El pasado 6 de febrero, la cineasta polaca Agnieszka Holland (Varsovia, 1948) presentaba en un cine de París su último filme, “Zielona granica” (“Frontera verde” en español); el filme apareció en la gran pantalla española (para la que ha mantenido su denominación inglesa, “Green border”) unos meses después, a mediados de junio, y ha cosechado desde entonces excelentes críticas. El proyecto había empezado a gestarse en 2021, el film se presentó en la Bienal de Venecia —en la que obtuvo el premio especial del jurado—, y se estrenó en otoño de 2023; en España su distribución está a cargo de la distribuidora Vercine. El título hace referencia a la separación entre Polonia y Bielorrusia, una región “verde” de bosques y marismas. Como es habitual en esa parte de Europa, se trata de una delimitación relativamente reciente (los últimos cambios fueron anunciados en 1950, tras la Segunda Guerra Mundial y la ocupación soviética de Europa oriental); se extiende a lo largo de de unos 400 km, y hoy sirve no solo como separación inter-estatal, sino también entre el territorio de la Unión Europea, al que pertenece Polonia desde 2004, y la “Unión Estatal de Rusia y Bielorrusia” (oficialmente Сою́зное госуда́рство, “Estado de Unión”), uno de los avatares del espacio post-soviético bajo control directo del Kremlin (re)creado en 1999. Una frontera de verdad entre dos entidades hostiles, en los confines orientales de la Unión.
La película de la veterana directora, que suele interesarse por historias de alcance europeo (Europa, Europa, de 1990, o Mr. Jones, de 2019, son algunas de sus obras más conocidas), se centra en la crisis migratoria de finales de 2021 en esa región fronteriza de Europa. Con la Unión en plena resaca de la pandemia de covid, que dejó en shock y tuvo una gestión caótica en muchos países, y con los gobiernos e instituciones comunitarias ocupados en organizar e intentar coordinar la compleja logística de circulación, vacunación y gradual reapertura económica de todo el espacio, la traumatizada opinión europea se veía sacudida por las alarmantes noticias de miles de personas procedentes de Medio Oriente y del África subsahariana asaltando la frontera polaco-bielorrusa para acceder al territorio de la UE: el imaginario de la fortaleza asediada es fácil de activar en las sociedades europeas. A un lado de la frontera, la política polaca estaba dominada por la extrema derecha populista, euroescéptica, nacionalista y xenófoba del partido Ley y Justicia (Prawo i Sprawiedliwość, PiS), que en 2021 dominaba el Sejm (Parlamento), dirigía el Gobierno (con Mateus Morawiecki) y ocupaba la Presidencia de la República (con Andrzej Duda). Al otro lado, el dictador bielorruso Lukashenko, estrecho aliado de Vladimir Putin, y sospechoso de organizar la crisis al atraer flujos de migrantes hacia su país (por vía aérea: reduciendo los requisitos de visado para países en zona de conflicto, y facilitando la organización de viajes y vuelos desde estos países hacia Minsk), desde donde eran transportados hacia la frontera comunitaria, a través de Polonia y Lituania. En medio, esos migrantes y refugiados, procedentes por millares de Siria, de Afganistán, de Iraq, de Etiopía, del Congo; que comprensiblemente aspiraban a escapar de sus infiernos domésticos, consumidos por la pobreza endémica, las guerras civiles, el integrismo religioso o los conflictos políticos o étnicos, para alcanzar una vida mejor en una Unión Europea que para ellos (y para sí misma, a juzgar por la propaganda oficial) era la encarnación de la paz, la tolerancia, la prosperidad y el respeto a los derechos humanos. Unos valores a nosotros nos suenan rutinarios y huecos en los discursos sin convicción de nuestros dirigentes, pero por el que ellos están dispuestos a arriesgar sus vidas. Seguramente la mejor Europa es la que vive en la mirada de aquellos que aspiran a incorporarse a ella, y es en parte por eso por lo que los necesitamos: la ingenua emoción de la traductora afgana al encontrarse (por primera vez) en territorio de la Unión es dolorosa, porque sabemos que la Unión no está, no estamos, a la altura de sus esperanzas.
