La renovación trimestral de mi anuncio en el Cambodia Times me sirvió para que la vena creativa, que no sólo me sale a relucir en las barras de los bares más arriesgados, cogiera la forma de una variz de tanto que se me asomaba.
—¿Y qué quieres añadir?
—Lo de “masajista por horas: aceite, clásico y pies”.
—¿Pies?
—Sí.
—¿Pero tú no cobrabas por sexo?
—¿Es que tú sólo usas los pies para caminar? Mira, llámame y te lo explico en directo.
Anne, mi polaca publicista, volvió a sentirse molesta, como aquella primera vez en que la insinué que podía llamarme como primera clienta y casi que me echa a patadas de su oficina. Porque no hay nada peor que recordarle a un persona que no folla. Aunque es incluso más denigrante que les informes que los pies no se usan sólo para cortarse las uñas de los dedos. La redacción era un hervidero. Porque, qué quieren que les diga, me he convertido en un personaje famoso, de esos que saldrían en la tele si en vez de en Camboya residiera en algún país latino o similar. Mientras cerraba la puerta de la sede del ‘Cambodia Times’ escuché otra voz femenina, que no era la de Anne, que soltó un improperio como si ella fuera encofradora y yo una universitaria que volvía a casa: “Mira, ahí va esa máquina sexual. ¿Habéis leído su anuncio?”.
Mi anuncio que ya tenía seguidoras, como todo lector debe ya haberse dado cuenta, había crecido en su oferta gracias a un sueño incumplido: dar masajes con aceite a mujeres en devolución a los millones que yo he recibido a través de esas sabias manos. No sé, quiero verlas estremecerse, arrodillarse, regatear, iluminárseles los ojos, mientras yo rastreo sus poros a cambio de propinas tras negociaciones donde siempre tendré la sartén cogida por el mango.
El anuncio salió un sábado y ese mismo día ya recibí tres llamadas. Las dos primera fallidas: “Si el masaje no es en tu casa no puedo ir” y “Bueno, me lo pensaré”. Pero la tercera, que parecía que ya se sabía de carrerilla lo que iba a decirme, concertó cita.
—Sí, dispongo de casa.
—Perfecto, pásame la dirección y la hora a la que debo acudir.
—Será hoy mismo a las siete de la tarde. Por cierto, ¿qué edad tienes?
—39.
—Y una curiosidad sin importancia, ¿eres gay?
—No.
—¿Fornido?
—Nací en un gimnasio.
—Perfecto. Te veo a las siete.
Antes de salir para su casa hice tres series de flexiones. Que yo la última vez que visité un gimnasio fue hace un lustro y para rehabilitarme la espalda. Porque a mí los gimnasios me parecen discotecas diurnas, donde en vez de bailar se utilizan máquinas, y donde en lugar de ponerse ciegos a cubatas se atascan a anabolizantes. Luego está lo de la pose, las miradas eternas frente a los espejos, y las mismas maneras para presentarte a la chica de turno que quieres hacerte. No sé, prefiero realizar tres series de flexiones en casa, poniéndome a sudar como un ciclista escapado del pelotón, que es la única manera que tengo de endurecer unos músculos que por falta de deporte reaccionan rápido al primer esfuerzo.
Caroline, americana, vivía en un apartamento de medidas modestas aunque decorado hasta el último detalle. Un biombo de apariencia china separaba visualmente su cama del resto de la casa, que en sí era de un solo ambiente, donde salvo la cocina y el baño, todo olía a lo mismo: un exasperante ambientador que me retrotrajo a mi infancia, cuando mi padre nos fulminó las fosas nasales gracias a una de esas ofertas con las que el Pryca destrozaba a familias enteras, ya que aquel recién estrenado Peugeot 205 Open se convirtió en una pequeña cámara de gas. Caroline, veintitantos años después, colapsó mi nariz, tan acostumbrada a la creciente polución de Phnom Penh, que curiosamente viene atada a la mafiosa relación gubernamental chino-camboyana.
La cocina de una americana suele ser un despropósito: cereales importados medio abiertos, cartones de leche desnatada esparcidos por la encimera, y como contrapunto a esa apariencia de culto al cuerpo, un azucarero destapado con su azúcar humedecida, paquetes vaciados de bollería industrial, botes de edulcorante –tócate los cojones–, cocacolas de dos litros, y restos de lo que debió haber sido un loncheado de jamón cocido. Migas de pan y bollería, intercaladas entre tanto drama culinario, terminaron por corroborarme que los doce kilos que le sobraban a Caroline no habían sido generados por culpa de un maleficio. Era gorda porque no se cuidaba. Lo que suele ocurrir.
