Ni determinismo económico ni determinismo cultural. Ni las relaciones económicas son las que determinan el modo en que una sociedad se organiza políticamente o construye su cultura. Ni la forma de pensar de un pueblo es la variable más importante para explicar el sistema político que lo rige o su sistema económico. Todo determinismo, según Ronald Inglehart, que acaba de fallecer hace una semana, es una simplificación. Según su opinión, la política, la economía y la cultura ejercen entre sí influencias recíprocas. Aunque, en realidad, los cambios económicos, culturales y políticos siempre se producen juntos, lo que explica la tentación que tenemos de establecer relaciones de causa-efecto unívocas. Pero Inglehart dice que los cambios culturales, políticos y económicos se producen juntos porque las sociedades que carecen de sistemas culturales, políticos y económicos que se apoyan entre sí no suelen sobrevivir demasiado. O estos sistemas se sustentan unos a otros, o evolucionan de manera que se adapten entre sí o comienzan a tropezar.
¿Por qué Inglehart no cree en el determinismo cultural? Porque, según escribe, aunque todos nos enfrentamos a la realidad con unas “gafas”, con un esquema ideológico, conceptual… previo, porque nos hemos socializado en un lugar determinado, lo cierto es que existe una realidad objetiva ahí fuera. Nuestros esquemas mentales, nuestra cultura, nuestros valores, nuestras creencias, nuestros prejuicios, en definitiva, se enfrentan e interaccionan con la situación real. Por eso, Inglehart echa mano de las teorías de Kuhn. Un paradigma científico dominante puede quedar obsoleto por nuevos descubrimientos, por nuevas evidencias que den lugar a otro paradigma nuevo, pero éste sólo será aceptado cuando llegue una nueva generación de científicos que no sienta apego por la vieja teoría -porque no la construyó-. La sociedad muestra una cierta resistencia al cambio pero, al final, llega, se impone la evidencia. Ésta es una demostración de la interacción existente entre la cultura y la realidad. Aunque ésta es mucho más intensa en el caso de los fenómenos sociales, donde ni siquiera hace falta que pase una generación para realizar una transformación tan importante como la del paso de una economía planificada al liberalismo una vez que la evidencia mostró, según Inglehart, la inviabilidad de la primera.
Quizás, la resistencia más importante a la que se enfrentan quienes están en contra de una teoría cultural determinista está en que, en realidad, todo sistema político o económico estable tiene un sistema cultural que lo apoya o, mejor, que lo legitima. De hecho, según explica Wallerstein1, “la ‘cultura’, es decir, el sistema de ideas de esta economía-mundo capitalista, es el resultado de nuestros intentos históricos colectivos de asumir las contradictorias, ambiguas y complejas realidades sociopolíticas de este sistema particular. Lo hemos hecho en parte creando el concepto de ‘cultura’ como pretensión de realidades inmutables en medio de un mundo que está cambiando sin cesar. Y lo hemos hecho en parte creando el concepto de ‘cultura’ como justificación de las desigualdades del sistema, como intento de mantenerlas inmutables en un mundo incesantemente amenazado por el cambio”. Y, ya sabemos, con el proceso de socialización, la cultura se reproduce, se perpetúa. Y, con ella, el sistema.
Pero, como explica Inglehart, pese a la existencia de ese entramado legitimador, las sociedades no permanecen. La mayoría de ellas han desaparecido. Y lo siguen haciendo. O han evolucionado generando modelos distintos. ¿Por qué se da esa evolución? El determinismo cultural falla porque entra en acción la teoría funcionalista y, también, la evolucionista: los sistemas, los organismos, todo, evoluciona para cumplir mejor determinadas funciones, determinadas necesidades. Y eso, pese a cualquier cultura legitimadora, inmovilista, conservadora, como Inglehart la califica en algún momento. O, incluso, reaccionaria. En definitiva, según Inglehart, las instituciones políticas también están sometidas a los procesos de la selección natural.
¿Por qué Inglehart no está de acuerdo con las teorías del determinismo económico? Inglehart dice que igual que la cultura no determina el modo en que se establecen las relaciones socioeconómicas, tampoco éstas son las que explican completamente el modo en el que pensamos. Nuestros sistemas de creencias no son simples consecuencias de los cambios económicos y sociales.