La acción se desarrolla a más de 2000 kilómetros de España, pero el escenario debería resultarnos familiar. Como Polonia, España es una democracia reciente y relativamente periférica (tanto en lo geográfico como en lo institucional, como estamos viendo en los últimos meses, con los virulentos ataques gubernamentales contra la separación e independencia de poderes, los ataques a jueces y medios de comunicación desafectos, y a los valores fundamentales europeos en territorio español, ante la indiferencia de buena parte de la ciudadanía) en Europa, tardíamente “europea”, puesto que no formó parte de los “Seis” fundadores de la actual Unión y se integró en una ronda de ampliaciones posterior (junto con Portugal en la CEE en la “ampliación ibérica” de 1986, en el caso de España; junto con nueve otros países orientales, en la “ampliación al Este” de la Unión Europea en 2004, en el caso polaco). Como Polonia, España es una frontera exterior de la Unión; y como Polonia, España es hoy fronteriza (por tierra y por mar) con regímenes autoritarios dispuestos a manejar sus países como grifos migratorios sobre la UE, que abren y cierran (en forma de mayor o menor brutalidad y permisividad de sus fuerzas policiales, militares y fronterizas) a discreción: que emplean o pueden emplear los flujos migratorios como arma de chantaje y presión geopolítica sobre el país (a través de Ceuta, Melilla y las islas Canarias, en el caso de España) y sobre el conjunto de la Unión. Flujos migratorios que están, además, expuestos a la infiltración o a la manipulación por parte de mafias de trata de personas y organizaciones terroristas.
Casi al mismo tiempo que los dramas humanos y los conflictos geopolíticos se superponían en la frontera oriental de la Unión, la “crisis de los cayucos” de 2021 arreciaba en el extremo occidental, concretamente en Canarias, con cientos de embarcaciones y decenas de miles de inmigrantes (marroquíes, pero también malíes, marfileños, senegaleses y guineanos) alcanzando las islas de Gran Canaria, Lanzarote y Fuerteventura procedentes fundamentalmente de las costas marroquíes y saharauis (bajo administración de Marruecos) y, en menor medida, mauritanas. El reciente debate de este año sobre la (fallida) reforma de la Ley de Extranjería y las ásperas (y por momentos, obscenas) polémicas entre partidos relacionadas con la repartición por todo el territorio nacional de los inmigrantes llegados —que siguen llegando— a Canarias, demuestran hasta qué punto las problemáticas de “Green border” nos quedan cerca y están lejos de haber sido resueltas.
La película es solvente y sólida; no es cinematográficamente brillante. No puede serlo ninguna película militante —y ésta lo es—: los buenos son muy buenos, los malos son muy malos (salvo cuando se arrepienten y se redimen) y las víctimas son muy víctimas. No faltan las referencias —algo forzadas, por lo que tienen de obvio— a las múltiples hipocresías de la Unión Europea, que son las de nuestras sociedades, las de nosotros mismos. Pero el objetivo de Holland no es la brillantez cinematográfica. Más bien se trata de describir, de recordar, una situación que no solo se dio hace tres años en esa parte lejana de Europa, sino que sigue y seguirá latente allí y en otras latitudes, y particularmente en nuestro país. El representante de Médicos Sin Fronteras, organización desplegada en la zona para prestar asistencia humanitaria a los refugiados, indicaba tras la proyección que no se trata de un documental, pero sí de una ficción que describe verazmente las condiciones extremas del tránsito ilegal de fronteras en los extremos de Europa.
Sin ser, pues, brillante, “Green border” es una película eficaz y útil para no perderse en la espesa trama de intereses, dramas, aspiraciones e implicaciones que se entrecruzan en las cifras que esporádicamente espolvorean los titulares, con la aséptica denominación de “crisis migratoria”. Reconoce esa complejidad (denunciando, por ejemplo, la voluntad deliberada de las autoridades bielorrusas de desestabilizar las sociedades europeas utilizando la inmigración ilegal como arma contra los países fronterizos), y no simplifica una cuestión estructural, que no admite soluciones fáciles y que, desde luego, no se resuelve (sólo) con buenas intenciones. Pero pone la cámara al servicio de una perspectiva humanista elemental, que resulta fácil de olvidar o de ignorar en un momento en que el migrante que aparece en las fronteras (Hannibal ad portas!) se vuelve a asociar a todos los peligros, a todas las amenazas: el agresor sexual, el fanático, el terrorista, el integrista, el bárbaro, el invasor, el predador. Sin negar los riesgos (por ejemplo, de seguridad) que subyacen para nosotros, Holland denuncia su utilización oportunista, nos saca de la espiral autorreferencial y nos devuelve a la mirada desesperada de gente, de semejantes, sin más culpa ni más tara que la de haber nacido en el sitio equivocado, “con el peor pasaporte del mundo”, como se lamenta uno de ellos durante la película.