El baño, sin embargo, parecía el almacén de una perfumería, con una docena –los conté– de desodorantes de no sé cuál marca, además de lápices de ojos, carmines, y cremas de todo tipo, que había que leer entre líneas porque a mí parecían todas iguales. Y en el váter, por cierto, en esa casi caída libre que deja caer nuestras materias residuales, ella no supo o no quiso borrar la huella visual que un amigo de Alicante denomina el derrape. Que como hace años dije a otro amigo, para saber que el hombre y la mujer son iguales sólo hay que verlos defecar. Más que verlos, observar los resultados. Que Dios o lo que sea nos hizo iguales, y las que no lo acepten que se recorten sus bigotes antes de comenzar a repartir explicaciones sin sentido.
El masaje con aceite en sí es peligroso, ya que debe recibirse o en ropa interior o desnudo, cubierto por una toalla. El problema añadido viene si en vez de sobre una camilla hay que untarlo encima de una cama, ya que el masajista deberá posarse sobre la misma mientras que si hubiera habido una camilla habría mantenido una distancia prudencial. En el caso de Caroline, que nada más abrirme la puerta se quedó en pelota picada oculta por una inmensa toalla, supe que la cosa iba a pasar a mayores. Porque en el fondo, mi anuncio por reproducible era incontestable: “Europeo, 39 años, alto y atlético, se ofrece para compañía de señoras y señoritas. Además de masajista: aceite, clásico y pies”.
Bocabajo me esperaba, con la toalla tapando sus posaderas, cuando hacía tiempo en el baño como esos artistas que se hacen de rogar en el camerino mientras la multitud enfervorecida corea su nombre. Dejé pasar un minuto, imaginándola nerviosa, saliendo de aquel baño en donde me entretuve contando los rollos de papel higiénico: quince. Y todos puestos sobre la cisterna. Más tarde le comenté este detalle a un amigo que me insinuó que no era más que un acto decorativo. Y entonces recordé el daño que ha hecho la globalización y tipos como el fundador de Ikea que han desnaturalizado por iguales las casas de los seres humanos.
Fue rociar el primer chorro de aceite y sentir cómo se estremecía. Y me vi ahí abajo, volcado, imaginando en la ceguera de mis ojos atrapados sobre una almohada, las manos que me tocaban, la cara e intenciones de las mismas, y hasta dónde llegarían. Tantas veces que por una vez comprendí la realidad de todo ese entuerto: ¡Era Dios! ¡Era el que manejaba el mundo! ¡El placer! ¡La dicha de los demás! Se le subió el gemelo derecho, le crujió su consiguiente rodilla, su glúteo estaba entumecido, y comenzaban a recogerse en el absurdo ambiente pleno de ambientador nefasto las primeras vocecillas de lo que al medio minuto serían gemidos. Porque Caroline tardó lo justo en darse la vuelta y dejarse de masajes para centrarse en penetraciones.
—¡Tómame! ¡Tómame!
—Manual a veinte, penetración a cincuenta.
Y allí, jugueteando con sus intereses, acepté que en ese mismo instante ningún dictador, presidente democrático, máximo accionista de multinacional o goleador de título en la prórroga tenía más poder que yo mismo y mis manos, que cedieron el testigo a otro tipo de salientes que calmaron a la clienta para hacerla más feliz que una desposada el día de su boda. Y de nuevo, en esa cara que se deformaba, y cuando por mi falta de experiencia descubrí que el bote de aceite que compré esa misma mañana en un supermercado cualquiera se había volcado por mi mala pericia sobre un colchón que por aquel entonces ya era un mar de fluidos, me vi desposeyendo a la vida de dramas, repartiendo dosis de realidad.
El 99% de las veces que he eyaculado en un masaje he padecido la misma reacción: la de largarme lo antes posible en una vuelta a la realidad parecida a despertarte en un baño público tras una noche de sueños divinos. Por lo que no molesté a Caroline salvo para recordarle, con pose de auténtico masajista, que me debía setenta dólares, entre masaje y final más que feliz. Caroline, como toca, y en esa sabiduría que generan hasta los que por primera vez aman sin haber leído un libro que le hubiera explicado el fenómeno sensitivo, me pidió que me marchara con la frialdad de siete témpanos. Esta vez no me quedé perdiendo el tiempo en su baño repleto de productos químicos. Y cuando cerré la puerta de su casa y bajé las escaleras del edificio acepté que para opinar con cierto acierto de la prostitución no sólo vale con ver películas o pagar por sexo. También hay que cobrar.
El conductor del tuk-tuk molestó mi recuerdo y sólo por eso volví a casa en un paseo a pie en donde pude imaginar a Caroline arrepintiéndose así como a esa misma persona llamándome la semana siguiente. Luego me di un masaje. Por lo de la devolución del placer, un detalle que nunca se me pasa por alto.
Joaquín Campos, 12/11/13, Phnom Penh.