Por eso, Inglehart considera que la teoría de la modernización incurre en una grave simplificación. Esta teoría, no lo olvidemos, considera que cuando una sociedad comienza a industrializarse, entonces se prevé que registre ciertos cambios políticos y culturales. Desde el punto de vista político, se espera que se democratice porque, como explica Harold R. Kerbo2, “la difusión de una ideología más igualitaria y de los sistemas democráticos ha seguido, por lo general, a la revolución industrial. En gran medida eso ha ocurrido porque la nueva clase de comerciantes que sustituyó a la poderosa nobleza agraria al final del feudalismo sólo pudo lograr sustituirla la con la ayuda de las masas”. Por eso, según Kerbo, para asegurarse el apoyo de las masas en aquellas revoluciones, fue necesario realizar concesiones políticas democráticas. Aunque, en realidad, como explica Inglehart, respecto a los cambios políticos determinados por los económicos, podemos comprobar empíricamente que la industrialización puede convivir tanto con regímenes democráticos como con regímenes dictatoriales. Inglehart pone como ejemplo la antigua Unión Soviética. Pero hoy también encontramos ejemplos como el chino. Por eso, no se puede decir que un determinado sistema económico conduzca a un sistema económico concreto.
En el segundo ámbito, por ejemplo, se nos ocurre que la industrialización y la modernización que la acompañó llevó a tasas de natalidad más bajas. Provocó un cambio cultural y también en el pensamiento, pero esto lo veremos con más detenimiento en el capítulo dedicado al paso de la sociedad moderna a la sociedad posmoderna.
Aunque, en realidad, en las páginas de Inglehart sí podemos observar que, entre el determinismo cultural y el económico, se queda con el segundo. Porque él mismo reconoce que la transición de la sociedad agraria a la industrial se produjo con el cambio desde una visión del mundo modelada por una economía estacionaria que desalentaba la movilidad social y acentuaba la tradición hacia otra que estimulaba el logro económico, el individualismo y la innovación, junto a normas sociales cada vez más flexibles.
¿No podemos decir, pues, que el paso de los valores tradicionales a los modernos tuvo una causa eminentemente económica? Y lo mismo podemos decir del paso de la modernidad a la posmodernidad. Si la creciente importancia del logro económico individual fue uno de los principales cambios que hicieron posible la modernización, en la sociedad posmoderna este énfasis en el logro económico como prioridad está dando paso a una importancia cada vez mayor de otros valores, de la calidad de vida. La economía premoderna sólo era capaz de proporcionar una supervivencia precaria a la mayoría de la gente. En cambio, la economía industrial fue capaz de transmitir la sensación de que la supervivencia (y algo más) estaba garantizada para la mayoría de las personas. Por eso, la gente empezó a dar menos importancia a los valores materialistas, que estaban ya plenamente satisfechos, y comenzaron a fijarse en otros aspectos más subjetivos de la existencia.
¿Podemos decir, entonces, que es la economía, sus innovaciones, las relaciones sociales que ella fija, la que en realidad transforma los valores de la gente, la que hace posible el paso de la modernidad a la posmodernidad? Aunque Inglehart cargue las tintas y critique el determinismo cultural y el económico, al final, la transición entre una “época” y otra se explica, sobre todo, con argumentos económicos.
Además, hay otro factor que puede convertirse en un argumento más a favor de la economía como principal motor de transformación de las sociedades. Y es que, como el mismo Inglehart concede, la cultura, los valores culturales, tienden a ser influencias conservadoras, es decir, resistentes al cambio. La cultura está llena de inercia y sólo las generaciones más jóvenes pueden ser receptivas al cambio. Ya lo vimos antes con el ejemplo de las teorías de Kuhn.
Y, por último, tenemos la propia terminología empleada (valores materialistas y posmaterialistas), que tiene un indiscutible anclaje económico.