Lo hace en un contexto particularmente delicado en toda Europa, y que amenaza con agravarse a corto y medio plazo. Desde que la película se estrenó en París, la extrema derecha francesa ha obtenido una histórica victoria electoral en las elecciones europeas del 9 de junio (casi el 37% de los votos emitidos entre el Frente Nacional, actual Rassemblement National, de Marine Le Pen, y el partido Reconquête, liderado por su sobrina Marion Maréchal-Le Pen) con un mensaje frontalmente anti-inmigración; una victoria que revalidó en las elecciones legislativas anticipadas por el presidente Macron, tres semanas después, en las que el actual Rassemblement National confirmó su estatus de primera fuerza política del país, con más de 10 millones de votos y un 32% de los votos. Estos éxitos electorales, lejos de ser hechos aislados, refleja otra hegemonía más amplia y más profunda, de carácter mediático-ideológico: el “control de la inmigración”, el cultivo de la nostalgia de la homogeneidad identitaria y la asociación sistemática de las temáticas de inmigración y seguridad se han impuesto como elementos de lenguaje más allá de la extrema derecha, que nutren los discursos de buena parte de la clase política, incluido el centro y la derecha republicana. Con una peligrosa (y deliberada) confusión léxica: en gran medida, “inmigración” se está convirtiendo en chivo expiatorio o palabra clave con la que referirse convenientemente a toda una amalgama de dificultades sociales, frustraciones e incertidumbres económicas, disfunciones institucionales e inseguridades culturales e identitarias que no tienen necesariamente que ver con las personas migrantes que llegan en Francia, sino con las obsesiones, las dificultades, las disfunciones y las fragilidades que arrastra y acumula la sociedad francesa.
Pero el fenómeno está lejos de ser específicamente francés: al margen de los éxitos de las distintas fuerzas populistas, identitarias y nacionalistas en España, tanto de ámbito nacional como regional, las mismas elecciones europeas de junio consagraron inquietantes ascensos de la extrema derecha alemana y austríaca. La Alternativ für Deutschland (AfD) obtuvo un 16% de los votos a nivel nacional, sólo por detrás de la CDU/CSU, pero por delante de los socialdemócratas en el gobierno, y fue primera fuerza en todos los Länder de la antigua Alemania del Este; mientras que la extrema derecha austríaca del FPÖ ganó las elecciones, con más de un 25% de los votos, por delante de conservadores (24,5%) y socialistas (23%). Las elecciones continentales también confirmaron el dominio de la derecha populista de Giorgia Meloni en el paisaje político italiano, y reforzó las fuerzas populistas de derecha y ultraderecha en los países orientales de la Unión sometidos a una creciente tensión identitaria, en parte alimentada por la beligerancia de sus vecinos rusos. Es, en particular, el caso de Polonia, con el partido Ley y Justicia (gobernante en la época de la película), que obtuvo un 36% de los votos en las elecciones europeas, y cuyos dirigentes no dudaban en presentar ante los medios a los inmigrantes como “bombas ambulantes” amenazando de explotar en cualquier autobús de Varsovia. Estas extremas derechas no necesitan ganar las elecciones —aunque lo hagan— ni dirigir gobiernos —aunque los dirijan o los hayan dirigido, en Italia, en Austria o en Polonia—: sus temáticas y sus retóricas, sus discursos tintados de miedo, angustia y nostalgia, que invariablemente orbitan en torno a las pulsiones tristes del declive, los culpables, las identidades asediadas y la fronteras, ya permean el resto del paisaje político. Hasta el punto de que empieza a ser difícil distinguir otras notas en el paisaje, actual y por venir: “Green border” de Agnieszka Holland es la historia y la advertencia de un presente que se proyecta (y se filma) en blanco y negro.