertas de la imaginación poniendo carne y verbo a la fantasía, que convierte el fingimiento en el arte supremo de la verdad.

Excelentísimos señores miembros de la Real Academia Española, al aceptar como compañero a  José Luis Gómez, admitís también un patrimonio intangible, un equipaje descomunal y errabundo que no ocupa otro lugar que el de la memoria leve y tal vez pasajera, y que solo pesa, dulcemente, en el ánimo de los espectadores reconfortados alguna vez por lo que sobre el escenario vieron. Él mismo lo expresó con motivo de su investidura como doctor honoris causa por la Universidad Complutense: “El carácter efímero de la experiencia, en presente, del actor y del espectador los vincula de modo poderoso, ata carne y tiempo y les permite compartir el privilegio y fugacidad de una duración fuera de la vida ordinaria. Es uno de más grandes resortes del teatro” (*).

Excelentísimos componentes de esa instruida asamblea, ya sabéis que el actor y director José Luis Gómez no tiene obra escrita, pero, en las últimas décadas, ha escrito con su cuerpo y con su voz páginas memorables de la historia del teatro español. ¿Recordáis que habitó la piel de Edipo, dudó con Hamlet en los fríos salones de Elsinor, y fue el gánster Arturo Ui cuya resistible ascensión narró aquel germano llamado Bertolt Brecht? Seguro que no habéis olvidado que recuperó en la suya las voces de Azaña y Juan Ramón Jiménez, que hace unos meses se zambulló en la ceguera inhóspita de ese Hamm con el que Beckett jugó su final de partida, que alzó al cielo los lamentos de Segismundo para hacernos comprender que la vida es sueño. ¿Tenéis presente que ha dirigido obras de Lorca, Valle-Inclán, Kafka, Handke, Calderón, Büchner, Weiss y Aristófanes, Sanchis Sinisterra, Ionesco, Cabal, Cernuda, Rodríguez Méndez, Mayorga, Berkoff, Cervantes y García Calvo? No dudo que aún os emociona su interpretación cinematográfica de aquella bestia trémula que Camilo José Cela bautizó con el nombre de Pascual Duarte, o la del pálido Polidori, escritor de historias de vampiros que remó al viento a las órdenes de Gonzalo Suárez, o alguno de sus trabajos almodovarianos o con otros cineastas.

Admirados e ilustres guardianes de las esencias de nuestra lengua, ya conocéis que José Luis Gómez pertenece a una genealogía que fue maldita no hace demasiado tiempo, una estirpe nómada a cuyos cofrades no se les podía enterrar en sagrado. Al hacerle uno de vosotros, le concedéis a la vez sitio en el Parnaso de los inmortales, ese sobrenombre un poco cursi y pomposo con que se os reconoce en algún país vecino. Ya véis las vueltas que da la vida, de negar a los cómicos un humilde pedazo de tierra en el camposanto a disponer de todo un sillón en la Real Academia. Por cierto, ese de cómico, como dijo Gómez en su citado discurso en el paraninfo de la Complutense, es “un término ambivalente, según se use, y se utiliza tanto con ternura y empatía como con desprecio. Mi profesión sabe de eso: ha vivido la utilización o el rechazo durante siglos. Llamarse ‘cómicos’ incluye tanto la conciencia de la precariedad y el desamparo como el disimulado orgullo, consciente o no, de su función simbólica. Hago mío ese sentir pese a no haber vivido las circunstancias que lo generaron”.

Sabios prohombres y promujeres, tal vez os hayáis interrogado alguna vez sobre el misterio del trabajo de quienes deciden ganarse el pan simulando ser otros, sobre el carácter secretamente sacerdotal de su oficio, de los sacrificios aparentemente absurdos a que se someten para dejar de ser temporalmente ellos mismos y transformar su cuerpo y su ser en el de los personajes que interpretan. Vuestro nuevo igual lo expresó así al recibir el doctorado honoris causa: “Pienso que nuestro trabajo, en el fondo, consiste en ‘dejarse afectar’ por destinos humanos, trayectos únicos o terribles que se cumplen en el plazo preciso de la representación. Tal disposición tiene un coste y una recompensa que, en mi opinión, no es la del aplauso; pero, ante todo, ese viaje fascinante, muchas veces arduo o doloroso, implica un aspecto, sacrificial me gustaría decir, que vincula a todos los implicados con los orígenes sagrados del teatro”.

Queridos –permitidme que me dirija a vosotros en estos términos–  y preclaros académicos de corazón abierto, quiero daros las gracias como espectador por haber admitido en el seno de esa entidad tan necesaria a un gran hombre de teatro que defenderá ante vosotros la oralidad esencial y viva, la palabra en acción que involucra a la vez el cerebro y el corazón. La palabra.

(*) Texto íntegro del soberbio y revelador discurso

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