¿Y el determinismo político? El tema político también tiene mucha importancia en este primer capítulo de la obra de Inglehart. Porque se pregunta si realmente la prosperidad económica desemboca automáticamente en una mayor participación política de la gente y, por tanto, en la democratización de las relaciones políticas. Como apuntábamos antes, el desarrollo económico puede convivir tanto con la democracia como con la dictadura. Pero Inglehart concede que ciertos valores y ciertas instituciones económicas y políticas conviven mejor entre sí, se apoyan más unas a otras. Así, aunque la democracia no es inherente a la fase de modernización, sí es cada vez más probable cuando ella se desarrolla, especialmente en el camino hacia la posmodernidad.
En cambio, sí que parece cierto que, sean sistemas políticos autoritarios o democráticos, la modernidad siempre va acompañada de un alto grado de burocracia. La cadena de montaje es el paradigma de la organización burocrática en el trabajo. Pero lo mismo ocurre en la política. En la época moderna, la gente podía aceptar mejor que su trabajo no tuviera interés, que fuera inhumano. La gente estaba dispuesta a someterse a ese trabajo despersonalizador a cambio de sobrevivir. Y el sistema se beneficiaba de esa organización burocrática, tanto en el Estado como en la empresa, porque le permitía hacer crecer su productividad, lo que justamente era su objetivo y valor primordial. Como dice Inglehart, aunque la burocracia impide la expresión y la creatividad individual, funcionó para coordinar el trabajo de millones de individuos en la modernidad.
Hablando específicamente sobre el Estado, como explica Wallerstein3, “un factor decisivo en la institucionalización del sistema-mundo moderno ha sido la creación de los Estados soberanos y del sistema interestatal moderno, cuya combinación proporciona el marco político en el que tiene lugar la división del trabajo capitalista”. El Estado burocrático era el que mejor casaba con la industrialización. Además, también el Estado del Bienestar se crea por esas fechas y requería una organización muy burocrática.
Las mejoras económicas, la ciencia, la innovación, no se llevan bien con la burocracia. La gente, cuando ya tiene sus necesidades materiales cubiertas y comienza a preocuparse por otro tipo de cosas, como la calidad de vida, cuestiona la organización burocrática y la rigidez de las normas sociales. Por eso, la posmodernidad se caracteriza por el declive de las organizaciones jerárquicas. Y, también, por el cuestionamiento del Estado y su burocracia como actor principal en la economía y en la sociedad. Al Estado se le arrincona, se le reduce, porque se considera que ha adquirido un tamaño demasiado grande e interviene en demasiadas facetas de la vida de la gente.
¿Cómo se pasa de la era moderna a la posmoderna?
Inglehart considera que el paso de la era moderna a la posmoderna se produce con un conjunto de transformaciones económicas, culturales y políticas que se retroalimentan entre sí. Como hemos expuesto anteriormente, pese a que el autor que analizamos parece huir de todo determinismo, en su escrito parece que la economía manda sobre todo lo demás. Esto es: el origen de todos los cambios está en la economía. Son las transformaciones en ella las que capitanean las que se producen en el resto de los ámbitos de la vida. En la cultura, para permitir que funcione un determinado orden de cosas, en lo económico y en la política, por eso mismo.
Pero parece que con la posmodernidad, la cultura comienza a ejercer una influencia enorme en el modo en que se percibe la realidad. ¿Por qué? Porque, con las necesidades básicas satisfechas, ya no es lo material lo que conduce la vida de la gente, sino que son otros valores. La racionalidad económica determina la conducta humana de manera menos estricta que antes, por lo que los factores culturales adquieren una importancia mayor. El sistema económico deja de ser más fuerte que nuestra conciencia. Nuestra conciencia y nuestras necesidades anímicas, vitales, pero no estrictamente físicas, se hacen más poderosas y se imponen a los intereses de la economía capitalista.
Aunque no todos los posmodernos son iguales. Según distingue Inglehart, hay tres grandes escuelas dentro del posmodernismo. Una primera que surge del rechazo a la modernidad por rechazar la racionalidad, la autoridad, la tecnología y la ciencia. Una segunda que nace de la revalorización de la tradición. Y, por último, se encuentra la posmodernidad como nacimiento de nuevos valores y estilos de vida.
El peso de la modernidad. Para analizar la evolución de la modernidad hacia la posmodernidad, quizás nos tengamos que detener en el primer enfoque. La modernidad, como explica Inglehart, aunque otorga grandes recompensas, impone también unos costes muy elevados: con la modernización, los cálidos lazos personales de la comunidad dan paso a una sociedad competitiva impersonal dirigida al logro individual. Además, la racionalidad que se impone es la instrumental, es decir, la que exalta los medios inmediatos y se olvida de los fines últimos de la existencia humana.
Con la posmodernidad, la tendencia comenzó a invertirse: aunque la racionalidad, la ciencia, la tecnología continúan existiendo, su prioridad disminuye. Y, sobre todo, la racionalidad instrumental se ve sustituida por la racionalidad de los valores y de la calidad de vida.
La modernización, la industrialización, llevaron consigo el hacerse ricos. Ése era el objetivo. Ése era el principio de la racionalidad instrumental. El crecimiento económico era el sinónimo de progreso. Para ello también fue necesaria una ruptura de restricciones culturales sobre la acumulación de riqueza o la movilidad social típicas de las sociedades agrarias. Esa ruptura se produjo gracias a la ética protestante. Para el cambio económico se necesitó un cambio cultural. El “progreso” económico tuvo lugar de manera simultánea al cambio de la mentalidad de la gente. Se retroalimentaron. Pero, cuando la gente se hizo rica, cuando ya se pudo despreocupar de saciar el hambre, pudo permitirse comenzar a pensar en los fines últimos, en el sentido de su vida. De ahí que, y aquí enlazamos con la tercera escuela posmoderna, la gente adoptara nuevos valores, nuevos estilos de vida. Nació una nueva cultura que dejaba en un segundo plano las prioridades materialistas, cuya cobertura ya se daba por descontada, y comenzaba a darle más importancia a los valores no materialistas, que podemos aglutinar bajo la expresión “calidad de vida”.
¿Y por qué se dejan de lado los valores materialistas? De nuevo, por razones económicas. Por la teoría de los rendimientos decrecientes: llega un momento en el que, por mucho que uno trabaje, el ritmo de crecimiento de sus ingresos comenzaba a descender. En definitiva, uno considera que se ha llegado al tope de riqueza o que el esfuerzo por aumentar su bienestar material deja de merecer la pena: ¿Para qué me sirve ganar más dinero si no tengo tiempo de disfrutarlo? Entonces la gente comienza a preocuparse de su bienestar más allá de cuestiones materiales. Empieza a fijarse en su calidad de vida, en la satisfacción de inquietudes que no se pueden pagar con dinero.
Nuevas ideas, nuevas luchas. Como la gente percibe todas sus necesidades básicas cubiertas, ya no es capaz de vez que sigue habiendo lucha de clases. Como explica Inglehart, no sólo la tarta llegó a ser más grande que nunca gracias a la génesis del Estado del Bienestar, sino que, además, se repartió con mayor equidad y justicia que nunca. Por eso, las reivindicaciones de la gente dejaron de ser económicas. Estas luchas se habían quedado muy anticuadas. Por eso, se enrolan en otras peleas ligadas al medio ambiente, las mujeres o las minorías.
De acuerdo con estas premisas, Inglehart plantea una serie de predicciones:
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La transformación de los valores no será homogénea. Los ciudadanos de las sociedades más ricas serán los portadores de valores posmodernos, es decir, serán los que dejen en un segundo plano los valores económicos para preocuparse más por su calidad de vida. En cambio, las sociedades que aún no han vivido la industrialización y la modernización, estarán más preocupadas por su supervivencia.
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Porque las sociedades ricas tampoco son homogéneas. Si a nivel mundial podemos hablar de países de arriba y países de abajo, en los países de arriba también encontramos a los de arriba y a los de abajo. Dicho en términos más fáciles: en los países enriquecidos, encontramos a personas que ya tienen todos sus problemas económicos y de supervivencia resueltos. Ellos van a ser los sujetos portadores de los valores posmodernos. En cambio, los de abajo, los que aún no tienen asegurada su supervivencia, aún no podrán dar ese paso: se encontrarán anclados en los valores modernos y en los valores propios de la lucha por la supervivencia.
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Pueden darse altibajos en la preeminencia de los valores modernos o posmodernos en función de cuál sea la coyuntura económica. Porque sigue habiendo ciclos económicos, y crisis, y la gente, coyunturalmente, ve en peligro su seguridad económica.
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De todas formas, debemos tener en cuenta que los cambios no se producen de la noche a la mañana, por lo que, para que comiencen a “mandar” los valores posmodernos, la sociedad en su conjunto ha tenido que avanzar bastante en cuanto a la seguridad económica de su población. De lo contrario, los valores del bienestar no podrán sustituir a los valores de la supervivencia.
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Pero es que, además, como los cambios no se producen de la noche a la mañana, e Inglehart “compra” las teorías de Kuhn, en la sociedad no todo el mundo cambia a la misma velocidad. Normalmente, los valores antiguos (en este caso los valores de la modernidad), se mantienen en las generaciones más mayores, mientras que los jóvenes son vanguardia en la asunción de los nuevos valores, es decir, de los posmodernos.
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Por eso, los jóvenes no adquirirán los valores de los viejos cuando alcancen su edad. Los valores posmodernos, aunque haya altibajos en función de la coyuntura económica, se mantendrán en los jóvenes hasta que lleguen a mayores.
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Además, se pueden medir los años en que se producirá la transformación de los valores, es decir, cuánto tiempo tardarán los valores posmaterialistas en sustituir a los materialistas.
De esta manera, Johnston, Laraña y Gusfield4 explican cuando hablan de los nuevos movimientos sociales: “Estos movimientos con frecuencia implican el desarrollo de nuevos aspectos de la identidad de sus miembros que antes tenían escasa importancia. Sus reivindicaciones y los factores de movilización tienden a centrarse en cuestiones de carácter cultural y simbólico relacionadas con problemas de identidad, en lugar de las reivindicaciones económicas que caracterizaron al movimiento obrero”. Así, como continúan estos expertos: “Estos movimientos suelen presentarse asociados a una serie de creencias, símbolos, valores y significados colectivos que están relacionados con sentimientos de pertenencia a un grupo diferenciado, con la imagen que sus miembros tienen de sí mismos y con nuevos significados que contribuyen a dar sentido a su vida cotidiana y se construyen de forma colectiva”. De hecho, en el libro citado afirman que ya en los años 60, algunos analistas como Bell observaron que un número creciente de movimientos y conflictos planteaba reivindicaciones que no estaban basadas en intereses económicos y de clase, sino en otros elementos menos objetivos, como la identidad, el status, la preocupación por los problemas de otros seres humanos y la espiritualidad.
Si relacionamos las predicciones previas de Inglehart con estas teorías sobre los nuevos movimientos sociales podemos afirmas que si bien al principio éstos estaban formados fundamentalmente por gente joven, a medida que van pasando los años, o bien las reivindicaciones se van incorporando a las leyes porque al poder llegan gentes de nuevas generaciones, o los movimientos van “envejeciendo”.
Otras modernidades y otros procesos hacia la posmodernidad. También hay otras, aunque muy parecidas, percepciones respecto a la posmodernidad. Por ejemplo, la de Ulrich Beck5, que habla de primera modernidad y segunda modernidad, equivalentes a la modernidad y a la posmodernidad de Inglehart. La primera se remonta a tiempos antiguos, pero Beck dice que sus estructuras institucionales sólo cristalizaron tras la gran transformación que tuvo lugar en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Algunas de las características de esta modernidad son:
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La organización por el Estado-nación de la economía política.
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Mundos proletarios y burgueses cerrados y marcados estamentalmente, como presupuestos sociales para la formación de clases.
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Jerarquía de expertos y legos fundados e instalados en monopolios del saber controlados, una característica que podemos vincular con la burocratización que Inglehart achaca a la sociedad moderna.
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La circunscripción a un territorio, igualmente natural, de la producción la cooperación y la empresa, cual escenario en el que actúan al mismo tiempo esos contrarios que son el trabajo y el capital y en el que éstos resultan asimismo organizables y domesticables.
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Además y relacionado con el último punto, en la modernidad se establecen unas diferencias y fronteras sociales fundadas en lo esencial en supuestas categorías naturales de las mismas.
Muchas de estas características son equivalentes o completan a las propuestas por Inglehart para describir la modernidad.
Beck, como hemos dicho, llama segunda modernidad a la posmodernidad. Y vamos a destacar algunas de las características de ésta y que pueden ser similares a las que propone Inglehart:
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Se desvanece la estructura interna estamental de las clases y, con ello, la propia sociedad de clases.
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Las crisis ecológicas denunciadas públicamente agudizan la mirada para la percepción y valoración cultural de la naturaleza.
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Las relaciones entre generaciones, hombres y mujeres, adultos y niños, se despojan de sus premisas básicas naturalizadas, con lo que el mundo de la pequeña familia, con su especial idea de la división del trabajo, del amor y de las tareas domésticas, experimenta una lenta pero profunda revolución.
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Se repolitiza el mundo conceptual de una esfera privada en el sentido de una organización de la biografía normal orientada exclusivamente a las oportunidades del mercado.
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La experiencia de los riesgos de la civilización global pone en tela de juicio la expertocracia tradicional en el campo de la economía, la política y la ciencia y, en la dialéctica pública de expertos y contraexpertos, genera movimientos democráticos de base. Esta última característica la podemos vincular a la desburocratización que Inglehart atribuye a la posmodernidad.
Para entender a Inglehart ayuda leer a Beck. Si Inglehart atribuye a la posmodernidad sustantivos tales como ambigüedad, incredulidad respecto a todas las ideologías, las religiones y otras explicaciones del mundo incluida la ciencia natural, Beck, de manera muy similar atribuye conceptos tales como ambivalencia, borrosidad, contradicción, perplejidad… En definitiva, citando a Beck: “Las respuestas institucionalizadas de la primera modernidad (más y mejor técnica, más y mejor crecimiento económico, más y mejor ciencia, más y mejor diferenciación funcional) ya no convencen ni se tienen en pie. En este sentido, las sociedades actuales están experimentando, a nivel mundial, un cambio fundamental que pone en tela de juicio la comprensión de la modernidad nacida en la Ilustración europea y abre un abanico de opciones equívocas de las que surgen nuevas e inesperadas variedades de lo social y lo político”.
Y, por terminar con el paralelismo Beck-Inglehart, el primero apunta numerosas “corrientes” o perspectivas desde las que se ha analizado (o se está analizando) la posmodernidad (desde un sentido moral-político, desde una perspectiva tardofeminista, desde la tercera vía de Giddens, ligada a la sociedad del saber y de la información…). Pero apunta que en todas estas visiones hay tres puntos en común:
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Un claro antithatcherismo, dado que Margaret Thatcher proclamó que la sociedad es un fantasma, es decir, que no existe. Por ello, de los que se trata es de reivindicar la importancia de la sociedad contra otras instituciones completamente burocratizadas.
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La condición humana vuelve a un primer plano.
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La esperanza y la desesperanza conforman dos caras de la misma moneda: junto a y contra la retórica de la ruina y de la crisis, todos proponen un planteamiento sistemático del comienzo y la reestructuración. Se ocupan, por tanto de encontrar nuevas categorías, nuevas coordenadas, nuevos referentes de lugar y tiempo para lo social y lo político.
Sociedad posmoderna, sociedad del riesgo. No me gustaría olvidar otro aspecto importante en el que Inglehart no se detiene demasiado, aunque Beck lo desarrolla y también Bauman6 en el texto sugerido en la bibliografía. Me refiero a conceptos tales como “sociedad del riesgo”, en palabras del primero, o la “atmósfera del miedo-ambiente”, en palabras del segundo. Porque, sin duda, una de las características más importantes de la posmodernidad es la incertidumbre, que da lugar a la sensación de que estamos siempre en permanente situación de peligro. Esto es lo que dice Ulrich Beck7: “El mundo moderno incrementa al ritmo de su desarrollo tecnológico la diferencia entre dos mundos: el del lenguaje de los riesgos cuantificables, en cuyo ámbito pensamos y actuamos, y el de la inseguridad no cuantificable, que también estamos creando”. “Lo novedoso en la sociedad del riesgo mundial es que nuestras decisiones como civilización desatan unos problemas y peligros globales que contradicen radicalmente el lenguaje institucionalizado de control, la promesa de controlar las catástrofes patentes a la opinión pública…”.
El Estado burocrático, pues, fracasa porque a la gente no le compensa su coste, según comenta Inglehart, y, también, porque en un mundo de riesgos imprevisibles e incontrolables, ya no resulta útil. De hecho, Beck considera que la legitimidad de las instituciones viene de su dominio del peligro. Si en la sociedad posmoderna no son capaces de cumplir esa misión, ¿qué podemos hacer con ellas? Quizá esa pregunta todavía no tenga respuesta. Pero lo que sí sabemos es que han nacido nuevas maneras de expresar el descontento. Y nuevas reivindicaciones. En la sociedad del riesgo, de la incertidumbre, pero en una en la que las necesidades más básicas están cubiertas, surgen otros motivos por los que luchar más allá de los puramente económicos. Y también otras maneras de hacerlo.
Bauman lo expresa de otra manera. Dice que muchas de las características de la vida contemporánea contribuyen a la sensación de incertidumbre, a la impresión que vivimos en un mundo incierto e incontrolable. Y enumera varios factores responsables, como el nuevo desorden mundial en el que ya no hay contrapoderes (el segundo mundo, es decir, la URSS), ni siquiera un orden, una lógica una estructura. A ello hay que añadir la completa desregulación: todo ha quedado regido por la irracionalidad del mercado, lo que significa la libertad ilimitada otorgada al capital y a las finanzas a expensas de todas las demás libertades, la erradicación de las redes de seguridad tejidas socialmente y el rechazo de toda razón que no sea económica. Esa desregulación también ha llegado a las otras redes de seguridad no estatales, como la familia o el barrio. Y, por último, otro factor que explica ese sentimiento de incertidumbre en nuestro mundo viene de la mano de los mensajes que transmiten los medios de comunicación: puede pasar cualquier cosa, se puede hacer todo, pero nada de manera definitiva. Todo llega de improviso y desaparece sin previo aviso.
A modo de resumen respecto a este último punto, tomaremos un párrafo de la lectura de Bauman: “Vivir bajo condiciones de incertidumbre abrumadora y capaz de perpetuarse a sí misma constituye una experiencia completamente diferente de la de una vida subordinada a la tarea de construcción de identidad y vivida en un mundo empeñado en construir un orden”. Por lo tanto, también aquí podemos establecer una diferencia entre la modernidad, que hacía posible un mundo previsible, y la posmodernidad, que vive en la incertidumbre permanente. De nuevo, esa incertidumbre está provocada por los avances tecnológicos. Porque algunos de ellos tienen consecuencias imprevisibles. El mejor ejemplo de ello es la tecnología nuclear. (O, lo añadimos ahora, en mayo de 2021, la pandemia actual y las que vendrán).
1Wallerstein, Immanuel: “Capitalismo histórico y movimientos antisistémicos”. Editorial Akal. Cuestiones de Antagonismo. Madrid, 2004. Página 256.
2Kerbo, Harold: “Estratificación social y desigualdad”. Editorial McGraw Hill. Madrid, 2003. Página 72.
3Wallerstein, Immanuel: “Capitalismo histórico y movimientos antisistémicos”. Editorial Akal. Cuestiones de Antagonismo. Madrid, 2004. Página 240.
4Laraña, E., Gusfield, J. (Ed): “Los nuevos movimientos sociales. De la ideología a la identidad”. Centro de Investigaciones Sociológicas. Madrid, 2001. Pág. 7.
5Beck, Ulrich: “Un nuevo mundo feliz. La precariedad del trabajo en la era de la globalización”. Bolsillo Paidós. Barcelona, 2007. Pág. 32-35.
6Bauman, Zygmut: “La posmodernidad y sus descontentos”. Ed. Akal. Capítulo 2.
7Beck, Ulrich: “Sobre el terrorismo y la guerra”. Paidós Asterisco. Madrid. Barcelona, 2003.